Dos aniversarios de Ernesto Sabato
El inicio de su novela corta El túnel es ya legendario, mítico: “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona”. Ernesto Sabato es uno de los grandes escritores que dio Argentina al mundo en el siglo XX, con una carrera vital con dos etapas muy diferenciadas, la científica como un brillante físico matemático y —abandonando estas disciplinas de un modo que se podría calificar de temerario — la literaria. En este 2021 hay dos fechas para recordar al escritor argentino: la conmemoración de los diez años de su partida, acaecida el 30 de abril de 2011, y el 110 aniversario de su nacimiento, ocurrido el 24 de junio de 1911.
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En este 2021 hay dos fechas para recordar al argentino Ernesto Sabato: la conmemoración de los diez años de su partida, acaecida el 30 de abril de 2011, y el 110 aniversario de su nacimiento, ocurrido el 24 de junio de 1911. Falleció el literato a los 99 años de edad, sólo dos meses antes de celebrar su centenario.
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La fama, dice Ernesto Sabato en su libro Uno y el universo (colección “Premio Cervantes”, Club Internacional del Libro, 2003), “la realizan sucesos contingentes o equivocados: Liszt se ha hecho famoso por su ‘Rapsodia’ número 2; Einstein, por la frase ‘todo es relativo’, que jamás pronunció y que enérgicamente refuta; Baudelaire, por un título que parece prestado de Vargas Vila; Newton, por la caída de una manzana que parece no haber caído nunca. La gloria se equivoca casi siempre y rara vez se adquiere por motivos que podrían justificarla. En estos hombres, por ejemplo, la fama es merecida, pero sus causas son equivocadas”.
A veces la fama se debe a una frase histórica, continúa Sabato. Pero, “de todas las cosas apócrifas, las más enérgicamente apócrifas son, quizás, las frases históricas. Dada la naturaleza de la historia humana, casi siempre han sido pronunciadas durante una batalla, o en la cámara de torturas, o al morir en la guillotina. En tales momentos, nadie que no sea un incurable literato pronuncia frases que puedan hacerse célebres por su estilo literario; y las frases históricas son, precisamente, frases pulidas y trabajadas. No hay duda de que las inventa laboriosamente la posteridad, como muchas cosas históricas”.
Publicado por vez primera en 1945, Uno y el universo ha permanecido al margen de la gran obra del argentino. En el prólogo que escribiera en 1968 para resucitarlo, Sabato apunta: “Durante muchos años me negué a reeditar este librito, a pesar de las insistencias de editores y amigos. Estoy tan lejos de la mayor parte de las ideas expuestas en él que siento, al reexaminarlas, la misma tierna ironía con que miramos las viejas fotos familiares: sí, claro, ahí está uno, ciertos gestos lo delatan, quizás una misma inclinación de la cabeza o una forma de colocar las manos. Pero, ¡cuántas arrugas en torno de los labios y de los ojos nos separan! ¡Cuántas ilusiones se advierten allí que han sido agostadas por el frío y las tormentas, por los desengaños y las muertes de tantas doctrinas y seres que queríamos!”
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El tomo contiene 66 breves ensayos y algunos ejercicios literarios de la más diversa tesitura, aunque predomina el tema científico. Ordenado de manera alfabética, el volumen posee inquietantes reflexiones: “Aun sin catástrofes, la humanidad cambia constantemente y, con ella, las creaciones del pasado y los personajes históricos: el presente engendra el pasado; el Cervantes que escribió el Quijote no es el mismo que el Cervantes de hoy; aquél era aventurero, lleno de vida y despreocupado humor; el de hoy es académico, envejecido, escolar, antológico. Lo mismo pasa con Don Quijote, oscilando entre la ridiculez y la sublimidad, según la época, la edad de los lectores y su talento. No hay tal abismo entre la realidad y la ficción. Hoy es tan real, o tan ficticio, Cervantes como Don Quijote. Al fin de cuentas, nosotros no hemos conocido a ninguno de los dos y no nos consta su existencia o inexistencia efectiva, de carne y hueso; de ambos tenemos una noticia literaria, llena de creencias y suposiciones. En rigor, Don Quijote es menos ficticio, porque su historia está relatada en un libro, en forma coherente, lo que no sucede con la historia de Cervantes”.
René Kraus, por su parte, ha elaborado una Vida pública y privada de Sócrates y alguien, dice Sabato, “se irrita sobre la base de que nada o casi nada se sabe sobre los hechos domésticos de Sócrates. Esto me parece, por el contrario, una gran ventaja. El arte crea los personajes históricos, y, en cuanto a la vida de este filósofo, tiene la ventaja de que todavía permanece casi increada: está todo por hacer. Sus biógrafos pueden inventarlo sin prisa y realizar un trabajo limpio”.
Porque, desde el punto de vista documental, “el libro será precioso dentro de diez mil años. En ese entonces, Kraus será contemporáneo de Platón, Aristófanes, Jenofonte y del propio Sócrates; sus páginas constituirán un notable documento para otras construcciones de la vida del filósofo. La obra del señor Kraus contribuirá, sin duda, a formar la futura personalidad de Sócrates”.
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Fuera de esta posibilidad, advierte el Premio Cervantes 1984, “no sé qué otra puede buscarse en la historia. Apenas han transcurrido dos siglos y ya no es imposible saber si la manzana realmente cayó sobre la cabeza de Newton. Pero, ¿qué quiere decir la palabra realmente? Hay una cabeza física y una cabeza histórica de Newton. Ignoramos si sobre la cabeza física de este sabio cayó una manzana física; pero indudablemente sobre su cabeza histórica cayó una manzana histórica”.
Obsesiona a Sabato esta cuestión de la historia. Qué es cierto y qué no. Por eso habla de las famas y de las biografías, de la literatura y los alcances de la ciencia, de la ficción y los documentales. Galileo, por ejemplo, “fue escasamente lo que se llama una persona bien educada. Y antes de ser profesor en la Universidad de Pisa era famoso por sus bromas contra la escuela aristotélica; cuando comenzó a enseñar en la facultad declaró que las teorías de Aristóteles no eran dignas del menor respeto; escribió un libro en que ridiculizaba el afán académico por la toga; salía a beber con sus alumnos; componía versos de amor; armaba pendencia con los colegas peripatéticos y se divertía en refutar sus teorías arrojando piedras desde lo alto de la torre inclinada. En pocas palabras: usó los métodos más eficaces para lograr mala fama en los círculos filosóficamente decentes de la ciudad de Pisa”.
Sin embargo, Galileo era un científico… y la gente respeta a la ciencia, y a sus científicos, aunque estén muy lejos de ella [de la gente, no de la ciencia]. “El poder de la ciencia —dice Sabato— se adquiere gracias a una especie de pacto con el diablo: a costa de una progresiva evanescencia del mundo cotidiano”.
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Es difícil separar, no obstante, el conocimiento vulgar del científico; pero quizás puede decirse que el primero se refiere a lo particular y concreto, mientras el segundo se refiere a lo general y abstracto. Para el hombre común, la expresión “la estufa calienta” es una proposición concreta, “hasta doméstica y afectiva, con reminiscencias de cuentos de Dickens”.
En cambio, el científico se internará por otros laberintos: el desiderátum del hombre de ciencia, dice Sabato, “es enunciar juicios tan generales que sean ininteligibles”, de tal modo que el científico no estará satisfecho con la expresión “la estufa calienta” y sólo quedará tranquilo cuando pueda llegar a decir, luego de una extensa cavilación: “La entropía de un sistema aislado aumenta constantemente”, que, tal como se observa, tiene el mérito de la concisión, aunque no el de la claridad, que, en ciencia, es trascendental porque estimula a ahondar aún más en ello.