Relatario

La fábula de las dos tortugas

30 de abril, Día del Niño en México. Un cuento para los pequeños y pequeñas.


A Ana Sofía, cuando era niña

Hace mucho tiempo, en una lejana isla, existió una comunidad de tortugas distinguida por su alto nivel educativo. Si bien es sabido que la tortuga es uno de los animales más inteligentes sobre la Tierra, esta característica suele pasar desapercibida, ya que la tortuga es, a la vez, el animal más tímido que uno se pueda imaginar. Difícilmente, una tortuga se atreverá a mostrar sus habilidades frente a un ser humano, a menos que éste sea de su plena confianza y tenga la seguridad de que no utilizará los conocimientos mostrados para cuestiones indebidas. Si aquella comunidad de tortugas llegó a tener un desarrollo espiritual tan elevado, fue justo porque en sus cercanías no se encontraba ningún ser humano que pudiera enturbiar sus actividades cotidianas. Así llegaron a contar con grandes y sólidas instituciones culturales como nunca se ha visto a lo largo de la historia de las tortugas.

Pues bien, en esa misma comunidad de la que hablamos, vivió una pequeña tortuga llamada Domi. Igual que todas las pequeñas tortugas de la isla, Domi tenía que asistir a la escuela, sin falta, todas las mañanas. Sin embargo, a diferencia de todas las demás tortugas, a Domi le encantaba asistir a clases y oír las enseñanzas del viejo profesor Toribio, que era una de las tortugas más sabias de la comunidad. Sus padres nunca tuvieron que pelear con Domi para que ésta se levantara temprano y llegara puntual a la escuela. El gran amigo de Domi se llamaba Sam (en verdad, se llamaba Samuel, pero todos le decían Sam). A Domi le encantaba platicar con él y salir a jugar después de terminar las labores escolares. No obstante, había algo que no le gustaba de su amigo. Al igual que todas las otras pequeñas tortugas de la comunidad, a Sam le gustaba quitarse el caparazón después de salir de clases (cosa que las tortugas pueden hacer fácilmente si nadie las observa), subirse en él y deslizarse cuesta abajo (pues debe anotarse que la escuela estaba localizada en la cima de una colina). A Domi le repugnaba ese tipo de diversión. Tal como ella había aprendido de su maestro Toribio, el caparazón de una tortuga era su pertenencia más importante y de ninguna manera se debía jugar con él. Toda tortuga que se diera a respetar debía portar su caparazón con orgullo y dignidad. Por eso, a diferencia de todas las otras tortugas que salían corriendo de clases para quitarse el caparazón, subirse en él y hacer competencias de deslizamiento, Domi prefería caminar lentamente, como lo hacen las tortugas, y llegar a su casa más tarde que las demás. Su rechazo a esa costumbre era tan grande que una ocasión no resistió el enojo y acusó a sus compañeros con el maestro Toribio, el cual los reprendió con severidad.

Si bien, después de este suceso, las pequeñas tortugas no dejaron de realizar su actividad favorita, a partir de entonces tuvieron que hacerlo a escondidas, sobre todo para evitar que Domi las viera. Todos sus compañeros de clase le dejaron de hablar, e incluso Sam, su mejor amigo, se distanció notablemente de ella, aunque de vez en cuando aún le dirigía un saludo desde lejos. Evidentemente, Domi percibió el resultado de su acusación, pero como estaba segura de que había hecho lo correcto, fingía con orgullo que el silencio de sus compañeros no le afectaba en lo más mínimo.

Un día, el maestro Toribio llevó a todos sus alumnos a una excursión recreativa a las orillas del lago más grande de la isla. Todos estaban muy contentos porque sabían que después de un breve momento el maestro Toribio se recargaría sobre un árbol, como siempre lo hacía en aquellas ocasiones, y se quedaría dormido, gracias a lo cual podrían aprovechar la oportunidad para quitarse el caparazón, subirse en él y flotar en el agua como si se tratara de una lancha. Y así sucedió. Unos pocos minutos después de llegar a las orillas del lago, el maestro Toribio se sentó al lado de un árbol, se recargó en él y se quedó profundamente dormido. Todas las pequeñas tortugas, con excepción de Domi, corrieron a arrojarse al agua sobre su caparazón.

Esta vez, Domi no hizo nada y sólo los vio desde lejos. En lugar de meterse a nadar y pasarse un buen rato con sus compañeros, Domi prefirió alejarse e ir caminar a otra zona. Cuando estuvo lo suficientemente alejada, se sentó a la vera del lago y comenzó a remover el agua con un palito que había agarrado. Estaba muy aburrida. Estuvo haciendo lo mismo durante un buen rato, hasta que decidió pararse. Pero al hacer esto, pisó un punto flojo de la orilla y cayó al agua de forma descompuesta. Apenas se estaba recuperando de la zambullida, cuando divisó a un cocodrilo que se acercaba con velocidad al lugar donde se encontraba. Domi trató de salir a toda prisa, pero, para su mala suerte, una de sus patas se atoró con una planta acuática y no fue capaz de zafarse. La desesperación se apoderó de ella, aún más cuando vio que el cocodrilo se hallaba a muy pocos metros de distancia. La única opción que le quedaba, antes de ser atrapada por el cruel animal, era gritar con la esperanza de que alguien la escuchara y la pudiera rescatar. Y así lo hizo. Los gritos de Domi fueron tan fuertes que no hubo ninguna tortuga en el lugar que no los escuchara. Incluso el maestro Toribio se despertó de su profundo sueño y se levantó apresurado para asistir al lugar donde se habían originado los gritos. Sin embargo, la única tortuga que se hallaba tan cerca como para ayudar a Domi era Sam, quien se encontraba por esa zona del lago flotando en su caparazón. Al oír los gritos de su amiga, Sam navegó rápidamente hacia donde se encontraba con la ayuda de una rama que usó de remo. Cuando llegó al lugar preciso, la situación parecía insalvable: el cocodrilo había abierto ya sus mandíbulas y estaba a punto de morder a Domi. Lo único que pudo hacer, casi instintivamente, fue arrojar su caparazón al hocico del cocodrilo para evitar que mordiera a su amiga. Por fortuna, la suerte quiso que el caparazón cayera de forma vertical en el hocico del reptil, quien al tratar de dar la mordida se encontró de pronto con las mandíbulas paralizadas por el duro material. Sam nadó, entonces, con velocidad hasta donde se encontraba Domi, le desató la pata atorada en la planta acuática y la ayudó a salir del lago, del cual se alejaron corriendo sin mirar atrás.

Apenas se supo la noticia en la comunidad, Sam fue considerado un héroe. Al día siguiente, se festejó una ceremonia en su honor y se le repuso el caparazón que había perdido por rescatar a su amiga con uno nuevo y brillante (pues, como es sabido, las tortugas cuentan con una reserva de caparazones, de distintos tamaños, por si se presenta una emergencia). La propia Domi, que hasta antes se negaba a aceptar la posibilidad de quitarse el caparazón, tuvo que reconocer que lo que había hecho su amigo Sam fue lo mejor y que, en ciertas ocasiones, era necesario hacer eso.

A partir de ese día, todo cambió. Domi comenzó a jugar con sus amigos al salir de clases y a participar en los concursos de deslizamiento, cuesta abajo, sobre el caparazón. Al poco tiempo, se volvió una de las campeonas en ese arriesgado deporte. Domi entendió, entonces, que no tenía nada de malo quitarse de vez en cuando el caparazón y ponerse a jugar con él, como lo hacían sus otros compañeros, y que eso no la hacía ni mejor ni peor tortuga que las demás. Porque lo que en verdad  hacía a una tortuga no era el caparazón que llevaba encima, sino el corazón que resguardaba.

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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