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El acuñador del término “rock and roll”

Nació en diciembre de 1921, y falleció en enero de 1965. Al difundir la palabra desde su púlpito radiofónico que iniciaba todas las noches al son de Moondog boogie de Freddie Mitchell, el disc-jockey y locutor estadounidense Alan Freed se convirtió en el proselitista más eficaz que el rock and roll haya conocido. Creador de dicho término. Promotor de esta música. Organizador de su primer concierto. Y, también, el primer adulto que habló directo a los jóvenes por la radio mezclando a blancos y negros por igual (en una época en la que hacer tal cosa era casi inaceptable). Incansable promotor del género, al final el animador fue víctima también de la cultura que había levantado. Ahora que se cumple su centenario natal, aquí lo recordamos…


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El 20 de enero de 1965, a los 43 años de edad, muere en el olvido el estadounidense Alan Freed, el creador del término “rock and roll”, que sobreviviera (la palabra, no el acuñador) victoriosamente a lo largo del implacable tiempo. Había nacido en Windber, Pensilvania, el 15 de diciembre de 1921.

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Desde que Alan Freed bautizara hace ya 70 años, en 1951, al rhythm and blues como rock and roll con el ánimo de blanquear lo negroide en el mercado de la música —que empezaba a ser tomada intempestivamente, deseducadamente, por negros impertinentes que se mandaban solos—, comienzan a surgir jóvenes creídos de sí mismos que, sin pedir autorización a nadie, empiezan a esculpir una cara distinta del estabilizado engranaje del consorcio discográfico, que inicia su producción de long plays hacia finales de los cuarenta del siglo XX, de modo que ni una década tenían los empresarios de la música dominando el mercado con sus decisiones e inducciones sonoras cuando arribaron los jóvenes tratando o intentando dirigir sus propias composiciones, asunto que no se acostumbraba en dichas compañías para no romper los moldes recientemente establecidos (¡la fecha oficial que se da como mero inicio de la presentación de un disco LP a la prensa es el 31 de agosto de 1951!).

Si bien la invención del fonógrafo de Thomas Alva Edison data de 1878 y del gramófono de Berliner de 1901, el proceso de la grabación con su reproducción masiva en acetatos no se logra sino hasta casi cuatro décadas después. Los elepés reinan hasta la aparición de los compactos hacia mediados de los ochenta (aunque el retorno del elepé en el siglo XXI ha cautivado a los coleccionistas juveniles que se han volcado sobre ellos en detrimento del pobre compacto, en vías de extinción, si bien esta es otra historia).

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En un país todavía anclado en las premisas del racismo y el oscurantismo, tuvieron que ser precisamente los negros los que vinieran a otorgarle, válgase la apreciación, un color asombroso a la música: Estados Unidos aún cree que los negros son seres inferiores por su desacreditada piel, pese a haber tenido ya a un presidente negro: Barack Obama, sin duda el mejor estadista que ha dado la nación norteamericana después de Abraham Lincoln y de Benjamin Franklin, aunque con el arribo de Donald Trump a la presidencia de la República ese país haya vuelto a su normalidad de odio y discriminación hacia los otros que no pertenecen a la sagrada tierra anglosajona: durante la campaña de Trump, por ejemplo, sus millones de simpatizantes afirmaban que Obama nunca debió de haber salido de su “jaula”, en una expresión denigrante y bochornosa que corrobora, nada más, el lamentable estado de los derechos humanos que posee mayormente el territorio de las barras y las estrellas, caído en desgracia por cuatro largos años que, para su fortuna, han finalizado no sin sus graves secuelas… si bien esta es otra historia.

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Por eso, porque entonces el negro era negado, Alan Freed buscaba contemplar con otros ojos esa negativa apreciación sobre la música creada por los asombrosos hombres y mujeres de piel oscura.

Desde su pequeña cabina radiofónica programa, Freed, los discos independientes de estos alocados negros que han tomado la delantera en el vertiginoso ritmo del blues. Tiene diferencias, por supuesto, con el dueño de la emisora pero éste no es ningún tonto: se ha percatado de que su audiencia ha crecido considerablemente.

Blanqueando el asunto tal vez las cosas irían por otro camino. Desde que Alan Freed, autodenominado Moondog, llamara rock and roll al negro rhythm and blues, tomando el nombre de un viejo blues de 1922 regrabado en la posguerra por Big Joe Williams (“my babe she rocks me with a steady roll”), en efecto la cuestión tomó un rumbo muy distinto.

Con sus fiestas ambulantes, el blanco Freed instituyó los primeros conciertos masivos intercalando tanto a músicos negros como a blancos: él no apreciaba ninguna diferencia en la creación musical. En tan sólo tres años por fin Estados Unidos, carente de ella, poseía una música vernácula: el rock and roll.

Los artistas como Frank Sinatra, aunque de portentosa voz, no eran sino la efigie misma de la convencionalidad. Elvis Presley, a su lado, era un mocoso travieso que movía mórbidamente la pelvis ante el arrobamiento del nuevo público. Vamos, Sinatra era incapaz de mover las piernas: cuando cantaba, lo único que se movía de su cuerpo era su nuez de Adán por obvia maquinación gutural.

Mientras Freed comenzaba a ser reprimido por armar sus bailes negroides, en los cuales la espontaneidad era el rito imprevisto, las nacientes casas de discos empezaban, astutamente, a moldear a sus futuras figuras que inaugurarían estrellatos imprevistos, histerias colectivas, entregas incondicionales, seguimientos fanatizados.

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Y ahí estaba un Elvis dispuesto a obedecer los mandamientos empresariales a cambio de miles de dólares en el bolsillo momentos antes de abrir la boca en los foros. Los blancos inundaron la escena discográfica. Mientras Alan Freed era humillado y hecho a un lado del sorpresivo movimiento roquero que él comenzara (hasta su esposa lo abandonó porque no entendía su imprudente terquedad negroide y murió Freed, en 1965, a sus 43 años de edad, en la más honda pobreza y olvidado por todos), las disqueras se trazaban todo un disciplinado programa de dosificación musical al echar por delante a un puñado de sumisos pero correctos cantantes adecentados en la próspera nación estadounidense.

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Pero los años sesenta fueron indomables. Estados Unidos no podía creer que sus propios hijos estuvieran en su contra, mas la facinerosa intervención guerrera en Vietnam y aquel innombrado asesinato de Martin Luther King el 4 de abril de 1968 (a sus 39 años de edad) habían calado muy hondo en las insumisas visiones de la “nueva” juventud. La alivianada conjunción de ideas hippies (comunistas en la tierra de la propiedad privada y pacifistas en las zonas naturales de la violencia) y yippies (radicales con cierta dosis de conciencia política de izquierda) consolidó el desconocido campo de la refutación.

El 68 no fue en vano.

Jóvenes músicos, sin el permiso de nadie, salieron a los escenarios para gritar sus inquietudes y las miserias del mundo donde les tocara vivir. Mientras Jimi Hendrix con su guitarra revolucionaba los sonidos electrificados del rock, Jim Morrison alteraba con las palabras el orden público. Por un momento, por un periodo imprecisamente prodigioso, el rock se convirtió en un instrumento de dominación ciertamente juvenil. De ahí que esta música adquiriese un significado entonces insólito en el mercado estadounidense: el de la rebeldía, el de la impugnación, el de la refutación. Los roqueros podían ser dueños de sí mismos, trastocando los mandatos empresariales. Morrison injuriaba shakesperianamente y se le concedía un significativo respeto. Elvis Presley, delante de esta nueva y sorprendente generación, era un afable mayordomo al servicio de los poderes instituidos: sí, el mozalbete cantaba como un querubín, pero le faltaba congruencia artística. El rock se vendía en los supermercados, pero había abismales diferencias entre sus productos. No todos estaban etiquetados con la misma vergonzosa clasificación de la dependencia empresarial.

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Ni siquiera pudo mirar, Alan Freed, la revuelta del 68, ni —creo— pudo imaginar el apresurado desarrollo de la música que él impulsara con vigor inquietante programando piezas negras que en aquel momento jamás hubieran alcanzado la difusión que obtuvieron a manos de un melómano con inclinaciones diferentes al gusto común: sus posteriores parties musicales lograron lo inimaginable al convocar a un público dispuesto a bailar una música que se oponía al racismo imperante de aquellos días.

Alan Freed, musicalmente, consiguió lo prácticamente imposible al acercar el rhythm and blues a la masa. Y pese al gran mérito, hoy casi nadie sabe quién es Alan Freed.

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