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“Los gritos de ‘¡censura!’ esconden a menudo la propia mediocridad”

Una conversación con Pablo Maurette, autor de «Por qué nos creemos los cuentos / Cómo se construye evidencia en la ficción».

Enero, 2022

¿No existen los personajes de las novelas que nos apasionan? ¿No son verdaderas las figuras del cuadro que nos absorbe o las escenas de la película que nos aterroriza? ¿Por qué nos emocionan así entonces? ¿Por qué nos las creemos tanto como para sollozar o reír a carcajadas? En Por qué nos creemos los cuentos. Cómo se construye evidencia en la ficción, Pablo Maurette actualiza un tema clásico del pensamiento occidental, la pregunta por el estatuto de realidad que corresponde a las creaciones artísticas. Con él es la siguiente entrevista…


Vicente Monroy


Recuerdo la primera vez que vi los frescos de Giotto en la capilla de los Scrovegni, en Padua. Todavía estaba boquiabierto después de pasar la tarde anterior en Venecia, viendo las pinturas de Tintoretto en la Scuola Grande di San Rocco, una de las experiencias del arte más conmovedoras que conozco. Pero los frescos de Giotto me provocaron una impresión todavía mayor: un efecto de compenetración absoluta con las imágenes, propiciado por las cualidades inmersivas del espacio de la capilla, el color y la representación trágicamente humana de las escenas de la vida de Cristo y la Virgen.

Pablo Maurette (Buenos Aires, 1979) ha publicado ¿Por qué nos creemos los cuentos? (Clave Intelectual), un ensayo que reflexiona sobre los mecanismos que hacen que nos compenetremos con las obras de arte. Un milagro cotidiano —dice—, que no sólo provocan las grandes obras maestras. Si tenemos suerte, podemos sentirlo a diario. Por ejemplo, una serie de Netflix puede atraparnos completamente.

Maurette es profesor de literatura inglesa y comparada en Florida State University, pero actualmente vive en Florencia, donde investiga sobre arte renacentista. Nos encontramos por Zoom para esta entrevista.

—Viviendo en Florencia, ¿tienes muchas oportunidades de compenetrarte con obras de arte?

—Constantemente. Después de vivir mucho tiempo en Estados Unidos, aprecio mucho la cantidad de arte que hay en Italia. Paseando por Florencia, me conmueven sobre todo los frescos de las iglesias, más que los cuadros de los museos. Supongo que tiene que ver el hecho de que podemos ver los frescos en el espacio original para el que fueron pensados. Los museos, como los zoológicos, son espacios artificiales.

—En ¿Por qué nos creemos los cuentos? ilustras la forma en que nos compenetramos con las obras de arte con muchos ejemplos de todas las épocas: desde Cicerón hasta los cuentos de Julio Cortázar, desde los frescos de Giotto hasta las películas de Quentin Tarantino. Parece que compenetrarnos con las obras de arte ha sido algo muy común a lo largo de la historia del arte.

—Y no sólo del arte. En nuestro día a día, nos compenetramos con todo tipo de relatos o narrativas. Por ejemplo, en el ámbito de la política, o cuando leemos las noticias, en la forma en que percibimos la actualidad. Es importante ser conscientes de esto a la hora de relacionarnos con nuestras propias creencias y nuestros propios valores, para no caer en el fanatismo. El fanatismo es una forma de compenetración absoluta, quijotesca, con una idea. Para no volvernos unos zombies, es importante ejercitar nuestra capacidad de entrar y salir de un discurso, esa intermitencia que nos permite observarlo desde distintos puntos de vista. Es algo que hacemos con naturalidad cuando vemos una película o leemos un libro, no sé por qué nos cuesta más en otros ámbitos de nuestra vida.

—Para explicar la forma en que se produce este efecto de compenetración utilizas una palabra misteriosa, “perspicuidad”.

—“Perspicuidad” es una palabra originalmente latina, acuñada por Cicerón para traducir un término muy común en la filosofía y en la estética griega: enárgeia. Aunque los diccionarios la recogen, está medio obsoleta en castellano y en las otras lenguas romances, y también en inglés. Se utilizaba más antiguamente, siempre referida a la transparencia o claridad de un discurso. El discurso perspicuo es claro, conciso, preciso y elegante. “Perspicuidad” se traduce comúnmente como “claridad”, “transparencia”, o incluso “perspicacia”. Al mismo tiempo, es una palabra que comparte la raíz con “perspectiva”. Las dos tienen el mismo origen en latín: la preposición per (a través de) y el verbo specere (mirar), y evocan una forma de mirar a través de las cosas que tiene una dimensión háptica, espacial. Es un mirar que penetra el espacio, que no se queda en la distancia. Así que “perspicuidad” es una palabra muy valiosa para explicar las cualidades de las obras de arte con las que nos compenetramos, aquello que las vuelve evidentes para nuestros sentidos. Una obra de arte, cuando es perspicua, abre un espacio en el que nos ubicamos como espectadores, pero también como participantes. Un espacio cuya realidad es evidente a simple vista, y que consigue introducirnos en la escena. En este espacio, empezamos la aventura de crear sentido. La apreciación del arte no es una actividad pasiva, todo lo contrario: cuando nos compenetramos con una obra, nos volvemos activos, casi como si fuéramos parte de la obra.

—Cuando hablas de este efecto de absorción que producen las obras de arte, ¿te refieres solo a la tradición realista del arte occidental, o también al arte contemporáneo, que de algún modo ha sacrificado el realismo en favor de otros intereses?

—Cuando vivía en Chicago solía ir al Instituto de Arte y me quedaba horas mirando los cuadros de Rothko, con la sensación de perderme en un espacio. Un espacio de cualidades extrañas: blanco, gris y sin perspectiva, pero que me succionaba y me atrapaba. Hay una creación de espacio muy poderosa en ese tipo de representaciones, aunque no utilicen la perspectiva lineal, que es la ley que rigió el arte durante siglos, desde su redescubrimiento en el siglo XV o incluso antes, porque ya en las obras de Giotto encontramos una intuición de perspectiva, y hasta mediados del siglo XIX.

—La última vez que hablamos te pedí que improvisaras una respuesta a la peliaguda pregunta: ¿para qué sirve el arte? Tu respuesta me gustó mucho. Dijiste: “El arte inaugura dimensiones”. Me hizo pensar en una entrevista al escritor Adolfo Couve, en la que decía: “Cuando una cosa es bella, como la Gioconda o las pirámides, ya está dentro de la enumeración de las cosas del mundo. Es lo mismo decir ‘mar’ que decir ‘pirámide’, es lo mismo decir ‘árbol’ que decir ‘Madonna de Rafael’. Son obras de artistas extraordinarios que han puesto en la lista de lo que existe algo que no existía y que la naturaleza necesitaba”.

—Lo mantengo: el arte inaugura dimensiones. Como decía Picasso, el objetivo del artista no es imitar a la naturaleza, sino imitar el modo en que la naturaleza crea. La idea de la evidencia en el arte tiene que ver con esto. Una obra de arte es autosuficiente, es parte del mundo. Pero no sólo la Gioconda y las pirámides, como dice Couve… No hace falta ser tan ambiciosos. Esta magia de la compenetración no sólo la provocan las grandes obras maestras de la historia del arte. Por ejemplo, el otro día leí una novelita de Somerset Maugham que se llama Up at the Villa (publicada en español como El misterio de la villa o En una villa florentina). Él mismo la consideraba una novela menor, y es muy desconocida. ¡Es extraordinaria! Me atrapó completamente. La historia de Mary Panton se quedó conmigo, como si fuera un recuerdo de algo vivido… Pienso en la enorme cantidad de obras de arte, de libros, de películas o de cuadros que existen y que no conocemos, pero que son extraordinarios, capaces de inaugurar un mundo. Compenetrarse con una obra de arte no es tan extraordinario. Es un milagro cotidiano. Si tenemos suerte, podemos sentirlo a diario, incluso con cosas que, pensándolas después, nos parecen pésimas. Por ejemplo, una serie de Netflix puede atraparnos completamente. Hay algo, un misterio que acciona una bisagra y hace que de pronto estemos dentro.

—Dices que una obra de arte es autosuficiente. ¿Crees que hay un exceso de interpretación en el arte actual?

—Sin duda. Estamos sobrecargados de interpretaciones. Internet y las redes sociales lo potencian, como una gigantesca cámara de eco de un intertexto feroz y constante. En el siglo XXI, el intertexto está por todas partes, y quizá no podamos evitarlo: estamos formateados de este modo. Somos incapaces de ver una película sin conectarla con otras diez, lo que en cierto modo implica salirnos de la obra. Hay un ejercicio que me gusta hacer con mis alumnos de literatura en la universidad: les cuento una historia y después les hago una pregunta. La historia es la siguiente: A una mujer de unos treinta años se le muere su madre. En el entierro, ve a un tipo al que nunca había visto. Después de cruzar unas cuantas miradas, el tipo se acerca y la invita a tomar algo. Unas cuantas copas más tarde, terminan en la casa del tipo y viven un romance fugaz que dura una semana, después de lo cual el tipo desaparece sin dejar ningún rastro ni un medio de contacto. Unos días más tarde, la mujer mata a su propia hermana. La pregunta es: ¿Por qué mató a su hermana? ¿Qué crees tú?

—Mmmmm, no sé. ¿Hay una respuesta correcta?

—No. Lo que hay son dos tipos de respuesta: la contextualista y la textual. Cuando hago este ejercicio en clase, la mayor parte de mis alumnos elaboran una respuesta contextualista. Dicen: “La mujer mató a su hermana porque se enteró de que se estaba acostando con el tipo”, o “porque el tipo en realidad era su padre”, etcétera. Se salen de la historia, interpretan, especulan… Sólo unos pocos alumnos se ciñen a la información que ofrece el texto, sin añadir información externa, y dan la respuesta textual, que es: “La mujer mató a su hermana porque conoció al tipo en el entierro de su madre y lo quiere volver a ver, para lo que necesita otro entierro”. Todos fluctuamos entre estas dos maneras de interpretar el arte, pero en nuestra época la lectura que hacemos por defecto es la contextualista. Hay una tendencia poderosísima a salirse del texto. El arte se sobreinterpreta. Por eso en ¿Por qué nos creemos los cuentos?, y también en mi trabajo como profesor, trato de inclinar la balanza hacia el otro lado. Me interesa que haya un contrapeso, que tengamos la capacidad de adoptar las dos perspectivas.

—En nuestra época, a veces parece que se hacen juicios muy literales de las películas y los libros. Por ejemplo, se valora o se critica una película por su representación correcta de un colectivo, o por el hecho de que sus personajes tengan opiniones machistas o racistas…

—Es una herencia de Platón: la política legitima el arte. La política, en un sentido amplio, es lo único importante, y el valor ético de una obra la legitima. Creo que los grandes artistas dan cuenta de la experiencia humana en su totalidad: del mal, del horror, de la belleza… de todo. Por ejemplo, Dante dedicó dos terceras partes de su obra al pecado. Una tercera parte la dedicó al pecado mortal, a mostrar lo peor del género humano. Y sus pecadores tienen voz, e incluso están tratados de una manera que hace que nos lleguen a caer bien. Creo que si uno se ofende con esto se está cerrando a una dimensión fundamental del arte. Pero tampoco me adhiero a las visiones catastrofistas de los que creen que vivimos en una época de censura terrible. No es así. En muchos casos, los gritos de “¡censura!” son sobre todo una excusa para esconder la propia mediocridad. Si un artista tiene que decir algo, lo dirá. Que te critiquen o traten de boicotearte también es parte de publicar un libro o hacer una película. Siempre fue así. Siempre hubo una moral reinante que criticó ciertas visiones del arte y que prefirió otras.

—Una de las cosas más estimulantes de ¿Por qué nos creemos los cuentos? es la forma en que utilizas herramientas retóricas del pensamiento clásico para hablar de problemas perfectamente contemporáneos.

—Estamos olvidando progresivamente el mundo clásico. De algún modo el mundo clásico siempre está ahí, porque nos configura; hablar de cultura, de arte o de literatura es desarrollar un discurso inaugurado hace dos mil quinientos años. Pero cada vez lo conocemos menos. La gente ya no estudia latín y griego, algo que hasta hace cincuenta o sesenta años era de rigor en las escuelas de casi todo Occidente. Desde hace unos meses, en la universidad de Princeton ya no es obligatorio estudiar latín y griego para sacar una licenciatura en Classics. ¡Uno puede tener un Classics BA sin saber una palabra de latín y griego! Es un punto de no retorno. Yo me formé en la tradición clásica, en el latín y en el griego, y me interesa recuperar ciertas estrategias retóricas y dialógicas cada vez más desconocidas. Me interesa la conservación del pasado y la utilización de la tradición para construir la cultura del presente. Además, ¿Por qué nos creemos los cuentos? es un libro que trata sobre la claridad, una cualidad que es fundamental para que nos compenetremos con una obra de arte. Me preocupa mucho ser claro. No sólo en este libro, sino en todo lo que hago. Quiero que se entienda lo que quiero decir. Una de las cosas que más odio es la oscuridad buscada y artificial en los discursos, esa oscuridad que, como decía Hegel, es el charquito de agua que uno ha revuelto para que parezca profundo, pero no lo es.

—Tu teoría de la compenetración se apoya en la capacidad de las obras de arte de estimular nuestros sentidos. En un momento del libro, recurres a la etimología de la palabra “estética” (del griego aísthesis, que significa “percepción sensorial”). Das mucha importancia al sentido del tacto, sobre el que incluso tienes un libro publicado: El sentido olvidado: Ensayos sobre el tacto (Mardulce Editora, 2017). Es un acercamiento curioso al arte en una sociedad que entiende el arte como un fenómeno fundamentalmente visual.

—El cine y la pintura dependen enteramente de la vista… aunque uno puede, como Borges, ir al cine siendo ciego. Fue a ver Psicosis en el año 60 y ya estaba casi totalmente ciego, solo veía sombras, manchas borrosas, qué sé yo… ¡La película le encantó! Le dio miedo, le apasionó… Pero la literatura no es necesariamente visual: es un arte que puede entrar por los ojos, por los oídos o por las manos si uno es ciego y lee en braille. Podríamos decir que es un arte de la inteligencia. Las palabras, independientemente de cómo las recibamos, atraviesan un proceso en la inteligencia y generan visiones, espacios, imágenes, etcétera. No cabe duda de que vivimos en una gran era de lo táctil. Se están produciendo cambios extraordinarios en la tecnología en relación con lo táctil. Cuando trabajaba en Chicago, conocí a un tipo que investigaba en el desarrollo de miembros prostéticos con sensibilidad: pechos artificiales capaces de transmitir sensaciones táctiles para mujeres con dobles mastectomías. En cuanto al arte, entiendo lo táctil no sólo en el sentido de lo exteroceptivo, de la piel contra el objeto, sino en el sentido más amplio de lo háptico, que involucra otras muchas facultades. Es evidente que se trata de una gran inquietud de nuestra época, también en la cultura visual. Hablamos mucho del aislamiento del ser humano, de que estamos cada vez más encerrados en nuestras casas, con nuestros teléfonos móviles… Pero seguimos siendo un cuerpo, estamos en el espacio, e incluso cuando interactuamos de manera remota lo hacemos de manera emotiva, y lo emotivo también es parte de lo háptico. Nunca estamos cortados de esa dimensión fundamental. El tacto es el primer sentido que se despierta en el ser humano, ya en el útero. Es lo que nos configura, mucho más que la vista.

—Tienes una visión muy generosa y expansiva del arte. Estableces conexiones muy interesantes entre las artes plásticas y las artes narrativas de todas las épocas. Por momentos, parece que tuvieras la ambición de esbozar una teoría general del arte.

—No sé si puedo decir que tengo la ambición de crear una teoría general… Lo bueno del género ensayístico es que, como escritor, uno tiene libertad absoluta, puede ir y venir, pasar de largo por ciertos problemas, no dar cuenta de otros… Eso no se puede hacer cuando se escribe un tratado filosófico. Escribir ensayo me ha permitido navegar entre épocas y obras de arte muy distintas.

—Además de ensayista eres novelista. ¿Ha cambiado la escritura de este libro tu manera de entender tu propio trabajo literario?

—Sin duda. Todo lo que escriba en adelante va a estar de un modo u otro marcado por este libro, que me ha ayudado a reflexionar sobre temas importantes. Escriba ficción o ensayo, busco siempre este efecto de compenetración. Mi máxima aspiración es conseguir ese efecto no sólo para el lector, sino también para mí. Si el artista no se compenetra con lo que está haciendo, es muy difícil que lo haga otra persona. En un sentido amplio, las grandes obras de arte son aquellas en las que uno percibe que hay un compromiso absoluto por parte del artista con el mundo ficticio que ha descubierto.

—De los distintos análisis de obras que haces en ¿Por qué nos creemos los cuentos?, mi favorito es de Once Upon a Time… in Hollywood, la película de Quentin Tarantino. Hablas de la estrategia narrativa que llamas “mímesis correctiva”, que consiste en utilizar la ficción para contar un hecho histórico pero cambiando su desenlace. En este caso, el asesinato de Sharon Tate.

—El arte tiene la asombrosa capacidad de posicionarse como un poder redentor del mundo; de enfrentarse al mundo y decir: así tendrían que haber sido las cosas. La ficción es capaz de presentar una visión de una realidad alternativa que es muy poderosa. Evidentemente, uno puede decir: Once Upon a Time… in Hollywood no cambia nada, porque Sharon Tate sigue muerta. Es verdad. Pero en la ficción está viva. Se inauguró un mundo que, para quien se sintió afectado por la película, existe efectivamente. No es una simple fantasía, porque nos afecta, nos hace pensar y cambia el modo en que vemos las cosas. Tiene un efecto real en nosotros. Pienso en algunas de las quejas que se escuchan últimamente frente a la posibilidad de que haya un James Bond interpretado por un actor negro o por una actriz, o porque un actor indio haga de The Green Knight… ¡También son ejemplos de mímesis correctiva! Y me parece perfecto. En el arte de todas las épocas se han hecho cosas como estas. En el Renacimiento, se cambiaban los finales de las obras de Ovidio porque se consideraban pornográficos. Hacer mímesis correctivas, censurar… es parte de la naturaleza humana. Hoy nos creemos demasiado modernos, pero seguimos siendo los mismos de siempre.

[Entrevista publicada originalmente en CTXT / Revista Contexto; es reproducida aquí bajo la licencia Creative Commons.]

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