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“El tren va por la vía como aguinaldo de juguetería”

Hace cien años, el 19 de junio de 1921, fallecía el poeta zacatecano Ramón López Velarde. Murió en plena juventud, dejando una obra breve pero extraordinariamente original. Considerado “el poeta nacional”, Ramón López Velarde tuvo una vida austera y fue un ferviente militante católico. Eso sí: su obra se encuentra prácticamente inmersa en la Revolución mexicana. Además, en sus versos hay despedidas a la amada, confesiones culpables y elegantes muestras de despecho. Hacia el final de su vida publicó un ensayo titulado “Novedad de la patria”, que le serviría para desarrollar su poema más famoso: “La suave patria”. Aquí recordamos al gran poeta mexicano…


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Murió en la Ciudad de México hace 100 años, el 19 de junio de 1921, cuatro días después de haber cumplido 33 años de edad. Su nombre: Ramón López Velarde, acaso el mejor poeta que ha dado nuestro país.

Acaso.

2

Las cosas que uno se encuentra luego de ciertas básicas lecturas de autores fundamentales de la literatura mexicana. En El son del corazón (1932, libro póstumo, que el Conaculta y Planeta reeditaron en 2002 en la colección “Ronda de Clásicos Mexicanos”, dirigida por Antonio Saborit), que contiene 17 poemas fechados entre 1919 y 1921, el zacatecano Ramón López Velarde exhibe su perfección escritural:

          Si yo jamás hubiera salido de mi vida,
          con una santa esposa tendría el refrigerio
          de conocer el mundo por un solo hemisferio.

          Tendría, entre corceles y aperos de labranza,
          a Ella como octava bienaventuranza.

          Quizá tuviera dos hijos, y los tendría
          sin un remordimiento ni una cobardía.

          Quizás serían huérfanos, y, cuidándolos yo,
          el niño iría de luto, pero la niña no.

          ¿No me hubieras vivido, tú, que fuiste una aurora,
          una granada virgen de virginales gajos,
          una devota de María Auxiliadora
          y un misterio exquisito con los párpados bajos?
          Hacia tu pie, hermosura y alimento del día,
          recién nacidos, piando y piando de hambre
          rodaran los pollitos, como esferas de estambre.

          Quiero otra vez mis campos, mi villa y mi caballo
          que en el sol y en la lluvia lanza a mitad del viaje
          su relincho, penacho gozoso del paisaje.

          Corazón que en fatigas de vivir vas a nado
          y que estás florecido, como está la cadera
          de Venus, y ceniciento cual la madera
          en que grabó su puño de ánima el condenado:
          tu tarde será simple, de ejemplar feligrés
          absorto en el perfume de hogareños panqués
          y que en la resolana se santigua a las tres.

          Corazón: te reservo el mullido descanso
          de la coqueta villa en que el señor mi abuelo
          contaba las cosechas con su pluma de ganso.

          La moza me dirá con su voz de alfeñique
          marchándose al rosario, que le abrace la falda
          ampulosa, al sonar el último repique.

          Luego resbalaré por las frutales tapias
          en recuerdo fantástico de mis yertas prosapias.

          Y si la villa, enfrente de la jocosa luna,
          me reclama la pérdida de aquel bien que me dio,
          sólo podré jurarle que con otra fortuna
          el niño iría de luto, pero la niña no.

3

Sin embargo, después de estos ilustres versos, y supuestamente para revelarnos las delicias del poeta, el volumen incluye cinco textos, elaborados por Djed Bórquez, Genaro Fernández McGregor, Rafael Cuevas, Xavier Villaurrutia y Concha Álvarez, para contextualizar el trabajo del escritor prontamente fallecido de una pulmonía fulminante.

Y aquí pescamos un descuido, imperdonable, de Saborit, quien apunta que López Velarde murió el 19 de diciembre de 1921, cuando en realidad murió, sí, ese mismo día pero de junio de ese año; es decir, cuatro días después de haber cumplido el poeta 33 años, y no seis meses después, como nos lo quiere inexplicablemente hacer creer el siempre bien informado Saborit.

De alguna manera, Concha Álvarez nos lo hacía ver, sin precisar los números, en su texto que cierra esta edición: “En muchos meses no volví a saber de Ramón López Velarde y una espléndida mañana de los primeros días del mes de junio de 1921 me lo encontré en la Avenida Madero, se detuvo a saludarme con su cordialidad habitual y le dije que estaba muy sentida con él porque no me había ido a visitar en la ausencia de Palma.

“—Tiene usted mucha razón, Conchita, me he portado muy mal, es que he tenido muchas ocupaciones; pero la semana que entra sin falta voy a visitarla.

“Marcó la fecha y nos quedamos platicando otro poco. Más que mi charla, él atendía al desfile de mujeres hermosas que a esa hora pasaban por Madero. Para todas tenía un elogio:

“—¿Vio usted qué ojos tan hermosos?

“Y:

“—Esa otra de silueta tan fina…

“Y:

“—¿Aquella maravillosa apiñonada?

“Yo me reía de su entusiasmo por todas. Me despedí recordándole que tenía que ir a cenar a mi casa a la siguiente semana. Lo prometió solemnemente y a mí me quedó la grata impresión de que cumpliría su promesa”.

A la semana siguiente, “el día señalado para su visita no existía ya el gran poeta y excelente amigo —dice Concha Álvarez—. Una pulmonía fulminante se lo llevó en unos cuantos días”.

4

Los versos son radiantes:

          Suave Patria: permite que te envuelva
          en la más honda música de selva
          con que me modelaste por entero
          al golpe cadencioso de las hachas,
          entre risas y gritos de muchachas
          y pájaros de oficio carpintero.

O aquellas otras líneas, magnífica:

          Suave Patria: tu casa todavía
          es tan grande que el tren va por la vía
          como aguinaldo de juguetería.

Versos impecables de un equilibrista que andaba sobre el hielo de la intelectualidad y el peladaje. Cómo no. Aunque, para fortuna del lector no dedicado a los malabarismos verbales, el poeta Víctor Manuel Mendiola editó, en su El Tucán de Virginia, en 2013, un hermoso libro dedicado, íntegramente —con traducción al inglés vertido por Jennifer Clement—, a “La suave Patria”, línea por línea, con estudios críticos de numerosos poetas, prosistas y críticos de renombre como Evodio Escalante, Juan José Arreola, José Luis Martínez, José Emilio Pacheco y Octavio Paz, entre otros. Acaso el libro definitivo sobre este monumental poema.

5

Djed Bórquez era en realidad Juan de Dios Bojórquez (1892-1967), revolucionario constitucionalista y secretario de Gobernación con los presidentes Abelardo L. Rodríguez y Lázaro Cárdenas, director de la revista literaria Crisol (1929-1938) y creador del Bloque de Obreros Intelectuales, fundado en 1922, el mismo que publicara, en 1932, el poemario póstumo del jerezano Ramón López Velarde, intitulado El son del corazón, que, en su versión facsimilar, editara en 2004 Señales, la compañía independiente dirigida por Magdalena González Gámez y por Rodrigo Farías Bárcenas, ambos convencidos por el cantor Óscar Chávez, quien les facilitara su valioso volumen, “salvado del marasmo en viejas librerías”.

Djed Bórquez, que también apoyara, como un inesperado mecenas, al pintor Fermín Revueltas (1903-1935), quien por cierto se había encargado de ilustrar, con nueve viñetas, los últimos 17 poemas del desaparecido vate zacatecano, apunta unas ligeras anécdotas sobre “el buen Ramón” que desmienten —vaya hondas paradojas escriturales— el texto de José Emilio Pacheco (redactado originariamente en 2001 para la revista Letras Libres, de Enrique Krauze) que los editores de Señales decidieron incorporar, junto con los artículos de Eduardo Lizalde y de Carla Zurián, en las páginas finales de este renacido poemario.

Djed Bórquez narra, pues, que, al leer la noticia de la muerte de Ramón López Velarde, se dirige a Chapultepec para acompañar a Álvaro Obregón, entonces presidente de la República, en su paseo matinal por el bosque.

—Ha muerto un gran poeta —dice al general.

Y le cuenta de López Velarde y le recita sus versos, “que impresionan al poeta que existía en Obregón”.

Al mediodía, en la Universidad, José Vasconcelos “llega alborozado”.

—¡Qué gran presidente tenemos! —dice el autor de la frase “Por mi raza hablará el espíritu” y del escudo de la Universidad Nacional Autónoma de México—. Acabo de hablarle de López Velarde y me recitó sus versos.

—Hágale suntuoso entierro, por cuenta del gobierno —había ordenado “el invencible manco”.

Ante la alegría del rector Vasconcelos, “yo sólo recordé —acota Djed Bórquez— las poesías lopezvelardescas que acababa de recitar y la formidable memoria del general Obregón”.

El texto de Bojórquez fue escrito en julio de 1932, tres meses antes de la aparición de El son del corazón. Por su parte, José Emilio Pacheco, 68 años y once meses después, en junio de 2001, dice que “el ser memorizable es una de las cualidades que hacen memorable” el poema “La suave Patria”. Es fama, dice, “que, al morir López Velarde, Vasconcelos fue al castillo de Chapultepec para conseguir que el gobierno pagara las exequias. Álvaro Obregón, uno de los rarísimos presidentes mexicanos aficionados a la poesía y discreto versificador él mismo, amaba a Vargas Vila y a Julio Flórez pero ignoraba quién era el muerto”. Vasconcelos, entonces, según Pacheco, le leyó “La suave Patria”. Y, “en su siguiente acuerdo ministerial, Obregón la recitó como si la hubiera estudiado mucho tiempo”.

¿Quién, pues, tiene la razón?

¿Bojórquez, que fue amigo de López Velarde y del oaxaqueño José Vasconcelos, y del propio general Obregón, o el estudioso José Emilio Pacheco, que no conoció a Obregón ni a López Velarde? ¿Por qué duda, o ignora, o de plano desdeña, la anécdota de Bojórquez, que está, ha estado siempre, en las primeras páginas de El son del corazón? ¿Por qué no creer que fue Bojórquez el causante del interés lopezvelardeano en Álvaro Obregón? ¿Por qué el empecinamiento en fincarle esa hermosa responsabilidad nada más a José Vasconcelos? ¿Porque éste, finalmente, con el tiempo ha opacado a Bojórquez, oscurecido por la intelectualidad modernista?

Con esta pequeña variación podemos observar con perfección aquello de que la historia no la escriben sino la acomodan los historiadores. ¿O es, o era, Djed Bórquez un mentiroso profesional, al grado de que los historiadores contemporáneos necesariamente tienen que omitir sus impresiones?

6

Pero hay quien sí cree en Bojórquez, y en el volumen de El son del corazón se aprecia la evidente contradicción editorial, no del todo ciertamente atribuible a los empeñosos hacedores de este bello y rejuvenecido volumen, mucho menos al cantor Óscar Chávez, el culpable directo del renacimiento del proyecto editorial. La cuestión, como siempre, tiene que ver con el respeto a los autores, no con el descuido [in]voluntario] de sus editores. Porque por algo incluyen el artículo de Carla Zurián, quien, y en su manuscrito lo advierte, deposita su confianza en el funcionario Bojórquez: “Hacia junio de 1932 —dice— se comenzó a promocionar en Crisol un poemario inédito de Ramón López Velarde intitulado El son del corazón. Más allá de una reunión de poemas dispersos en magazines, esta obra completó el periplo iniciado con La sangre devota y Zozobra. Al decir de Djed Bórquez, la edición saldó la deuda amistosa iniciada en 1917 y propició un inaplazable encuentro póstumo”.

Zurián es la encargada de hablar de la intervención de Fermín Revueltas (fallecido a los 34 años, un año más que López Velarde, los dos jóvenes, quizás en su madurez incipiente) en la obra póstuma del poeta zacatecano: “De los diecisiete poemas seleccionados, nueve fueron acompañados por ilustraciones de Revueltas. A la lírica vertiente de López Velarde siguió la musicalidad de aquél. Los trazos que se contonean sin agredir la silueta de las figuras, la volcadura de recuerdos expuesta y desprotegida que anida dentro del poema, la intranquilidad por reanudar u olvidar el camino de regreso al terruño, son apenas un puñado de matices tendidos entre pintor y poeta. Equilibradas sin perder su inocencia, las curvas a tinta negra (de un Revueltas comprometido con las imágenes de la juventud siempre recién ida) reposan y se quiebran: devienen anclas urgidas por partir; cruzan momentáneamente sobre piernas, caderas y vientres; yacen en la soltería agonizante, en la ‘grupa bisiesta de Zoraida’. Mientras tanto, otras formas se dibujan como caseríos acompasados, reinos inmóviles a la zaga de una tormenta de abandono, de retirada ante los altares y campanarios que permanecerán en la villa”.

Pero, “más allá de estas dos constantes”: la pasión y la partida, dice Zurián que hay una tercera vertiente “que cautivaría por igual a ambos creadores: el sortilegio del murmullo urbano”. Sin embargo, ¿no están por sobre esos murmullos las resonancias de la bella provincia mexicana?

          Tu barro suena a plata, y en tu puño,
          su sonora miseria es alcancía;
          y por las madrugadas del terruño,
          en calles como espejos, se vacía
          el santo olor de la panadería.

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