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Elogio al caballo mecánico

Janis Joplin cantó: “Oh Señor, por qué no me compras un Mercedes Benz”. Bruce Springsteen le escribió una canción a un Cadillac rosa. Prince sedujo a medio mundo con su pequeño Corvette rojo. Wilson Pickett hizo famosa “Mustang Sally”, la canción de Mack Rice de 1965. En el siguiente texto —en estas memorias—, el periodista cultural Fernando de Ita es un poco más discreto y le dedica unas líneas a su Sentra 2006.


Le debo aprender a manejar a mi tío materno Guillermo Álvarez Icaza y Camargo, quien me enseñó de la mejor manera: trasladando jeeps de la Ciudad de México al sur y el sureste del país. En los años sesenta cruzar las Cumbres de Maltrata era una hazaña de camioneros y yo sólo tenía 15 años y era la primera vez que salía a carretera. Afortunadamente íbamos en caravana y lo que tenía que hacer era seguir al auto guía, de otro modo me habría desbarrancado por las pavorosas pendientes de la alta montaña que separa o junta, según se vea, a Puebla con Veracruz. En esos viajes llegamos hasta la selva chiapaneca que aún merecía ese nombre porque apenas comenzaba la tala de sus bosques, la invasión de sus mejores tierras y la destrucción de sus zonas húmedas. En algún punto de aquella portentosa geografía, cierta vez se detuvo de golpe el convoy y todos los choferes corrimos por imitación hacia el jeep de mi tío Guillermo que encabezaba el traslado. Lo que vimos fue aterrador y maravilloso: una boa gigantesca cruzaba la estrecha carretera con una lentitud de siglos, no ajena, ella, a la admiración que nos tenía estupefactos, porque en lugar de apresurar el arrastre al sentir ojos ajenos, ondulaba su cuerpo para deslumbrarnos con los efectos que el sol hacía sobre su piel monstruosa.

Mi primer auto fue un Valiant blanco 1968, dos puertas, con asientos separados forrados de cuero rojo y velocidades en medio. Lo compré con mis primeras comisiones como agente de bienes raíces de Lomas de Plateros, uno de los primeros conglomerados de departamentos de interés social que levantó el gobierno federal en la capital del país. Los pisos eran modestos pero atractivos en precio y por las facilidades que daban para adquirirlos, mas tenían un defecto tremendo: no tenían espacio para tender la ropa. De no haber sido por ese detalle me habría vuelto rico, pero las señoras sencillamente no aceptaban poner a secar sus calzones en las ventanas del edificio. Con todo, fue la primera vez que derroché dinero y que mi amplio departamento en la Narvarte fue el centro de la borrachera del sábado porque a los 19 años ya estaba casado con mi primera esposa y por un raro discernimiento de los padres de mis amigos, embriagarse en la casa de un hombre casado no era un delito. En pleno auge financiero hice mi primer viaje a Europa en un tour de 20 días por varios países del viejo continente. La primera parada fue Madrid donde quedé boquiabierto por la cantidad de mujeres pintadas de fiesta y escotadas hasta los pezones que pasaban horas sentadas en los cafés del centro histórico. Pronto entendí que eran las putas que para no infringir la ley de Franco que prohibía la prostitución pasaban por tías de los parroquianos. Fue curioso pasar un buen momento con una de esas tías en el cuarto del fondo de una casa de familia en la que los niños jugaban, las mujeres cocinaban y los hombres se salían a fumar mientras la esposa, la madre, la hermana, la hija, hacían en la cama lo necesario para llevar la comida a la mesa.

La segunda parada fue París y como corría el mes de mayo de 1968 la Ciudad Luz estaba iluminada por el resplandor de la revuelta que emprendieron los jóvenes en contra del orden establecido. Para mí fue un golpe en la nuca entrar a la Escuela de Bellas Artes en la calle Bonaparte del Barrio Latino y ver aquella tribu encendida fabricando bombas molotov, haciendo fogatas, cantando, discutiendo acaloradamente, manteniendo relaciones sexuales y compartiendo el vino y el pan con todos. Abandoné el tour y me quedé ahí las dos semanas que faltaban para mi regreso. Entre las cosas que hice fue manejar un destartalado Citroën con palanca frontal como alma que lleva el diablo por las estrechas calles de la ribera izquierda del Río Sena. Luego de las Cumbres de Maltrata doblar aquellas esquinas a toda velocidad era pan comido. Aquel auto transportaba comida, gasolina, pancartas, mimeógrafos, bocinas y muchachas espléndidas que en su alegría te hacían el amor mientras cargaban o descargaban el auto. Era un frenesí existencial en el que el sexo era parte de la camaradería del momento, no de la lujuria. Era muy raro para mí, educado en la represión sexual de monjas y sacerdotes, esa libertad no sólo del cuerpo sino del espíritu. No se trataba de hacer romance o hallar pareja; era el abrazo de la libertad, la igualdad, la fraternidad que soñó la Revolución Francesa. Cuando partí ya era el bolide mexicain.

El primer auto que reventé fue un Sentra 2004 que había sacado de agencia gracias al Fonca que me permitió pagar las mensualidades. Yo vivía en los Llanos de Apan y La Pita y mi hijo en San Andrés Cholula donde el pequeño estudiaba violín. Cada fin de semana ellos viajaban al rancho y a veces yo regresaba con ellos a la región cholulteca. Aquel domingo había bebido con ahínco y en el caserío de La Unión, donde Hidalgo hace frontera con Tlaxcala, hay una curva prolongada que desemboca en la vía del tren. Como venía platicando acaloradamente con mi mujer ninguno de los dos advirtió la curva que tomé sin frenar de manera que al cruzar las vías el auto voló como codorniz y cayó en la graba que por alguna maligna razón habían esparcido en la carretera. Dimos tres vueltas, nosotros salimos ilesos pero el seguro calificó al auto como pérdida total.

Con lo que me pagó el seguro di el enganche para mi Sentra 2006 que es motivo de estas letras. A la fecha mi auto tiene 267 mil kilómetros que equivalen a darle siete vueltas a la Tierra por el ecuador. Como fui niño de rancho, donde me subí a un caballo por primera vez a los tres años, al volverme citadino equivalí mis autos con los corceles que cepillaba en la Hacienda de Chimalpa. Este trato se convirtió en algo más que una alegoría con el Sentra 2006 porque desde entonces ha estado conmigo en los días felices y las noches tristes; en los encuentros y separaciones amorosas; en los cambios de casa, de ciudad y de estados de ánimo; en los viajes por el país entero; en los momentos de tensión y de peligro; en el alba y en el ocaso; en soledad y en compañía. Nadie como él me ha escuchado hablar tantas veces en silencio; nadie como él sabe de mis terrores y arrepentimientos, de mis logros y fracasos, de mi energía y mi cansancio. Desde siempre he disfrutado plenamente treparme a un auto y tomar camino, pero con mi Sentra 2006 no voy solo, vamos juntos, gozando a la par de su amarre al asfalto para tomar las curvas, feliz de que rara vez utilice el freno a fondo porque bajó la velocidad con motor para hacerlo ronronear como una fiera. Nunca me ha dejado tirado ni ha dejado de prender al primer intento, por eso lo consiento llevándolo religiosamente a la agencia para servicio menor y servicio mayor por el que Nissan Pachuca y Puebla cobran el triple que los talleres particulares. Lo sé y pago el precio pues ese control lo tiene listo para seguir la aventura. Como su dueño, ya está cascado por fuera y en su interior se nota el paso del tiempo, pero su motor sigue impulsando la carrocería a 120 kilómetros por hora en las cuestas arriba y alcanza sin esfuerzo los 140 kilómetros en las planicies. No tengo perro, pero me alegra el día ver al Sentra todas las mañanas en la puerta de mi estudio, listo para escuchar mis cuitas, esperando marchar nuevamente a Coatepec para beber con Ricaño y comer con Legom al tiempo que destrozamos prestigios y nos reímos de nosotros mismos. En los siete años que pasamos en Pachuca aprendió mis rutinas y ya se iba sin rienda primero al vapor, luego a la cantina donde yo escribía a mano los artículos que pasaba en casa a la computadora. Jamás escuché un reproche de su parte, ni siquiera cuando por los efectos del vino le daba un rayón o un golpe. Nadie, ni mi madre, me ha tapado tantas fechorías y vaya que ha sido testigo de mis desbarres. Sé que no los aprueba, pero en lugar de mortificarme me lleva a la carretera y a veces se detiene en alguna cima para que el viento me despeje la culpa y contemple el esplendor del Mundo con la sentencia de Scarlett O’Hara luego de la tragedia de Lo que el viento se llevó: “Mañana será otro día”. Y seguimos juntos.

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