José Antonio Rodríguez, el perseguidor de historias
Sentarse a conversar con José Antonio Rodríguez era no sólo agradable, sino que se terminaba disfrutando en la charla esa firme convicción, que le era tan propia, de que la fotografía cambió para siempre la historia de la humanidad. El siguiente texto ofrece los recuerdos, ahora que José Antonio ha partido, de algunas de las certezas que fueron determinantes en su labor de crítico e historiador de la fotografía en México.
Se nos fue el buen José Antonio Rodríguez (1961-2021). Sin duda, un hombre como él hará mucha falta. Hará falta, sí, porque con su partida, el 13 de marzo pasado, hemos perdido su mirada aguda —pero al mismo tiempo equilibrada y abarcadora— del mundo de la fotografía en México. Hará falta también porque en el ámbito académico, tan dado a la pedantería, José Antonio sabía trabajar con sus colegas (hablando, precisamente, de académicos pedantes, el mismo José Antonio narró alguna vez cómo se reconcilió con John Mraz). Hará falta, asimismo, porque en un ambiente cargado de egoísmo intelectual, sus publicaciones y sus pláticas eran invitaciones abiertas a explorar nuevas líneas de trabajo, crítica y análisis sobre la fotografía, sus orígenes y sus hacedores.
Es justo decirlo: José Antonio Rodríguez hará falta porque en el mundillo cultural y en la pomposa corte de especialistas, tan proclives al egocentrismo y al narcisismo, él tenía un trato gentil, generoso y abierto hacia quien sea que lo buscara para ampliar sus perspectivas sobre la imagen fotográfica y el inacabable universo al que pertenece. En el medio periodístico, que tiende a elevar y hasta a adorar a los consagrados, él no tenía el menor empacho en lanzar sus dardos críticos hacia cualquier vaca sagrada cuando consideraba que su obra era mediocre o sobrevalorada; en esta misma medida, no le tembló nunca la mano para expresar respeto (y a veces hasta admiración) por el trabajo de calidad, en especial cuando éste era elaborado por los creadores más jóvenes o más audaces.
Por dos décadas, José Antonio Rodríguez publicó la columna de crítica fotográfica “Clicks a la distancia”, que aparecía en la páginas de la sección cultural de El Financiero. Una labor, sin duda, significativa, pues muchas veces llevaba a sus lectores a conocer ámbitos de la fotografía (y personajes) que habían permanecido ocultos por décadas. En esta columna, no fuimos pocos los aprendimos a mirar imágenes, a recrearnos en ellas, a valorar sus elementos, a identificar tendencias, a apreciar algunas de sus técnicas, a reconocer sus discursos… La fotografía mexicana, nos mostraba José Antonio Rodríguez en sus “Clicks a la distancia”, es sumamente rica y rebasa por mucho, por muchísimo, la visión que aún se empeña en encasillarla en unos cuantos nombres: los Casasola, Manuel y Lola Álvarez Bravo, Tina Modotti o Graciela Iturbide.
Sentarse a conversar con José Antonio era no sólo agradable (su risa estentórea contagiaba sin remedio al interlocutor), sino que era sentarse a platicar con alguien que creía con firmeza que la invención de la fotografía cambió para siempre, y en la misma medida en que antes lo hizo la escritura, la historia de la humanidad. Sus palabras, a donde sea que uno pretendiera encaminarlas, siempre seguían la huella de que la aparición de esta tecnología que permite imprimir imágenes del exterior sobre una superficie revolucionó conciencias. Y, en este sentido, ni hablar del efecto que produjo en la definición de lo que somos hoy el momento en el que aquellas primeras imágenes comenzaron a adquirir movimiento tal “como en la vida real” (en el libro El arte de las ilusiones. Espectáculos precinematográficos en México, José Antonio habla, entre otras cosas, de las maravillas que generaron en el país los primeros espectáculos visuales, cargados de ciencia, pero también de arte, en especial de pintura, historia sobre la que aún falta mucho que contar, decía).
La tecnología nos cambia
Otra característica muy importante del trabajo de José Antonio Rodríguez como investigador y crítico de la fotografía es que, contrariando esa tendencia de considerar sólo lo que se hace en la capital del país, su perspectiva intentaba visualizar lo que sucedía más allá de la Ciudad de México. Esta actitud le permitió, en sus muchos años como investigador de la fotografía, reunir materiales provenientes de toda la República, detalles curiosos, información que a veces ni siquiera él mismo sabía dónde ubicar porque no pertenecía directamente a la historia de la fotografía o a la historia del cine, pero que tenía que ver con la imagen y su desarrollo.
Un ejemplo es aquella ocasión en que halló un libro de Erik Barnouw [The magician and the cinema] donde contaba que a principios del siglo XIX llegó un alemán a Veracruz para montar un espectáculos de fantasmagoría en el puerto y, más tarde, en la propia capital mexicana. A este personaje, escribió Barnouw, le fue como en feria en México, por lo que se marcharía a Estados Unidos luego de vivir momentos terribles en nuestro país. En una atmósfera en la que aún permanecían, aquí, varios vestigios del terrible ambiente inquisitorial novohispano, este europeo exhibió, en 1806, fantasmas, hechiceros y apariciones producidos con la tecnología de la linterna mágica. Aquellos espectadores de la antigua Ciudad de México nunca entendieron que eso que veían no era más que producto de un mecanismo óptico, aunque, eso sí, cercano a la magia e inmerso en lo que empezaban a ser los espectáculos visuales de masas. Así que días después de la exhibición, este alemán fue ingresado a un calabozo 45 metros debajo de la tierra, en el que se le mantuvo a pan y agua durante seis meses.
“La tecnología nos cambia ―escribió José Antonio Rodríguez en El arte de las ilusiones―. Se dé esto de una manera muy primaria, en directo o mediante un complejo proceso de elaboración […] La historia de los espectadores es, así, una historia de adecuaciones. De un enfrentamiento (maravillado o desconcertante) entre el espectador y las circunstancias que lo transformaron en tal y que cambiaron su espacio físico y mental. Esto significa que poco a poco cambió también su manera de acercarse a las cosas y a las sensaciones de este mundo”.
¿De qué realidades estamos hablando?
Uno de los puntos de partida de José Antonio Rodríguez, es que todas aquellas imágenes que son generadas por aparatos tecnológicos generan virtualidades y, por lo tanto, no pueden considerarse como representación de la realidad. Esto, que podría parecernos algo evidente, no lo es tanto, pues confesaba que algunos de sus amigos investigadores del cine aún asumen que el documental, por ejemplo, es real, que muestra realidades. Cuando, replicaba José Antonio, el cine documental es virtualidad, es técnica, detrás de la cual hay conciencia: conciencia ideológica, conciencia histórica, conciencia temporal. Las imágenes técnicas nos muestran aquello que su autor quiere mostrar. Entonces, ¿de qué realidades estamos hablando?, se preguntaba.
Sin embargo, hay que matizar, pues la fotografía nació con el estigma de que todo lo que se veías gracias a ella era verdad. Por eso, decía José Antonio, cuando se aborda un periodo como el de finales del siglo XVIII y todo el siglo XIX, no queda de otra que insertarse en la historia de las mentalidades y tratar de mirar las imágenes, ahí sí, cómo lo hacían los hombres y las mujeres de aquellas épocas: para ellos eran reales por el simple hecho de provenir del mundo exterior, es decir, de una realidad que era atrapada por la cámara.
José Antonio Rodríguez fue alguien que nunca dejó de perseguir historias poco comunes, que lo retaran como investigador (se graduó como doctor en historia del arte), pero que también lo sacaran de la comodidad, que lo hicieran transitar por rutas desconocidas, casi intransitadas. Esto es destacable en un ambiente académico como el de nuestro país, donde, con el sistema de recompensas y estímulos institucionales que impera, no son pocos los investigadores que prefieren recorrer caminos harto conocidos para realizar trabajos que les sean aprobadas y palomeadas rápidamente, con temas como “La historia de la fotografía de los viajeros en México”, que, decía José Antonio, ¡uf!, a muchos les encanta.
En esta misma línea, una de las grandes batallas que libró en el ámbito de la historia de la fotografía fue la de insistir en que era imprescindible estudiar y publicar investigaciones regionales. Estaba cansado de ver cómo estudiantes de Sonora, Yucatán o Veracruz, por mencionar sólo tres estados, llegaban a la Ciudad de México, alentados por algunos de sus profesores, para indagar, conocer y escribir una historia relacionada con las imágenes producidas en sus respectivos estados. No, decía, molesto, José Antonio, pero rematando su sentencia con una sonrisa que parecía desear que ojalá pronto así ocurriera: las historias de las imágenes fotográficas se tienen que estudiar desde las ciudades y las regiones en las que tuvieron lugar esas historias. Al respecto, en alguna ocasión me dijo: “¡La Ciudad de México no puede seguir siendo el centro unitario de una historia [la de la imagen] mucho más amplia territorialmente y mucho más compleja ideológicamente! Es uno de mis planteamientos más viejos”.
Historias singulares
Editor, desde su fundación, en 1997, de la revista Alquimia, órgano de difusión del Sistema Nacional de Fototecas del Instituto Nacional de Antropología e Historia, José Antonio Rodríguez fue un buscador, difusor, contador y crítico de historias singulares relacionadas con la imagen. Historias que indagaba, primero, para sí mismo y luego, como consecuencia, para poder ofrecerlas a los lectores, espectadores y alumnos de manera más amplia.
Aunque, claro, José Antonio Rodríguez nos hará falta, se quedan con nosotros los recuerdos y las anécdotas compartidas, sus enseñanzas y sus obras, que son, en conjunto, un testimonio de su pasión. Ya sea que nos aproximemos a su trabajo sobre fotógrafos como Edward Weston, Bernice Kolko, Ruth D. Lechuga y Agustín Jiménez, o que nos detengamos en algunas de sus revisiones acerca de fotógrafas en México o sobre los grandes estudios fotográficos en la Ciudad de México, se trata de investigaciones acuciosas que, además del valor de su contenido, nos colocan frente a una de las principales convicciones de José Antonio Rodríguez: lo necesario que es contar las tantas historias sobre las imágenes en México, pues, como decía, definitivamente una sola persona no puede agotar todo el territorio.