Donde los caminos conducen a ningún lado
Fue el 11 de septiembre de 1971 cuando se celebró a unos kilómetros de Valle de Bravo, en el Estado de México, el festival que marcaría un antes y un después en la música de nuestro país: el Festival Rock y Ruedas de Avándaro (conocido como Festival de Avándaro o simplemente Avándaro). Con el sangriento Tlatelolco de 1968 y el Halconazo de 1971 en la memoria, todo parecía indicar que no iba a ser un festival de música cualquiera. Y no lo fue. Víctor Roura, testigo presencial de aquella reunión (sobre todo juvenil), lo recuerda en estas líneas…
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Ya en 1970 el rock retornaba por toda la ciudad y los nuevos grupos se introducían a las disqueras y sus canciones volvían a ser programadas en la radio. Se abrieron espacios en las estaciones comerciales e incluso en la televisión, medio electrónico que ya empezaba a imponer la “música de masas” para diferenciarla, por lo menos en su táctica mercadológica, de la “música popular”, de esa que no depende de su persistente difusión para entrar de lleno en las sensibilidades de la población, porque si bien teóricos contemporáneos, como Todd Gitlin, insisten en señalar que la tecnología —que ha hecho de Estados Unidos un “imperio de la cultura feliz” — ha conformado, a partir de los sesenta, una cultura señaladamente distinta de la denominada popular, el rock, sin necesidad del apoyo logístico de la televisión —por lo menos en un principio en las sociedades anglosajonas—, ya había prefigurado una “música masiva” debido a sus festivales multitudinarios, que quiero pensar que es muy diferente a esa “música de masas” —¿distracción fugaz?— impuesta por los ejecutivos del entretenimiento casero que sólo han logrado crear un gran vacío, o en todo caso una desnuda identidad, en las “músicas populares” del mundo hasta llegar a globalizarlas con severidad —hoy ya no se sabe si este rock proviene de Dinamarca o de Irlanda, de Colombia o de Paraguay, de Francia o de Italia, de Asia o de Israel: la “globalización” también ha inundado el mercado de la música.
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Volviendo a los setenta, las revistas dedicadas exclusivamente al rock comenzaron a proliferar, pero ninguna de ellas estaba bien informada y sus redactores, bajo el endeble esquema de la improvisación, inventaron un lenguaje vacilante, confuso, indeciso, vago, indeterminado. Entre la reacción (Víctor Blanco Labra) y la mentira de la Onda (Carlos Baca), las revistas se perdían en la “información desinformadora”. Se exaltaba lo promovido por las disqueras, y dos o tres alivianes evasivos. Encontrarnos en la revista Pop, del 29 de noviembre de 1968, una nota de Luis Guillermo Piazza:
“Acabamos de leer la interesante noticia de que por los desiertos de Arizona están filmando una película maravillosa que se llama La luna pretenciosa. O algo así, y que allí figuran como estelares Gregory Peck y Eva Marie Saint, y les ha resultado muy difícil a los productores y directores encontrar indios con cabellera larga, y así al niño apache de diez años elegido para un papel principal le han tenido que colocar una vistosa peluca formada con pelos de hippies de San Francisco que a su vez provienen de familias de clase media en donde los padres se oponen rotundamente a tales exhibicionismos capilares y hasta a veces logran con sendas tijeras despojar a sus hijos de tanto pelo, con el cual a su vez se vienen constituyendo pelucas como las susodichas que sirven posteriormente para ponerles pelucas a los indios, al menos en el cine, con lo que se produce una vez más un claro ejemplo de lo que se ha dado en llamar el Mito del Eterno Retorno que alguna vez tendremos que explicar con más detalle, aunque somos enemigos de las explicaciones y entendemos que los jóvenes deben entender por sí solos y seguir desconfiando de los mayores de treinta años, entre los cuales nos encontramos nosotros que así nos hemos puesto a divagar en torno al pelo y a las modas y a las contradicciones históricas de este género menor que bien representa al género mayor”.
[Luis Guillermo Piazza, el famoso autor de La Mafia, libro publicado en 1967 que denunciara los métodos y las mezquindades del grupo cultural encabezado por Fernando Benítez, contaba con 46 años de edad en el momento de escribir el anterior artículo, ya aposentado en México desde 1952, a sus 30 años de edad, siendo originario de Argentina, falleció en 2007 a sus 85 años en la Ciudad de México.]3
De pelos. El asunto era hablar de pelos.
En 1969 fue suspendida, arbitrariamente, la obra teatral Hair en Acapulco.
Mientras los primeros rocanroleros ya gozaban de su fama orientados por los empresarios de la televisión (¿cuándo un Enrique Guzmán o un César Costa o un Johnny Laboriel, a la sazón espontáneos cómicos de la pantalla casera, grabaron un disco digno de sus alturas como ídolos juveniles?), esta segunda hornada, aparentemente conformada por espectadores tardíos del Woodstock neoyorquino, se disfrazaba de turistas angelinos para hacer de la impostación una aventura teatral distanciada de la realidad nacional. Los músicos hablaban en inglés, cantaban en inglés, insultaban en inglés, dormían en inglés.
Huautla era su centro de convivencia.
Pero “la represión se dejó sentir —dice Enrique Marroquín en su libro La contracultura como protesta (Joaquín Mortiz, 1975)—. Las oligarquías se alarmaron al enterarse de que sus hijos se habían ido a drogar a aquel lugar, Huautla. Enviaron a los federales. Deportaron a los extranjeros y bajaron a cerca de 200 xipitecas. Quedó orden de aprehensión para cualquier muchacho que circulara por ahí; también se ordenó que en la cárcel se les cortase el cabello y se les pusiese a trabajar. Entonces la cárcel de Teotitlán se volvió un lugar turístico”.
Marroquín también recuerda la violencia policíaca poco después de sucedido el tlatelolcazo. Muchos jóvenes se habían reunido en el Parque Hundido, que “todavía no se convertía en parque arqueológico, y se pensaba entonces en él para sede xipiteca, algo así como el English Garden de Munich o, por lo menos, lo que sería un poco más tarde la Glorieta de Insurgentes”. Cuenta Marroquín que lograron congregarse poco menos de “dos centenares de niños de las flores”, pero “apareció la tira, con gran despliegue de fuerza, y rodeó al grupo con la orden de dispersión… Gurús y ordenadores convencieron a la policía de que antes de retirarse los dejaran juntar la basura, para lo cual ya se iba preparado con grandes sacos. La petición dejó un poco desconcertados a los guardianes del orden, y accedieron. Unos chavos se pusieron entonces a regalar flores a los tiras, que decididamente ya no sabían qué hacer… Poco a poco volvieron a congregarse desfilando por Insurgentes dando flores a los automovilistas y cantando. Pudieron llegar hasta el Monumento de la Independencia, donde los atacó un pelotón de granaderos, esta vez usando la fuerza”.
Desde entonces, aunque la historia ya lo ha olvidado, el rock y los roqueros sufrieron un sinfín de vejaciones, todas ellas impunes.
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Llegó el Festival de Avándaro (que en un principio sería también una carrera automovilística), el 11 de septiembre de 1971.
Hace ya medio siglo.
Los encabezados de los periódicos de aquellas fechas:
“No hubo carrera de autos, fue de… ¡motos!”,
“108 mil jóvenes drogadictos: Hank acusa a los explotadores de la bacanal de Avándaro”,
“Música y jipis en Avándaro”,
“Empiezan la censura y la autocensura en radio, televisión, cine y discos”,
“Avándaro, cuna y sepultura de manifestaciones juveniles”,
“Una invasión de hippies en Toluca por el festival de rock y ruedas”,
“Lo sucedido en Avándaro es lamentable: Moya Palencia; sin embargo, ello demostró que existe un clima de libertad”,
“Reconoce el procurador que hubo delitos en Avándaro”,
“Basura: ¡Avándaro!… ¡Paz y amor!… Mari… Mar¡… Mariguana”,
“Los organizadores del festival de Avándaro serán citados a declarar”.
La revista Por Qué, del 30 de septiembre de 1971, señala: “Para contrarrestar la creciente influencia de una generación que ha despertado a la vida social, política y económica desde el inicio del movimiento estudiantil y popular y desprestigiarla ante los ojos de los ciudadanos y el mundo, diversos grupos oficiales y financieros se coligaron para realizar el aquelarre de Avándaro, evento pop celebrado a partir del día 9 de septiembre, cuya culminación y término ocurrió el domingo 12 de este 1971”.
Como entonces era inexistente el periodismo cultural (y los hacedores de suplementos culturales, demasiado cultos, mejor hablaban de sí mismos), esta “asamblea” juvenil pasó prácticamente inadvertida en el registro de la cultura mexicana. Humberto Musacchio, entonces coordinador de una página cultural en El Universal, cuenta en el libro La pluma y el lapicero (Conaculta / Centro Cultural Tijuana, 1998) que, para su sorpresa, la plana donde notificaban el asunto de Avándaro “no apareció el martes, ni el miércoles, ni el jueves, ni después. Sólo había una versión publicable sobre Avándaro y ésa era la que dictaba el gobierno de Luis Echeverría, quien después de la matanza del 10 de junio, en busca de una coartada, estaba muy interesado en demostrar que los jóvenes no eran dignos de confianza o que conformaban una generación perdida en la depravación del rock, el sexo y las drogas”.
A excepción de la volátil publicación Piedra Rodante, que dirigió Manuel Aceves —porque habría que ignorar, de plano, los inútiles fanzines que editaban por decenas en la ciudad de México diversos “periodistas” sin el menor conocimiento del periodismo—, ninguna otra revista o periódico analizó con rigor este primer, y único, acto masivo del rock local. Los diarios sólo se ocuparon, moralistamente, de culpar a los políticos que permitieron tal barbarie sin considerar el hecho sociológico. Las secciones de espectáculos, dedicadas al culto de los artistas políticamente correctos, simplemente ignoraron a los roqueros.
Desde la aparición de la revista española ¡Hola! en 1944, el negocio del espectáculo fue definido por redactores sin escrúpulos, fanatizados, chismosos, verborreicos, acríticos, ingenuos… con la mira puesta en sus consolidaciones sociales: la vida en rosa, créase o no, deja estupendos dividendos en la sociedad consumista.
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El encanto, con este festival improvisado en el Estado de México, volvió a romperse.
El libro Avándaro, ¿aliviane o movida? (Extemporáneos, octubre de 1971) recoge opiniones de la gente que asistió a Valle de Bravo: “Vine al festival porque me gusta la música, como una nueva experiencia. No creo que todos los que están aquí piensen igual. Hay diferencias: unos agarran más su onda, su patín; otros no; unos van a salir decepcionados; otros tendrán ganas de volver… El régimen de Díaz Ordaz se caracterizó por la represión a la juventud y a cualquier movimiento de tipo juvenil; entonces, si ahora quieren abrir puertas, psss… ¡órale!, todos estamos dispuestos. El 10 de junio se reprimió la manifestación… y también durante el movimiento del 68 se reprimió, y nunca salieron ni el regente ni nadie”.
Los intelectuales vieron en Avándaro la buena onda del presidente Luis Echeverría Álvarez y viajaron alrededor del mundo con los gastos de un gobierno que no quería tener en contra a los cultos escritores. El rock, pues, volvía a ser usado como arma en contra de los propios jóvenes, ya que después del famoso festival de Avándaro el rock fue prohibido en la urbe y los roqueros vueltos a ser blanco de las infamias de las autoridades policíacas.
Unos meses antes del retiro de Echeverría Álvarez del poder presidencial, con su consentimiento el periódico Excélsior es escindido en su cúpula por presiones sindicalistas, el 8 de julio de 1976, y los intelectuales que habían sido cobijados por la palabra gubernamental se ven, de pronto, dispersos y sin espacios periodísticos.
Como los tristes roqueros, los intelectuales también pierden la brújula.
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Me veo en una larga, casi interminable, caminata. Al llegar a Avándaro, nadie está en su sitio. Van y vienen. Varios dormidos en el pasto. Se acercan dos adolescentes desnudos alzando con sus dedos la V de la victoria. Están pasadísimos. En el escenario se representa lamentablemente la puesta Tommy, de los Who. Nadie hace caso. La gente, innumerable, inabarcable con toda la mirada, no sabe qué hacer. Voy al lago. Parejas se bañan. Un hombre lava cuidadosamente el torso de su mujer. Una muchacha sale desnuda del agua. Radiante con su pelo negro.
La era de Acuario.
—¡Presta, mamita! —grita un anónimo.
Para algo debimos haber venido. Ya Roberto Muggiati, el teórico brasileño, había escrito su libro donde decía que el rock es sostenido por las grandes industrias transnacionales. Libertad bajo refresqueras. A un lado del almacén se levantan, gigantes, las esculturas de la Coca Cola y de Fanta. Las cervezas se acaban. Algunos policías reparten mariguana.
—Toma, hermano —me dice un joven con la mirada extraviada, como si acabara de encender la televisión.
Lo hago a un lado.
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Me veo en una larga, desordenada, caminata. Anochece. El rock comienza. Los grupos cantan en inglés. El sonido es débil. Mucha gente se quiere subir al entarimado. Se mueve peligrosamente el foro. Los conductores hablan en inglés. El sonido no se escucha. Empieza a llover. Todos levantan la V de la victoria. Estamos apretujados. Si uno se mueve, mueve a cien más. La lluvia arrecia. La gente busca refugio. Imposible. Se empujan, se divierten, risas, gritos, salgo del tumulto, camino, hace un frío apenas soportable, camino, el rock no se escucha, se va la luz. La gente, instada por un animador, canta en inglés para que la lluvia se vaya, o se detenga. Who’ll stop the rain?
Camino. Tres hombres duermen desnudos en la yerba. El frío los va a matar, de seguro. Who’ll stop the rain? Me acurruco conmigo mismo.
Para algo debimos haber venido.
La lluvia agoniza. Vuelve la luz. Más rock marchito. En inglés. La sombra de Woodstock. La noche se acaba. Amanece. Los rostros, somnolientos. Pocas manos se agitan. La gente ya quiere irse. Emprende el camino de regreso a casa, incluso antes de que finalice Three Souls in my Mind. Camino. El Sol calienta los cuerpos. Seca la ropa. Aturde a los ebrios, dormita a los fumadores. Ya no hay refrescos, no hay comida, no hay transporte. Una mujer duerme, desnuda, cansada, agotada, sucio el cuerpo.
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El regreso. El inmenso campo es un basurero. Caminar de nuevo. Los zapatos con lodo. Ardua caminata. Los habitantes de Avándaro y sus derredores se ocultan. Cierran las tiendas, los restaurantes, sus casas. No hay dónde comer. No hay nada, sino la desolación. Un insomnio irrecuperable, fastidio, hartura.
Sin embargo, a pesar de los sudores, hay sonrisas. Pese a todo. Hay sonrisas. Paz y amor, brodercito. Una hilera de coches infinita.
Caminar.
Llegar a casa.
Sólo para saber que por televisión se dijo que en Avándaro se habían reunido muchachos para sufrir los estragos del tiempo y para resumir la inutilidad de la fuerza juvenil. El rock es un vicio, la cultura de la orgía y las drogas. Después, con el paso lento de los días, los espacios para el rock fueron cerrándose inexplicablemente. El locutor Félix Ruano Méndez, de Radio Juventud, la única estación que se atrevió a transmitir en vivo el festival de Avándaro, fue suspendido por haber transmitido, ¡en directo!, una mentada de madre del tecladista del grupo Peace and Love que sirvió para animar al público a corear una de sus canciones. Su castigo fue remitirlo a conducir una estación de música clásica.
Para algo fuimos a Avándaro, sí.
Para ser observados.
Los perros de Pavlov, mire, señor instructor, se mueven hacia la izquierda si usted les avienta un hueso hacia la izquierda. Las plantas, según científicos australianos, se marchitan si usted les pone el disco de Black Sabbath a fuerte volumen. Las ratas, maese de la agnóstica intemperie, corren en círculos si usted las atrapa en una caja de cristal.
Diviértase, noctámbulo infeliz, en las callejuelas de Garibaldi. Nomás no se descuide al salir. Puede ser sorprendido en su júbilo por jocosos tiras. Ría hasta la saciedad en el coto de su hogar. Si se va la luz, es mejor dormir. No salga usted. En su terreno probablemente nadie lo molestará. Fuera de él, aténgase a las consecuencias.
Adentro de Avándaro, los caminos eran transitables porque no iban hacia ningún lado. Fuera de Avándaro, conducían irreparablemente a los canales de televisión.
Que es, quizá, donde estaba cómodamente instalado el rock. Es decir, su carga anímica e ideológica. Porque de manera paradójica el rock encontraba —y aún encuentra hoy en la alegre era de los tiempos digitales— su conducta contestataria (con la cual creció de forma natural) en los videos, solamente. El rock, digerido por los emporios discográficos y el empresariado de la tecnología, ya no tiene sus atributos primigenios porque se fue, o se ha ido, convirtiendo en una mercancía con valor agregado. Y en México, de plano, se le ha matado para luego revivirlo comercialmente. Porque, contrariamente a la alegría anticipada de miles de jóvenes, mi posición respecto a los conciertos de rock es pesimista.
¿Porque ahora sí hay una apertura musical debido a las libertades otorgadas por la Internet?
Nada de eso. Sencillamente porque las autoridades se han percatado de que el fenómeno del rock, ideológicamente, está muerto —basta con mirar el alud de visitas (contadas mil millones hasta el pasado 31 de marzo) que ha obtenido en YouTube, por ejemplo, la banda surcoreana BTS para su canción “Dynamite”, una interpretación pop-roquera sin un ápice de innovadora creatividad, con evidentes influencias entre Michael Jackson y Back Street Boys, para percatarnos de que el consumismo ahora estriba en la compra de mercancías volátiles donde el rock es un aparato más del mercado, no una especie, ¡ay!, de resistencia social. Por lo tanto, los muertos no pueden resucitar, ni armar escándalos, ni organizar mítines, ni levantar subversiones.
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Ahora se escribe mucho, demasiado tal vez, acerca de la música de rock cuando precisamente este género, como fenómeno juvenil, ha sido irremisiblemente muerto en nuestra sociedad —¿o se preferirá decir, eufemísticamente, que ha sido, como los animales salvajes, adormecido en vida? Avándaro fue corolario, colofón, epílogo, telón de lo que pudo haber parecido el único movimiento (entendida la palabra como alteración, conmoción, actividad imprescindible, bullicio) de los roqueros mexicanos. Porque, cuando menos, en aquel periodo (que abarcó aproximadamente un lustro) los músicos si bien carecían de un discurso organizado, intuían que su lugar en el terreno de la cultura popular debía servir de algo. ¿Qué? Entre ellos las discusiones eran soporíferas. Nadie sabía para qué. Quizá para cambiar el orden instituido en las compañías (ortodoxas) disqueras. A lo mejor para hacer a un lado la falta de honestidad en el trabajo de la composición. Lo que sí era un hecho es que la inmensa mayoría de los roqueros (si no es que todos) lo único que deseaba muy dentro suyo era convertirse en una super star… ¡en un medio artístico que decide que para ser una “estrella” se debe ser antes una persona domesticada, sumisa, obediente! Porque al mediar los setenta, a nadie le quedó ganas de organizar nada. Los rocanroleros, entonces, comenzaron a buscar sus propios caminos de manera individual. Cada uno se entregó a cuanto trabajo le caía (al fin y al cabo, ni criterio profesional poseía) y uno que otro grupo se mantuvo a la expectativa, para oscurecerse finalmente o para permanecer voluntariamente al margen de las actividades musicales de catálogo (el caso del conjunto Enigma, conformado por los hermanos González Rodríguez, fue de una admirable clandestinidad roquera porque supo mantenerse en el hoyo fonqui como única fuente laboral). Avándaro no vino a acabar con el espíritu juvenil de los setenta, sólo acalló en definitiva a unos músicos que, se demostraría posteriormente, nada tenían que decir en aquellos tiempos de amor y paz. Tampoco, pienso, fue una estrategia del gobierno echeverrista para, después de la libertad, silenciar a los jóvenes. No creo que haya sido un plan bien trazado porque, sencillamente, descreo de la inteligencia de ese régimen. Acaso fue, y como esa no se ha vuelto a repetir, una represión/condena moral contra el rock. Antes y después de Avándaro, la costumbre contra los roqueros era una feroz represión (valga la redundancia) física. Avándaro simbolizó la represión moral. Porque luego del festival (“tomen para que se entretengan”) (“les dan libertad y la usan para drogarse”) (“nadie puede con ustedes ya que ni solos se saben cuidar”), la cultura juvenil (o lo que quedaba de ella, entonces) fue una palabra muerta.
El periodista Jorge Saldaña (1931-2014), luego del 11 de septiembre de 1971, efectuó en su programa televisivo Anatomías un examen de los sucesos ocurridos en Avándaro. Ahí ni Armando Molina ni Parménides García Saldaña pudieron hilar coherentemente una idea.
Nadie representaba a la juventud.
Ningún roquero sabía para qué se había realizado un masivo festival de rock.
Quizá sólo Jagger y Richards, de los Rolling Stones, tenían la única probable respuesta: “Es sólo rock and roll, pero nos gusta”.
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En Valle de Bravo se efectuaron, por una parte, la mayor manipulación vertida a nombre del rock ocurrida en México y, por la otra, la apertura que sirvió para cancelar en definitiva las razones ideológicas de una posible eclosión generacional basada en los fundamentos de la nueva izquierda que, entonces, transmitían no sólo los hippies y los poetas beat, sino incluso varios roqueros de encumbrado prestigio en Estados Unidos e Inglaterra. El Festival de Avándaro también puede visualizarse como una gran trampa de vaciladores en la cual cayeron innumerables ingenuos. Vaciladores, porque en ese momento tenían dominado el territorio del rock y, aprovechándose de una coyuntura política, quisieron sacarle utilidades a sus terrenos expropiados. E ingenuos, porque la incontable cantidad de jóvenes que asistió (se calcula incluso medio millón) lo hizo por el fervor del encanto de recuperar el Paraíso perdido que le prometía publicitariamente una contracultura desde las páginas de las innumerables y esnobistas revistas de rock. No en vano, después de la derrota juvenil que significó Avándaro, las publicaciones roqueras empezaron a caer por su propio e inconsistente peso (¿cuánto pesa, finalmente, una moda roquera?), a perder credibilidad, a disminuir linajes y a diluirse como la arena en el mar.
Al mediar los setenta, las revistas de rock comenzaron a no tener sentido porque el telón de la farsa había caído en la cabeza de los redactores, por lo general viciados y plagiarios apuntadores de la música. Como realmente nunca existió una prensa mexicana de rock, los editores —es decir, los dueños que costean las revistas— determinaban, por el peso de la inversión y no por el fin periodístico, cuándo cerrar o abrir sus publicaciones. Y al ver que, después de Avándaro, el entusiasmo por el rock había decaído, y el mismo rock pasaba a un segundo plano por la avalancha de la disco music (¡los propios Rolling Stones y Rod Stewart y los Sparks eran convencidos en sus compañías disqueras de incluir una o dos piezas de moda para las discotecas!), los editores daban por terminada su aventura roquera. Y si bien Piedra Rodante, con material del Rolling Stone estadounidense, finalizó por asuntos políticos (sobre todo por un reportaje sobre la matanza del jueves 10 de junio de Corpus de 1971 a manos de Luis Echeverría Álvarez), también es muy cierto que, pudiéndolo hacer, los hacedores de ese periódico en México se negaron a rehacer otra publicación justamente en el periodo en que se la necesitaba: su quehacer periodístico, si alguna vez verdadero, fue difuminado por temores políticos. La escena del rock fue dispersada. Y los vaciladores, los que armaron sin conciencia el Festival de Avándaro, continuaron clandestinamente haciendo negocitos turbios por aquí y por allá. Porque lo que hay que reconocer, sin duda, es que estos armadores del único festival mexicano masivo de rock, que tuvo mucho de festival y nada de rock, gustan efectivamente del rock pero equivocaron su lugar de nacimiento. Son adoradores del rock en inglés. ¿No en Avándaro, en algunos neblinosos pasajes, se dirigían en inglés al público creyendo estar en un Woodstock neoyorquino y no en un Avándaro toluqueño? El festival fue organizado en un momento propicio, ciertamente, pues la Presidencia de la República anhelaba demostrar su cambio de actitud hacia la juventud (sólo tres años habían pasado después de la masacre del 2 de octubre). ¿Y qué mejor para lograr dicho fin que un tácito acuerdo con los roqueros? ¿No fue ese tácito acuerdo un juego de manipulaciones viscerales? Por un lado, el gobierno sabía que el rock estaba prohibido en México, y si le daba vuelo a esa hilacha la respuesta de los medios masivos iba a ser exactamente tal cual fue: amarillismo y un honorable llamado de atención a los padres de familia para que jalaran las orejas de sus descarriados hijitos roqueros que fueron a Avándaro a pervertirse, drogarse, degenerarse, rebajarse y sexualizarse. Un fino juego maniptilatorio. Y, por otro lado, los organizadores, viéndose con las manos libres para armar su reventón, quisieron hacer su woodstockcito mexicano sin importarles ni su escasa experiencia (visible desde la colocación del entarimado donde tocaban los grupos, desde la distribución del sonido, que no se oía más allá de los cincuenta metros de distancia, y desde la ausencia de alimentos y transportación), ni su programa musical (no incluyeron, porque cobraban lo justo, a Javier Bátiz ni a Love Army, que simbolizaban, con mucho, el rock ya no mexicano sino hecho en México: el primero —convertido en cómico por Televicine luego de su descenso como roquero— por tratarse de una especie de leyenda nacional blusera y el segundo por haber sido el primer conjunto local en exponerse a grabar piezas en español, mientras todos los demás lo hacían en inglés), ni su corta visión ideológica del rock (dirigiendo, desde el estrado, a un público confundido, friolento y hambriento con signos importados: cuando cayó la lluvia, Armando Molina empezó a cantar en inglés para ahuyentar el agua caída del cielo, tal como se hiciera en Woodstock). Mientras el gobierno, con una apertura que era una cancelación, manipulaba un acto roquero, los organizadores a su vez manipulaban a una juventud ya desencantada, en ese preciso momento, del Paraíso prometido. ¿El peace and love de la nueva generación no era sino un terregal pantanoso, un aguacero indetenible, una sed desértica, hombres y mujeres desnudos que se paseaban pasadísimos, una música que nadie entendía, una multitud extraviada? El Festival de Avándaro quiso ser la fiesta roquera de un México que no sabía, y aún no sabe, con qué diablos se arma un buen rock porque, históricamente, desde su principio el rock simple y esencialmente ha sido una materia de manipulación en México (el rock, hay que recordar, desde su nacimiento fue adoptado por la televisión). A pesar de algunos excepcionales roqueros, que entienden de libertades de expresión y de criterios éticos de la individualidad, la mayoría de los exponentes de este género musical en México no tiene la menor idea del significado que un día tuvo el rock. Hoy, como ayer también, alguien es capaz de tocar rock porque posee habilidades para dominar una batería o una guitarra, pero la cabeza la tiene completamente hueca. El rock es de postín, entonces. Como lo fue en Avándaro. Como lo es en realidad la música fabricada por la poderosa industria discográfica. No importa qué ideas provengan de la música, sino la publicidad que reciba quien la interprete. El rock en general se ha prestado a este servicio de la mercadotecnia lucrativa, que simbolizaría, después de todo, el fin del siglo XX.
Décadas después de realizado aquel Festival de Avándaro, México por lo menos, a partir de 1991 (hace justo treinta años, cuando el salinato conjuró esta prohibición autorizando, por fin, los conciertos masivos de rock permitiendo al empresariado, vía la neoliberalidad mercantil, enriquecerse con las necesidades musicales de la juventud), empezó a conocer un poco lo que es el rock en su contexto riguroso en manos de quienes lo dominan con amplitud: Pink Floyd, Peter Gabriel, Lou Reed, Yes, Emerson Lake & Palmer, Paul Simon, David Bowie, Rolling Stones, Robert Plant, Jethro Tull, ZZ Top, Sting… porque ni pensar en volver a armar otro reventoncito como el de Valle de Bravo: no hay motivos celebratorios ni grupos mexicanos para completar un buen cartel. Aunque, sí, Televisa podría organizar cualquier festivalito con cualquier cartel en algún bosque virgen y convocar, con facilidad, a millones de jóvenes deslumbrados por las luces de sus pantallas caseras…
Lo mejor que se ha publicado sobre el festival, y lamentablemente de lo muy poco, con calidad, que leeremos .
Críticos, articulistas, ensayistas; deben aspirar a la condición de Victor Roura.
Gracias, por esta impecable colaboración.
Un fuerte abrazo y toda mi admiración a Usted Don Victor, desde los limites del desierto Sonora Arizona.
Excelente ensayo, maestro Roura.