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“Hay que evitar que surjan ‘mecas’ de peregrinación neofascista”

Superadas las dictaduras, quedan sus huellas: tumbas o viviendas que evocan a sus protagonistas y que suponen un riesgo de exaltación de su memoria por los nostálgicos. A través del estudio comparado de casos tan diversos como Alemania, Portugal, Albania, Rumanía, Francia, Italia o Eslovaquia, el historiador Xosé Manoel Núñez Seixas muestra en su nuevo libro —Guaridas del lobo / Memorias de la Europa autoritaria, 1945-2020— las dificultades compartidas para afrontar pasados traumáticos recientes, bajo las alargadas sombras de una galería de déspotas que se extiende de Hitler a Stalin, y de Ceausescu a Franco. Con él, con Xosé Manoel Núñez Seixas, es la siguiente conversación…


Steven Forti


¿Cómo se ha enfrentado la Europa contemporánea a su pasado dictatorial? ¿Qué se hizo en Alemania con los lugares del nazismo en el espacio público? ¿Y en Italia con los del fascismo? ¿Se intentó olvidarse de ellos? ¿Se “turistificaron”? ¿Se convirtieron en ‘mecas’ de peregrinación neofascista? ¿Se resignificaron? Y si es así, ¿cómo? ¿En los países de la Europa oriental qué memoria se ha construido del pasado comunista? ¿Hay patrones comunes? ¿Hay experiencias virtuosas a las que mirar?

A todo esto intenta contestar Guaridas del lobo / Memorias de la Europa autoritaria, 1945-2020, recién publicado por Crítica, un volúmen que ofrece un estudio comparado de casos muy diversos, desde Alemania e Italia hasta Rusia, Rumanía, Francia, Austria, Albania, Eslovaquia, pasando por Portugal y, evidentemente, España. Conversamos con su autor, el historiador Xosé Manoel Núñez Seixas (España, 1966), catedrático en la Universidade de Santiago de Compostela. Núñez Seixas presidió también la comisión de expertos que se encargó de estudiar las vías legales para que el Pazo de Meirás —un pazo señorial situado en el término municipal de Sada (La Coruña, España)— fuese de dominio público. En la actualidad es presidente de la comisión de expertos para elaborar el plan de usos del mismo Pazo de Meirás.

—En su libro propone un innovador estudio a nivel europeo sobre los “lugares de dictador”. ¿De qué estamos hablando?

—De una categoría específica de lugares de memoria o espacios memoriales referidos a las dictaduras de todo signo, y que se asocian de manera íntima y personal a la figura del dictador. En ellas se produce una superposición de carisma público y dimensión privada, que a menudo conlleva el riesgo de humanización de los dictadores y, por extensión, del carácter de sus dictaduras. Se trataría sobre todo de casas natales, lugares donde el dictador pasó su infancia, palacios o residencias oficiales, y tumbas o mausoleos. Su naturaleza es variada, y a menudo ubicaciones secundarias (una casa donde vivió un dictador un período de su vida, la tumba de sus padres o lugartenientes) devienen en objetos de culto o lugares de memoria específicos. Al estudiar las políticas de la memoria posdictatorial de varios países europeos, constaté que la gestión de esos lugares de memoria específicos se transforma a menudo en una digestión trabajosa o una indigestión permanente. Como si el fantasma del dictador, y por extensión del pasado incómodo, persistiese en esos lugares más que en ninguna otra parte. Y eso sucede incluso en países casi paradigmáticos en sus políticas de la memoria, como la República Federal Alemana (RFA) o Portugal.

—Cuando decimos dictadores en la Europa del siglo XX, pensamos inmediatamente en Hitler y Mussolini. ¿Cómo han gestionado Alemania e Italia los lugares de sus dictadores?

—De maneras muy distintas. Alemania condenó al olvido durante más de tres décadas esos lugares, tanto los vinculados a la biografía privada de Hitler (domicilios en Múnich, la residencia alpina de Obersalzberg que incluye el Nido del Águila) como los espacios de su poder (recinto de congresos de Núremberg, los restos del complejo de Königsplatz en Múnich…), y sólo desde los años ochenta acometió con decisión su resignificación, convirtiéndolos en espacios memoriales, museos, etcétera. Tras 1990, al asumir el espacio berlinés donde se ubicaban los restos del búnker de la Cancillería (una suerte de ataúd sin cuerpo del dictador pues los restos de Hitler y Eva Braun habían sido escondidos por los soviéticos, y después dispersados en un río) fueron cegados y encima se construyó un parque (siguiendo lo ya hecho por la República Democrática Alemana), dotado de unos paneles explicativos. La gran obsesión siempre ha sido evitar que los lugares de dictador, a veces putativos (como la tumba de Rudolf Heß o la del “mártir” de las SA Horts Wessel) deviniesen en mecas de peregrinación de nostálgicos, y la legislación se ha modificado de forma permanente. Algo parecido ocurre en Austria, que convive con el fantasma de Hitler. Pero aplica una vara de medir distinta a la hora de gestionar el recuerdo del canciller Engelbert Dollfuß, católico autoritario que fue asesinado por los nazis en 1934 y pasó a la posteridad como un presidente mártir.

“En Italia, en cambio, persistió también un silencio incómodo, tras la ejecución de Mussolini y su amante, y su exhibición en la plaza Loreto de Milán. El cadáver del Duce fue secuestrado por un grupo neofascista del cementerio milanés en que se hallaba. El Estado italiano lo recuperó y lo escondió durante años en un convento, y en 1957 permitió que los restos fuesen inhumados en la cripta familiar ubicada en Predappio, lugar natal de Mussolini, como parte de una operación diseñada por el gobierno democristiano para conseguir los votos neofascistas en el Parlamento de Roma. Menospreció la capacidad de convocatoria de los nostálgicos, y Predappio, ciudad que había sido remodelada durante el ventenio fascista para convertirse en una meca de peregrinaje, se convirtió en eso, al menos en fechas señaladas. Aunque se tomaron algunas medidas legislativas para evitar la exhibición de símbolos fascistas, camisas negras, etc., y la izquierda también se movilizó, lo cierto es que la ciudadanía de Predappio, ciudad que hasta 2019 contó siempre con alcaldes de izquierda, tuvo que soportar la presencia de peregrinos neofascistas, y la existencia de tiendas de recuerdos mussolinianos. El Duce desapareció de calles y placas, pero quedaron bastantes monumentos de época fascista, desde el EUR de Roma hasta el monumento funerario al jerarca fascista Michele Bianchi en Belmonte Calabro. Desde hace algún tiempo, además, el antifascismo como matriz legitimadora de la República es objeto de numerosos ataques revisionistas por parte de la derecha, algo que en Alemania, incluso Alternativa para Alemania, se cuida de hacer abiertamente”.

—En su libro aborda también los casos de los dictadores comunistas: Stalin, obviamente, pero también Tito, Ceausescu y Hoxa. En la manera de gestionar ese pasado incómodo, ¿hay patrones similares con los países de la Europa occidental?

—Habría que diferenciar por países. En Rusia ha habido una suerte de retorno de la popularidad de Stalin desde principios de esta década, coincidiendo con la era Putin. Pero de él se recuerda su faceta de vencedor de la “Gran Guerra Patria” contra el invasor alemán, de liberador de Europa, y de gran estadista, así como de modernizador de la Unión Soviética: un sucesor de los grandes zares clásicos. Y se eluden sus víctimas, los millones de deportados o las políticas de colectivización forzosa. Incluso en Georgia, cuya política de la memoria aspira desde hace tres décadas a “des-sovietizar” el pasado nacional, la figura de Stalin goza de notable popularidad como connacional ilustre que rigió los destinos del mundo. Desde finales de la década de 1990, resultado de los costes sociales de la transición a la economía de mercado, hay una añoranza de los viejos tiempos comunistas que también se da en otros países de Europa centro-oriental, como Rumanía o Yugoslavia. Eso convive con una política oficial por parte de esos Estados poscomunistas que presenta los años 1945-1990 como una “ocupación” soviética, que ha eliminado monumentos y referencias públicas del pasado comunista, ha intentado imponer versiones canónicas en la interpretación histórica, y que, en algunos casos, también ha procedido a resignificar positivamente o presentar de modo benigno, bajo gobiernos de derecha radical, como Hungría o Polonia, a los regímenes autoritarios, parafascistas o colaboracionistas del período de entreguerras. El almirante Horthy (Hungría), el prelado Josef Tiso (Eslovaquia), el recuerdo de Ante Pavelic (Croacia) o los presidencialismos autoritarios de Ulmanis (Letonia) y Päts (Estonia) son vistos como precedentes de soberanía y épocas doradas. Dicho esto, sorprende en algunos casos el grado casi místico de veneración por algunos dictadores del pasado; y, en otros, el tono acrítico y descaradamente comercial, con vistas a la explotación turística, que rige la gestión de algunos lugares de dictador, como las dachas de Stalin o el cuartel de Targoviste, donde fueron ejecutados Ceaucescu y su esposa.

—¿El riesgo no es convertirlos en lugares de desmemoria, en punto de encuentro para nostálgicos o en unas especies de Disneylandia que trivializan el pasado autoritario?

—Así ha sucedido en varios lugares de Europa oriental. E incluso de Europa occidental: el municipio de Belmonte Calabro busca atraer visitantes para conocer el monumento a Michele Bianchi. La tentación de explotar de modo turístico la herencia “no deseada” también se manifestó en Braunau am Inn (Hitler), en Predappio o en Santa Comba Dâo (Salazar), curiosamente alimentada a veces por alcaldes de izquierda. A ellos se opusieron a menudo activistas locales partidarios de resignificar los lugares de dictador y dar ejemplo; y quienes preferían olvidar el tema. La globalización y la expansión del turismo negro ha añadido complejidad. El alcalde de Predappio, Giorgio Frassineti, adalid del proyecto de un museo sobre el fascismo, lo expuso en una ocasión: esos turistas y nostálgicos ya vienen, en internet encuentran todo. Si no hacemos nada, se harán autorretratos con el brazo en alto ante la casa de su ídolo. Por ello hay que resignificar, contextualizar y convertir esos lugares en centros de educación en valores democráticos. Eso es más evidente en Alemania que en otros lugares, en parte porque la política de la memoria de la RFA ha asumido que el nazismo cometió crímenes en toda Europa. En otros lugares, esa conciencia es menos global. Y más de un alcalde o empresario local ha insinuado que la narrativa de museos y exposiciones permanentes ha de ser “neutra”, factual… Por suerte, eso es algo que en España no ocurre, al menos por ahora.

—Pasemos justamente a España. El debate sobre el Valle de los Caídos lleva años ocupando páginas de periódicos. Muchas veces se repite que “esto en Alemania o Italia no pasaría”. ¿Es cierto? ¿Hasta qué punto España es una excepción?

—España es diferente, pero no tanto si se conoce bien lo que ocurre en otros países. En algunos apartados, sin duda, el contraste es notorio. Que todavía haya lugares con calles dedicadas a Franco o a sus generales, a “mártires” de la guerra civil del bando vencedor, o que las estatuas de Franco no desapareciesen definitivamente hasta febrero de 2021. Y que la derecha democrática siga sin adoptar una posición inequívoca, semejante a la que hoy (no así hace cuarenta años) asume la CDU/CSU en Alemania, en parte por temor a que algunos de los fundamentos de la Constitución de 1978, como la monarquía, sean puestos en duda por tener raíces en el franquismo. Las desigualdades entre gobiernos autonómicos y municipales son también evidentes. Sin embargo, recordemos que también a los democristianos austríacos les ha costado desprenderse, y aún no del todo, de la sombra de Dollfuß. Y véanse las posiciones de la Lega y otros núcleos en Italia con respecto al paradigma antifascista fundacional de la República. Si contemplamos el panorama en Italia o Alemania cuarenta años después de la caída de sus dictaduras, gracias a una derrota militar (no se olvide), las distancias con España se reducen. Por otro lado, es obvio que en España el dictador murió en la cama, que la transición fue como fue, así como los silencios que la acompañaron. Y a eso se añadía el cadáver de la guerra civil, no sólo del franquismo. No se podía externalizar la culpa, como se hizo en otros países que también vivieron guerras civiles en los cuarenta entre colaboracionistas y partisanos antifascistas, y subsumir todo en una narrativa de refundación nacional sobre un mito antifascista, como se hizo en casi todos los países de Europa occidental.

—¿Qué hacer pues con el Valle de los Caídos? ¿Resignificarlo? ¿Cómo? ¿Vamos por el buen camino tras la exhumación de los restos de Franco?

—El camino es bueno. La exhumación de Franco se podía haber hecho antes y sin tanta televisión, y se puede cuestionar que siga enterrado en un panteón sufragado con fondos públicos. Soy de la opinión de que hay que resignificar el Valle de los Caídos. Pero es un reto descomunal. No hay nada similar en otros países. No es exactamente un mausoleo. Es una necrópolis que al mismo tiempo sirve de monumento a los valores de la victoria de Franco en 1939, de la Cruzada como fundamento de legitimidad, pese al galimatías de la reconciliación que el régimen esgrimió. Hay cuerpos de víctimas del bando vencedor, además de caídos republicanos. Y la reconciliación no puede estar presidida por la simbología mastodóntica del vencedor. Además, hay que tener en cuenta los derechos de los familiares de los sepultados a identificar y retirar los restos, algo complejo por su estado de conservación. ¿Qué hacer pues? Se han formulado propuestas diversas. Yo apostaría por la desacralización del recinto y su conversión en un lugar de memoria cívica. Y explicar claramente al visitante qué significan la gran cruz y parte de la iconografía que preside el lugar.

—¿Por qué en el caso del Pazo de Meirás hay un mayor consenso entre actores institucionales, sociales y políticos y sobre cuáles son las perspectivas de su resignificación?

—Tal vez Galicia is different. Aunque no siempre fuera se entienda. El Partido Popular de Galicia apostó en su momento (por oportunismo político, pero en parte también por convencimiento) por secundar una reivindicación que varios colectivos y asociaciones vinculadas al movimiento memorialista y al nacionalismo de izquierda llevaban propugnando desde hacía lustros, e hizo gala en eso de criterio propio frente a la calle Génova. La concordancia de objetivos entre instituciones y colectivos sociales dio buenos frutos, que esperamos que se consoliden. Que el Pazo de Meirás tenga una historia anterior a Franco, y vinculada a la escritora Emilia Pardo Bazán, ayudó en esa coincidencia. Y aunque no todos compartan las mismas sensibilidades para determinar qué se debe recordar en la resignificación de Meirás, hay buenas perspectivas para que Meirás sea un espacio memorial de encuentro en valores democráticos y cívicos, combinando diversos usos y respondiendo a las distintas etapas en la vida del recinto.

—En cuanto a las políticas de memoria, ¿hay ejemplos virtuosos en otros países a los cuales poder mirar?

—Yo no diría que hay ejemplos virtuosos. Hay experiencias de las que aprender, errores que evitar, lecciones sobre las que reflexionar. Que otros Estados, en Europa o en Sudamérica, hayan experimentado fórmulas distintas también da margen a prevenir riesgos inesperados. Por ejemplo, que después del Valle de los Caídos y Meirás surjan “mecas” de peregrinación neofascista en lugares insospechados, por ejemplo, la casa natal de Franco en Ferrol. Pero cada sociedad sigue su propio camino.

—Al final de su libro, aboga por una “europeización” de la memoria de las dictaduras. ¿Es realmente posible? ¿Cómo?

—Todo es posible si hay voluntad política. En el fondo, crear una cartografía de lugares de memoria “negativa” transnacional asociados a las dictaduras permitiría descubrir puntos en común y reafirmar la legitimidad del proyecto europeo sobre valores democráticos. La comunidad de historiadores e historiadoras profesionales hace tiempo que ha avanzado en este aspecto, y existen plataformas reutilizables, aunque la narrativa de instituciones como la Casa de la Historia Europea de Bruselas es todavía muy básica y demasiado genérica como para servir de punto de encuentro. Otra cosa es que, en la situación actual, sea posible y factible. A medio plazo no lo veo.

Steven Forti. Profesor asociado en Historia Contemporánea en la Universitat Autònoma de Barcelona e investigador del Instituto de Historia Contemporánea de la Universidade Nova de Lisboa.

Esta entrevista fue publicada originalmente en CTXT / Revista Contexto, y es reproducida aquí bajo la licencia Creative Commons.

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