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La dama dictadora de los olvidos

La dama dictadora de los olvidos / 120 poetas hablan de la muerte es el libro más reciente de Víctor Roura, su sexagésimo libro, acaso el duodécimo dedicado a la poética, mismo que será exhibido en la nuevamente abierta Feria Internacional del Libro del Zócalo, inaugurada ayer en la Plaza de la Constitución de la Ciudad de México. Ediciones del Lirio es la encargada de producirlo, casa editora que permanece en esta fiesta del libro cuyo estand es el número 81. Reproducimos, con la debida autorización de Ediciones del Lirio, el prólogo de dicho libro y, en seguida, las primeras 20 (de un total de 191) cuartetas dodecafónicas.


Prólogo
La muerte es nuestro destino inesquivable
I
Durante el confinamiento, mi cabeza
anduvo girando en torno a los asuntos
mortuorios a causa del coronavirus.
De ahí que, tras valorar una veintena
de cuartetas escritas hace una década
sobre la Muerte, decidí volver a
ellas para continuar reflexionando
acerca de esta ausencia temida y pródiga
en mil recuerdos. La epidemia mundial
nos ha afectado en lo íntimo: no bastaban
los crímenes cotidianos, la violencia
diaria, las arteras politiquerías,
las envidias, las perpetuas mezquindades,
la discriminación, la miseria, el odio…
Ahora, la presencia de una enfermedad
nueva venía a aniquilarnos: la muerte
por la cercanía corporal es algo
(era algo) desconocido, por lo menos
en un siglo habitando esta Tierra nuestra.

II
Este libro es, por supuesto, interminable.
Porque sólo he recurrido a un centenar
de poetas de habla castellana, que es un
número mínimo a su real existencia,
los que con sus versos me han iluminado,
aún más, las cavilaciones en torno
a la desaparición de las personas.
Efectivamente, el paso por el mundo
es demasiado pequeño como para
todavía instalarnos en el fastidio
y la abrumadora persistencia de
la maldad. La pandemia nos ha cambiado,
nos va a cambiar, la perspectiva del mundo.
Y también, acaso, de nosotros mismos.

III
Cuento ciento veinte decires de poetas
de habla hispana que suman un total de
ciento noventa y un cuartetas que a su vez
dan setecientos sesenta y cuatro versos
dodecasílabos rimados en pares,
a veces los cuatro con terminación
semejante, lo que me dio pie para una
exhaustiva cavilación de los hechos.
Varias cuartetas son reflexiones mías:
apuros, impulsos o reparaciones,
angustias, inquietudes, colapsos, rabias,
reclamos, incomodidades, resuellos,
aversiones, afectos o afectaciones.
La Muerte es nuestro destino inesquivable.

 

oOo

1
Es la Muerte una palabra sorda, opaca,
que se mueve en sigilo, sin alharaca;
está aquí, a nuestro lado, inmóvil, sonriente,
a los destinos clavándoles su diente.

2
Contra el “silencioso estruendo del olvido”,
dice Pacheco, se alzará —como nido
cálido, austero— la “llama que calcina”,
memoria en esquirlas, muerta en muerte fina.

3
Dicen que se disfraza de impar Catrina,
con su hoz como bandera, ¡dulce anodina!,
que pesca a hombres dóciles con la red tosca
fingiendo no matar a ninguna mosca.

4
Mientras duerme al viento, la poeta Dolores
Castro dice que “tiempo habrá de morir”.
Cuento hasta tres para pintar en colores
la muerte que me viene antes de dormir.

5
La he tocado y, en efecto, es muy fría, helada,
como la frente de una quimérica hada.
No debería tener nombre la Muerte,
sino llamarla Adictiva o Aciaga Suerte.

6
Escribió don Efraín Huerta que un grito
más “un rayo de sol” son, ambos, el alma.
Si la muerte, como refinado rito,
es eco y quietud, irme quiero ya en calma.

7
Se lleva huellas, cánticos, miradas, rezos,
recuerdos, juramentos y urgidos besos.
Se van los que se mueren con sus olvidos
a la tierra de nadie, a impúberes nidos.

8
“La sangre es gemela de la soledad”,
dice Ricardo Castillo en baja voz.
Para con la Muerte no tener piedad,
el versador se oculta detrás de la hoz.

9
Ahora, la Muerte es noticia cotidiana.
Siembra aquí y allá sus horrores, como hermana
de la agria, impiadosa y áspera Indiferencia,
socia de la árida y excesiva Querencia.

10
“Yo digo he muerto otra vez”, dice Sampedro,
y con el poeta quisiera yo decirlo
también: he muerto otra vez, mil veces mirlo,
muero de nuevo en las puertas de San Pedro.

11
“Si muero”, escribió Federico García
Lorca, “dejad el balcón abierto”. Hacía
demasiado calor cuando, ya dormido,
en la casa abierta entró pronto el olvido.

12
Cuando lo talare “el hacha de la muerte”,
se vendría “abajo el firmamento”. Inerte,
Juan Ramón Jiménez sabía del cáustico
rito del narcisismo indómito y acústico.

13
¿Tendrá “ojos inusitados de sulfato
de cobre” la Muerte, como dice López
Velarde de su novia? ¿No el brioso pez
muere por su boca, extraviado su olfato?

14
“Ni aire, ni fuego, ni agua”, dice Neruda,
“sino sólo tierra seremos”. ¿Ayuda
pensar que en “amarillas flores” mudamos
al morir? ¿En qué jardín humano aramos?

15
A la casa del poeta llega, borracha,
la Muerte, pero no abre Nicanor Parra.
La Parca. “Ando buscando una oveja guacha”.
Pero el poeta no hace caso: anda en la farra.

16
“Campanas muertas sepultadas”, recita
Vallejo, “como almas de bardos” en “sueño
solitario”. La austera Parca dormita:
nadie la molesta en su triunfante empeño.

17
¿No serás, Muerte, en mi vida —se pregunta
Villaurrutia— el fuego y el polvo y el agua y el viento?
Es también, digo, dolor y pensamiento,
sobrada razón de pánico en la yunta.

18
“Pasas tú, sombra eterna”, dice Cernuda,
“con un dedo en los labios”, ¡ay!, taciturna,
acaso fuego, seguramente muda,
“como una blanca rosa”, quizá nocturna.

19
“¿Por qué me miras y tiemblas?”, preguntaba
Manuel Acuña, ¿por qué el susto?, “¿tú sabes
quién es el muerto?” ¿Es alguien a quien yo amaba,
que contaba nubes para atrapar aves?

20
“Cuando me vaya para siempre”, pedía
Amado Nervo, “entierra con mis despojos
tu pasión ferviente”. Cierra ya mis ojos,
querida, que por ti muero día a día.

 

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