Marzo, 2022
Es una exposición colosal, colorida, abstracta y multidimensional. Lleva por nombre Entropía lírica y se exhibe —desde el 12 de marzo y hasta el 17 de abril— en la Galería 526 del Seminario de Cultura Mexicana. Su autor, el artista Javier Fernández (Colima, 1951), reúne 32 piezas que muestran sus más recientes transformaciones como pintor: cuadros en los que se vale de pigmentos en su estado más puro (que él mismo prepara y mezcla) para que exploten sobre la tela o la madera y expresen esa energía interna que distingue, desde hace tiempo, su forma de trabajo.
Cuando cuestiono al pintor Javier Fernández acerca de su carácter personal, con la intención de saber cómo influye éste en su obra, me responde acertadamente que ésa es una pregunta que debería hacerle a su mujer, no a él. Y de inmediato suelta una carcajada. A mí me causa mucha risa su alegre y avispada respuesta, pero como al otro lado de la línea telefónica sólo lo tengo a él, decido insistir. Entonces me dice con seriedad:
—Si algo distingue mi carácter es el poco compromiso con los compromisos. Se trata de una paradoja. Esto quiere decir que me sujeto a lo que no me sujete, lo que me lleva a transitar, como artista, por caminos que no me dan un sello característico. Tal vez podría decirse que mi característica está en mi pincelada o en mis combinaciones de colores o incluso en lo rudo de las texturas. Pero en cuanto a una temática, veo difícil que puedan encasillarme.
Y no es que Javier Fernández no haya seguido líneas temáticas. Lo hizo por mucho tiempo. Y quizás ahora mismo, sin querer, está en una de ellas, aunque sin una figura precisa. Por ejemplo, Marina Saravia escribe que Javier Fernández se obsesiona, por periodos, con diversos objetos plásticos: “Ha pasado por la época de los perros, los juguetes, los automóviles y las mujeres”. Sí, en especial las mujeres. Porque la figura femenina le resultaba sabrosa, rica plásticamente, sensual. Pero, en este caso, la mayoría de las personas parecía darle demasiada importancia a la figura y se olvidaba de la pintura.
Además, muchas veces cuando el artista sigue por muchos años una misma temática o se empeña en representar una sola figura, surge una exigencia clientelar que evita las posibles rupturas en el camino. Las galerías empiezan a buscarlo precisamente porque se dedica a hacer ciertos monitos o figuras que la gente reconoce. De este modo el artista sólo avanza por el esquema que le están marcando.
—Un tiempo yo seguí ese esquema —reconoce Javier Fernández— pero decidí que mis pinturas ya no las iba a basar en una figura. Mis cuadros abstractos ya no dependen de una figura. Hubo un cambio. Ya no ocupo de una figura femenina para hacer mi obra, por ejemplo. Tal vez la puedo usar, no me estorba porque la conozco muy bien, pero la organización de mi color, de mi paleta, ya no depende de esa figura: puedo hacer lo que quiera.
Entropía lírica confirma, en todas sus dimensiones, esta transformación. Y la Galería 526 del Seminario de Cultura Mexicana (Presidente Masaryk 526, Polanco, Ciudad de México) permite ahondar en esta experiencia, pues, como dice Fernández, se trata de un espacio maravilloso que hace posible exhibir obras de gran formato en un ambiente que genera atracción para el espectador.
—Lo que ahí vemos no son obras pequeñas que obliguen a quien las mira a pararse justo enfrente para dialogar con ellas —dice Javier Fernández—. Hay una sensación singular porque el espacio está ordenado por pinturas de gran formato. Entonces puede uno verlas desde cierta distancia y luego aproximarse poco a poco y tener una experiencia distinta frente a la obra. Hay que moverse a través de la exposición. La impresión general de Entropía lírica es muy atractiva porque el espacio resulta encantador.
Un instrumento a liberarse
En Entropía lírica hay muchísimos colores. Es una propuesta muy distinta a otros trabajos de Javier Fernández. Miguel González Virgen, en la presentación de esta muestra, escribe: “Con esta exposición, el artista visual Javier Fernández nos presenta con una nueva y radical forma de comprender el fenómeno estético plástico. El cuerpo de obras que aquí presenta, muchos de cuyos títulos hacen referencia a fenómenos descritos por la mecánica cuántica, surge de la percepción de que la expresión visual del artista no es sino un reflejo de la entropía de su estado interno, esto es, del estado de flujo y tendencia explosiva de su energía física y espiritual”.
—¿Cómo se aprende a dominar un color? —le pregunto a Javier Fernández.
—Es a través de su uso. Vas aprendiendo a saber cómo se comporta hasta que llega el momento en que ya no piensas en él. Un maestro de pintura que tuve, quien es un artista abstracto, me decía: “Te voy a recomendar que uses un solo color. Una vez que domines ese color, apóyate en otro, lo trabajas, lo dominas y entonces ya no te estorba combinar esos dos colores. Luego le metes otro y le metes otro y así vas dominando la relación entre los colores”. De este modo, entre más colores aumenta uno, más compleja se va volviendo la armonía o la estructura entre los colores.
—Entonces, quienes miren una obra de Entropía lírica podrán conocer, de alguna manera, el proceso que llevó a Javier Fernández a dominar cada uno de los colores que están en el cuadro…
—En parte sí. Mi proceso me obliga a mí mismo a ver mi propia pintura y por eso sé que es la pintura la que me pide qué ocupa, qué color tiene que ir en tal lugar. Es un diálogo entre la obra y el autor. En este caso, uno es un instrumento a liberarse.
—¿Cuál es su actitud como espectador de su propia obra?
—Mi actitud es todo el tiempo de mirar la obra y, como te decía, de prestar atención a qué es lo que me está pidiendo. Luego llega un momento en el que ya no me dice nada y la dejo, pero quizá más tarde me doy cuenta de que estaba medio sordo o medio ciego y no había tomado en cuenta ciertas cosas que me decía. Es el momento de retomar la obra. Una vez que está terminada y expuesta, ya todo se acabó… Bueno, aparentemente, porque en otros lugares me enseñaron que la legislación permite al artista modificar la obra en cualquier momento, incluso cuando está ya colgada y con un dueño.
—¿Ha hecho eso alguna vez? ¿Modificar una obra colgada y con dueño?
—Sí. Ja-ja. Una vez lo intenté, pero me sacaron a golpes.
Regreso a Colima
Javier Fernández ha expresado en diversas ocasiones que la pintura es, para él, un trabajo de voluntad en el que hay que deshacerse de la razón. ¿Qué quiere decir con ello? Se lo preguntamos:
—Es que intelectualizar una obra es aplicarle una estructura de pensamiento, lo que la convierte en una artesanía —responde—. Es decir, en algo que intelectualmente ya está arreglado, algo sobre lo que ya se hizo un bosquejo y ya se sabe qué colores va a llevar y qué forma va a tener; o sea, ya está todo premeditado porque intelectualmente ya se trabajó sobre esa obra. A mí me aburre esta manera de actuar frente a la obra porque le quita el elemento de ejecución, la voluntad. Cuando pinto, lo más importante en el proceso es no sujetarme a una solución anterior. Por eso valoro el asombro, lo que voy descubriendo, aquello en lo que puedo meter la pata o la posibilidad de aprovechar el accidente, pero también el borrar algo que no me gustó o el reconocer que no hay solución. El proceso se va manifestando a medida que avanzo. Eso es lo bonito, he ahí el gozo que tiene el artista. Pero si ya nada más copio un patrón o sigo una receta se pierde todo el chiste del proceso. Es en base a eliminación, en base a accidentes, en base a propuestas que se equivoca uno y vuelve a corregir: borro, tapo, raspo… porque algo no me gustó.
—Se ha dicho, acerca de Entropía lírica, que las piezas que la integran emplean pigmentos en estado más puro. ¿Cómo lo consigue?
—Soy un poco autodidacta. Aunque tuve maestros, siempre me ha dado mucho por estudiar e investigar por mi cuenta. Cuando estudié la estructura del color vi que, para pintar, se emplean productos químicos, biológicos o minerales. Y resulta que tienen reacciones entre ellos. Por ejemplo, si mezclo un azul de Prusia con un amarillo de Nápoles se hace una mezcla explosiva que, con el tiempo, se deteriora y se vuelve gris, ya no es el verde que quise. Por eso podemos ver que muchas pinturas a lo largo de la historia del arte se han deteriorado. Los artistas no tomaban en cuenta esta situación. Entonces yo empecé a dejar de mezclar los colores. Porque de este modo sé exactamente cómo van a quedar. Uso veladuras en lugar de mezclas [la veladura, según Wikipedia, “consiste en capas muy delgadas de pintura, de forma que se transparente la capa inferior; así, el color que se ve es el resultado suavizado de la mezcla del color inferior más el de la veladura”]. Uso colores puros. Mezclo muy poco, apenas los colores más inertes posibles.
—Usted nació en Colima, y aunque estudio arquitectura en el Tecnológico de Monterrey decidió dedicarse al arte. Ha vivido largos periodos en Europa, pero finalmente se asentó en su natal Colima. ¿Por qué?
—Para empezar, cuando era joven la dependencia económica hizo que me sujetara a la voluntad medio burguesa de la familia y tuve que irme a Monterrey a estudiar arquitectura. “Tienes que estudiar algo que produzca”, me decían. Pero al terminar la carrera muy pronto me dediqué al arte. Y, por otro lado, sí, ya estaba instalado en París: mi esposa es francesa y mis hijos son franceses. Tenía mi taller, un departamento, un mercado para mi obra, pero, la mera verdad, el frío empezó a ser cada vez más rudo para mi constitución. Recuerda que provengo de un clima tropical húmedo. Entonces me regresé a Colima con todo, excepto un hijo que se quedó allá. Por eso, heme aquí.