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El arte más importante es aquel que sacude al espectador: Gabriel Hörner

Conversamos con el director del Museo de la Ciudad de Querétaro, recinto que celebra su primer cuarto de siglo.

Febrero, 2022

El Museo de la Ciudad de Querétaro celebra, el lunes 14 de febrero, su primer cuarto de siglo de existencia. Por ello ha organizado, para ese mismo día, una fiesta que comienza a las 19:00 horas en la que ofrece, para degustar, una propuesta de siete tiempos. El DJ Artemio Narro tendrá a su cargo no sólo la música, sino que además presenta su exposición Goya vs Bacon. El artista Valerio Gámez expone su trabajo fotográfico intitulado Anexados. Por su parte, Gaspard Le Guen muestra su Stock. La propuesta CINCO-Grafías une a los consolidados artistas gráficos Martha Pacheco, Ana Luisa Rébora, Víctor Hugo Pérez, Enrique Oroz y Juan Carlos Macías, quienes experimentan bajo una técnica poco habitual: la siligrafía. Por su parte, los curadores Inbal Miller y Édgar Alejandro Hernández se han encargado de dar forma a las exposiciones Las rodillas del ciprés, de Javier Barrios, y El ruido del mundo al caer, de Joaquín Segura. Por último, Lukas Avendaño y Lechedevirgen Trimegisto ofrecen el performance Amarranavajas. A propósito del XXV aniversario de este peculiar recinto del arte, Salida de Emergencia ha conversado con Gabriel Hörner, director del Museo de la Ciudad casi desde su fundación.


QUERÉTARO. Qro.


Es un hombre alto, de tez blanca, barbado, ojos verdes y cabello desaliñado. Pasa la mayor parte del día entre los muros del viejo convento de monjas Capuchinas de San José de Gracia. Quizá por eso es que, para no quebrar el silencio que impera en el inmueble fundado en 1721, fue adquiriendo el hábito de usar una voz suave, aunque no por eso menos expresiva y alegre. Su manera de vestir es sencilla, como si se impusiera a sí mismo las reglas franciscanas de la vida modesta y el trabajo duro. Esta tarde lleva una playera de manga corta color mostaza con cuello redondo alto y un pantalón claro de algodón de tipo casual. Por si fuera poco, su nombre tiene inevitables connotaciones religiosas. Se llama Gabriel. Y, para terminar de dibujarlo, la talentosa dramaturga y actriz de teatro Mariana Hartasánchez lo ha llamado “el santo patrono de las artes en Querétaro”. Lo cual, dicho sea de paso, parece que es cierto.

Porque Gabriel, cuyo apellido es Hörner, no sólo tiene la apariencia física de, por ejemplo, un joven san Nicolás de Bari; no sólo dirige desde hace 24 años un recinto sagrado; no sólo encabeza una feligresía cultural de intereses, orígenes y gustos muy variados que ha ido creciendo sin parar; sino que a Gabriel Hörner acuden, en busca de apoyo, toda clase de artistas, grupos, colectivos, organizaciones y personas que saben que la propuesta que le presenten será, al menos, atendida. Ahora que el Museo de la Ciudad celebra 25 años de su fundación, Gabriel Hörner, su director desde casi un cuarto de siglo, sonríe divertido cuando le recordamos las palabras de Hartasánchez.

—¿Es usted un santo, Gabriel, como dice Mariana? ¿El santo patrono de las artes en Querétaro?

—Ja-ja. ¡No! Lo que pasa es que lo que hago, no lo hago sólo: soy parte de un proyecto en el que lo más importante es el equipo que tengo. Si fuera solamente yo, no podría hacer nada: tengo a un asistente y a los mejores técnicos museográficos del país. Estamos hablando de un museo que tiene que cambiar 22 salas de exposición cada dos meses. Imagínate nada más. ¡Es una pesadilla! Los cinco técnicos que trabajan en el museo son capaces de resolver casi cualquier situación. Han visto de todo en estos 25 años.

Sí, como cuando un artista solicitó que la sala en la que se exhibiría su obra debía estar completamente oscura, sin una rendija de luz por ningún lado, cosa que fue, por cierto, imposible de lograr en este edificio sagrado de finales del siglo XVIII. Pero qué tal aquella ocasión en la que el artista puertorriqueño naturalizado mexicano Miguel Ventura pidió, en 2011, que hubiera una piscina en el museo para presentar ahí su Oratorio de arte contemporáneo. Si bien tampoco se logró instalar aquella alberca, fue por una decisión afortunada: al estarla construyendo se dieron cuenta de que cada metro cúbico de agua pesa una tonelada; una inmensa mole líquida que el primer piso de un edificio sacro no podía darse el lujo de sostener. Así que todo terminó en una digna salida: la colocación de una especie de bañera, nada más. La propia construcción ha vivido, en sus tres siglos de existencia, situaciones extravagantes: en alguna ocasión fue cárcel para Maximiliano de Habsburgo; también fue cuartel militar; y antes de convertirse en museo fue sede de las oficinas del Partido Revolucionario Institucional en Querétaro. Sólo con estos antecedentes puede comprenderse que alguna vez Gabriel Hörner haya tenido que resolver el caso de los cuadros invisibles. Sí, de repente un día alguien se apareció —eso sí, en carne y hueso— para solicitar una exposición de sus cuadros invisibles.

—¿Qué haces con unos cuadros invisibles? —me pregunta, sonriente, Gabriel Hörner—. ¿Cómo los colocas? ¿Cómo sabes si ya te los robaron o no? ¿Cómo los aseguras? Ésta es una de las cosas más complicadas que ha pasado por ahí.

Gabriel Hörner.

Cañita y Tristana

El Museo de la Ciudad se fundó el 14 de febrero de 1997. Un año después, en 1998, Gabriel Hörner sustituyó a Antonio Loyola Vera, su primer director, y quedó al frente del recinto. Gabriel había estado trabajando en la Orquesta Filarmónica de Querétaro —que en aquellos tiempos dirigía todavía su fundador, el maestro Sergio Cárdenas— y en el Museo Regional de Querétaro. Desde su llegada al Museo de la Ciudad, Gabriel Hörner tenía bien clara una sola cosa: no quería, por ningún motivo, que este lugar se pusiera al servicio de una colección. Él quería que el museo fuera un organismo vivo, animado, que tomara en cuenta los intereses del público y de los artistas. Así ha sido desde entonces. Su vocación es intentar, por todos los medios, mantenerse alejado de cualquier semejanza con esos mausoleos en los que se convierten casi todos los recintos de este tipo en el mundo.

En otras palabras, su idea fue siempre hacer las cosas al revés de lo que dicta la tradición. Esto significa, sencillamente, que el Museo de la Ciudad parte de las necesidades de los públicos que atiende. De ahí la decisión de no contar con una colección permanente, lo que permite ir cambiando los contenidos para mantener el interés de la población. Se trata de hacer, pues, a un lado la extendida idea de que los museos son sitios para los turistas y las visitas escolares. Vocación que resultaría muy pobre, sobre todo si se considera que el Museo de la Ciudad tiene, como mencionó Gabriel, 22 salas para exposiciones temporales, además de tres espacios escénicos acondicionados y profesionales, una biblioteca infantil, varias salas para cursos, diplomados y talleres, e incluso la posibilidad de realizar residencias artísticas ahí. Otra característica muy peculiar es que los visitantes del museo pueden ingresar con sus perros. El propio Gabriel lo hace todos los días: llega a trabajar acompañado de Cañita y Tristana. A Cañita le gusta mucho convivir con la gente y me consta que en no pocas ocasiones se comporta mejor que muchos espectadores. Y lo mejor es que no tiene reparo en demostrar que una obra no le gusta. Cuando una pieza es desabrida o insulsa, prefiere dormirse.

Elevar la cultura

De acuerdo, suena muy padre y hasta divertido eso de atender, como director de un museo, las necesidades del público y de los artistas. Pero como ya hemos visto, Gabriel Hörner ha escuchado, en su 24 años al frente del Museo de la Ciudad, toda clase de extravagancias durante este proceso, algunas de ellas seguro las ha conocido y hasta ha terminado exponiéndolas o presentándolas. En otras, no obstante, se ha involucrado tanto que incluso ha llegado a comprometerse como protagonistas. Pongamos por caso la vez en la que Mariana Hartasánchez, directora del grupo teatral Sabandijas de Palacio, se puso a escribir una obra específicamente para él: Yankee Blues. Se tata de una puesta en escena en la que se aborda una parte de la vida de los hermanos Collyer —dos extravagantes acumuladores neoyorquinos que vivieron a inicios del siglo XX—, y Hörner, como actor principal, tuvo libertad hasta para seleccionar, en el papel coestelar, al compositor queretano Ignacio Baca Lobera. Pero, bueno, regresemos a lo que sucede con el museo: ¿cómo es que Gabriel Hörner conoce las necesidades del público y de los artistas?

—Un método muy efectivo —dice— es abrir las puertas, escuchar propuestas, darles seguimiento si tienen relevancia para las necesidades del público al que van dirigidas, articularlas de manera profesional. Sobre todo, es importante no partir de una concepción normativa de la cultura decidiendo qué es cultura y qué no. En el documento con el que sustentamos la creación del museo pusimos una máxima de Edgar Morin, la cual dice que no se trata de elevar el nivel de cultura de la población, sino de elevar el nivel de la palabra cultura. Así, desde el principio, no hicimos distinción entre cultura popular o alta cultura. Esto es importante decirlo porque quizás ahora no parezca muy relevante debido a que ha cambiado mucho la situación, pero hace 25 años la oferta cultural de las instituciones tenía que ver con los valores de la clase media alta. Los cuales están muy bien y son muy respetables, pero no son los únicos. Siempre hemos tenido bien claro que los demás grupos presentes en la comunidad también tienen derecho a manifestar sus distintas formas de expresión, a qué se atiendan sus necesidades, y a que se les dé una salida a sus intereses.

Darketos diabólicos

En los años noventa, en Querétaro, aún se estilaba que el obispo levantara su teléfono, llamara a algún funcionario local de alto rango y le solicitara atentamente que eliminara tal o cual actividad artística por ser ajena a las buenas costumbre o por faltar a la moral. Parece que Gabriel Hörner casi siempre tuvo la astucia necesaria para eludir esas peticiones que le comunicaban desde la elite política del estado. No así en aquella ocasión que marcó un hito literalmente oscuro para el museo; hito que, desde luego, a Gabriel no le agrada mucho recordar. Resulta que, como contó la periodista Verónica Urzúa hace tiempo, un cuarteto de chavos no muy inteligentes mató y descuartizó a una de sus compañeritas, para luego repartir los restos de la joven asesinada por la ciudad de Querétaro. La cosa es que aquellos chicos se autodenominaban “darketos”. Y, como relata Urzúa:

“Los medios convirtieron aquella desgracia en un show. Decían, entre otras cosas, que se trataba de una secta, que la mataron porque era su regalo de cumpleaños, que practicaban ritos satánicos, que hacían orgías y les gustaba el sadomasoquismo (queretanamente calificado, además, de ‘práctica de perversión sexual’), que una vecina sentía miedo de que el líder de los darketos se fuera a convertir en vampiro y dañara a su familia, y frases por el estilo, todas explícitamente publicadas para aumentar el rating y las ventas a punta de puro morbo cristiano. En fin, lo que sucedió después es lo que ya se sabe: todos los darketos, lo fueran o no, resultaron sospechosos”.

El asunto es que por aquellos años, sustentado en la idea de abrir sus puertas a las expresiones de los grupos marginados, el Museo de la Ciudad organizaba conciertos de bandas musicales consideradas darketas, así como exposiciones relacionadas con el mundo dark, por lo que su director fue señalado por “promover la cultura demoniaca”. Entonces las tocadas se acabaron. Por lo menos se acabaron en el museo.

—La verdad —recuerda Gabriel Hörner— es que en aquel momento la cultura dark estaba muy presente en Querétaro, pero estaba muy estigmatizada también. Se tachaba a esos jóvenes de diabólicos y malvados. Nosotros, desde el museo, quisimos ofrecerles herramientas de lo que las diferentes disciplinas artísticas tenían que decir sobre sus intereses. Porque la cultura dark es muy rica y con una raigambre muy profunda en Occidente: la literatura gótica o algunas expresiones de la Edad Media, por ejemplo. A lo mejor los darketos no tenían ni idea de esto. Pero además de los conciertos de bandas de música gótica, montamos algunas exposiciones de arte contemporáneo en México sobre el tema de la muerte y el tema del cadáver, hubo también varias mesas redondas y performace. Fue una actividad muy completa. Después vino el crimen y los medios de comunicación trataron de achacarle lo sucedido al museo. “Miren lo que lograron por promover esa cultura”, decían. Por fortuna, el gobierno no se dejó chantajear, tenía muy claro que nosotros no tuvimos nada que ver en el asunto. De este modo pude seguir al frente del museo por más que algunos medios presionaron a las autoridades para exigir mi salida.

Juan Carlos Macías – Nostalgias de Competencia (Siligrafía, 2019).

Fuerzas vivas

Tal como sucedió con el universo dark, muchas de las actividades del museo suelen tener un cobijo. Es decir, la temática central se rodea de muchos otros elementos que permitan comprenderla mejor, ya sea haciendo investigación, ofreciendo discusiones públicas con especialistas o críticos, proponiendo una curaduría que otorgue relevancia al fenómeno que se está presentando o complementándolo con diferentes disciplinas, pues un problema muy serio del que poco se habla es que muchas veces los artistas de cierta disciplina son ajenos a lo que está sucediendo en otros ámbitos de la cultura y el arte, lo que, en definitiva, empobrece su trabajo; es más, a veces son ajenos a todo aquello que acontece incluso en su propia disciplina.

—Una vez tuvimos una exposición de tatuajes que resultó extraordinaria —recuerda Gabriel Hörner—. Estuvo acompañada de una muestra de arte contemporáneo en México con temas relacionados al tatuaje. Mostramos también diferentes piezas prehispánicas de distintas culturas de Mesoamérica que tenían evidencias de alteraciones corporales. Organizamos mesas redondas sobre el tema. Conciertos. Performance. Y lo mejor fue una exhibición de cuerpos tatuados que estuvo muy padre. Habitualmente todo lo que se expone en un museo está muerto, es inerte, entonces exhibir cuerpos en vivo con tatuajes fue algo increíble. Fue un éxito total y se nos agotaron las localidades los dos días que duró. Casi hubo portazo en la entrada.

—¿Así que el modelo que ha guiado el Museo de la Ciudad en estos 25 años ha resultado muy exitoso? —le preguntamos a Hörner.

—Sí, porque la gente no estaba acostumbrada a que cuando se le otorgara un espacio se le tratara con seriedad y profesionalismo. Cuando el museo abrió sus puertas, era el único espacio que exhibía arte contemporáneo en Querétaro. Ahora ya existen otros lugares, como la Galería Libertad. Se ha diversificado mucho la oferta. A mí me gusta pensar, quién sabe si sea cierto, que gracias a la libertad con la que se pudo programar en el Museo de la Ciudad, otros sitios pudieron ver que no pasaba nada al abordar ciertas temáticas. Entonces se atrevieron a programar más cosas. Porque muchas veces lo que priva no es la censura, sino la autocensura, el miedo de la gente a proponer algo que le pueda resultar incómodo a un grupo, al gobierno o a otra clase de fuerzas vivas…

—¿El museo programa sólo lo que le gusta a Gabriel Hörner?

—De ningún modo. Tenemos una exigencia de calidad. Tampoco exhibimos exclusivamente arte contemporáneo. Muchos artistas o jóvenes recién egresados de la universidad usan el museo para su primera exposición. En este sentido, no creo que nos tengamos que poner muy exigentes en la calidad de la obra, pues hay que entender que se trata de una primera exposición. Es necesario terminar ya con ese círculo vicioso de que los artistas más jóvenes no pueden exponer en un museo porque no tienen currículum, y no tienen currículum porque no pueden exhibir en los museos. No. Que sea el público quien decida.

Fantasmas y pecadores

Me imagino que Gabriel Hörner debe ser muy consciente de que no es común, mucho menos en México, que un encargado del área que usted guste y mande permanezca en su puesto por tanto tiempo. Gabriel lleva casi 25 años al frente del Museo de la Ciudad sorteando el paso de administraciones de diferente símbolo político y vocación cultural. ¿A qué atribuye su larga permanencia? Se lo preguntamos.

—A que hemos sabido adaptarnos a las circunstancias —responde—. Nos afecta mucho que cada administración establece parámetros muy diferentes de aplicación de recursos y de rendición de cuentas, por ejemplo. Pero lo que nos sostiene es que hemos atendido, en todos estos años, necesidades reales de la población. No hay modo de ignorar lo que hacemos en el museo. No hay modo de pensar que lo que hacemos no le interesa a nadie o que no cumple una función social importante. Si se quiere, a lo mejor es un asunto medio de gueto: que los indeseables se junten ahí para que no los tengamos en otro lugar.

—Si algo ha caracterizado al museo en este, su primer cuarto de siglo, son sus propuestas provocadoras, ¿no es así?

—Sí, pero ¿que provoquen qué? Ah, pues que provoquen la crítica, que provoquen el asombro, que provoquen la duda, que pase algo, pues, con lo que sucede en cada una de sus salas, escenarios, patios, escaleras. Es muy aburrido que vayas a una exposición, a una obra de teatro, a un concierto o a un espectáculo de danza y salgas igual que como entraste, con todas tus certezas intactas, con todas tus creencias inamovibles. Sin duda el arte más importante es aquel que sacude al espectador. Cuando el arte logra sacudir a quien lo observa se puede convertir en un instrumento transformador de la realidad. Eso es lo que quisiéramos.

—Alguna vez usted dijo que Gabriel Hörner es un looser de lo peor, ¿por qué?

—Ja-ja. Sí. Es que el mismo proyecto del Museo de la Ciudad es dispersivo, y la dispersión de una persona, de una institución o de una empresa es lo menos recomendable en términos de lo que la sociedad considera como lo necesario para alcanzar el “éxito”. Nosotros nos hemos pasado la vida promoviendo la dispersión. Fíjate nada más qué desastre en términos del éxito.

—Uno de los vigilantes del museo me platicó que en el edificio, al ser un exconvento de monjas capuchinas, se aparecen fantasmas. ¿Usted se ha topado con alguno?

—No. Jamás he visto nada. Y eso que he andado a todas horas por todos lados. Pero me ha de pasar lo mismo que a Bernal Díaz del Castillo. Decían que durante las batallas de la Conquista se aparecía el apóstol Santiago. Entonces, en una ocasión le preguntaron si él había visto al apóstol. Respondió que no, que seguramente nunca se le había aparecido a él por sus muchos pecados. Yo soy igual: los fantasmas se alejan y no quieren saber nada de mí.

Para más información sobre el Museo de la Ciudad de Querétaro, y sus actividades, pueden consultar sus redes sociales Facebook y Twitter.

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One Comment

  1. Un artículo súper interesante y muy simpáticos los perritos de Gabriel, jejeje. Definitivamente, el arte debe despertar emociones para considerarse como tal y por eso es tan subjetivo. Siempre es fascinante conocer el punto de vista de un artista auténtico. Gracias por compartir.

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