Apuntes Recobrados

Apuntes sobre la técnica (moderna)

El presente texto es una versión modificada de un artículo publicado en el periódico queretano El Presente, entre agosto y septiembre de 2016.


I

El desarrollo de la técnica moderna produjo simultáneamente a sus propios detractores. Casi al día siguiente de comenzada la Revolución Industrial en Inglaterra y de introducidas las primeras máquinas de hilar en las novedosas fábricas textiles, los trabajadores artesanales comenzaron a concebirlas como una amenaza directa a sus actividades y a su forma de vida. Puesto que el trabajo realizado por las máquinas era un trabajo complejo que, de un golpe, sustituía la labor de varios artesanos coordinados, no se tardó en comprender que los dueños de dicha maquinaria utilizarían los inventos modernos para reemplazar a varios de sus obreros con la finalidad de disminuir los costos de producción, incrementar la generación de riqueza y aumentar sus ganancias. Si bien se supone que ya en 1779 Ned Ludd, ese personaje situado entre la leyenda y la realidad, destrozó en un ataque de furia dos telares mecánicos en el poblado Anstey, cerca de Leicester, no fue, en verdad, sino hasta las revueltas de 1811 a 1813 que los artesanos y obreros ingleses desarrollaron como método de lucha en sus reclamos de mejores salarios y mejores condiciones de vida la destrucción de las máquinas. Testigos de estas revueltas ludditas fueron las regiones de Nottinghamshire, Yorkshire y Lancashire. Más tarde, sin embargo, ante la contundente evidencia del crecimiento exponencial de la sociedad industrial y del capital que la promovía, se tornó obvio para todo el mundo que de poco servía rebelarse contra las máquinas cuando éstas habían llegado al mundo para quedarse definitivamente. No obstante, algo de esa insatisfacción original permaneció en el aire en los tiempos venideros.

Adelantándose a la época de los grandes escritos de ciencia ficción y de las grandes reflexiones distópicas propias de la literatura del siglo XX, Samuel Butler imaginó en su libro Erewhon (anagrama de nowhere) una sociedad ilocalizable que había prohibido por completo las máquinas bajo la percepción de que éstas eran potencialmente dañinas. Butler acopló la idea darwiniana de la evolución a la esfera del desarrollo tecnológico, previendo que un día las máquinas tomarían conciencia y pondrían en peligro a la especie humana, una idea que, entre otros, el astrofísico Stephen Hawking llegó a compartir al final de su vida.

En la filosofía, tal vez no exista una posición más escéptica sobre la técnica moderna y sus implicaciones que la desarrollada por Martin Heidegger en la segunda fase de su pensamiento. Escritos como La época de la imagen del mundo, La pregunta por la técnica o La cosa, dejan constancia de una concepción poco complaciente con los desarrollos tecnológicos, incluso cuando se trata de los beneficios que su empleo podría tener para la humanidad. Desde este horizonte crítico, la técnica moderna vendría a ser la máxima expresión de aquello que el filósofo alemán denominó en Ser y tiempo “la historia del olvido del ser”, o bien, dicho de otro modo, la culminación de la Metafísica, esto es, del núcleo central de la filosofía y del pensamiento occidental. Si algo identificaba a esta historia era su inmenso temor a lo indeterminado y a lo caótico de la realidad, a la arbitrariedad de los fenómenos naturales y sociales, razón por la cual la filosofía se propuso desde el comienzo introducir una serie de principios lógicos que dieran estabilidad al pensamiento, instaurando así una frontera entre el conocimiento racional y los dogmas místicos y religiosos, sustentados en creencias y ritos irracionales. Este proceso alcanzó su máxima expresión en la Modernidad, justo con el desarrollo técnico y científico que empezó a transformar prácticamente el mundo a imagen y semejanza de los anhelos humanos.

Para Heidegger, a diferencia de las reflexiones humanistas de las cuales fue un crítico implacable, el crecimiento exponencial de lo técnico no significó de manera especial un progreso hacia el bienestar social, sino la destrucción de los lazos comunitarios y naturales que unían al hombre con sus congéneres y su entorno, sus creencias y sus tradiciones. Al instrumentalizar la relación entre el humano y la naturaleza, la técnica vaciaba de contenidos los diversos aspectos de la realidad, reduciendo su sentido al mero aprovechamiento material de los recursos. La tecnología moderna hacía de la naturaleza un mero reservorio de recursos materiales. De esta manera, decía Heidegger con plena conciencia del sentido polémico de su afirmación, las cosas y el mundo quedaban destruidos, incluso antes de que explotara cualquier bomba atómica. No había, entonces, necesidad de que, como Samuel Butler lo pensara, las máquinas desarrollaran conciencia y se rebelaran contra los seres humanos. La propia existencia de la técnica ya había hecho añicos el mundo.

¿A qué mundo y a qué cosas se refería Heidegger? Obviamente, a aquéllos que en su pensamiento e imaginación cumplían las normas de una convivencia armónica en donde, según la conocida definición de la Cuaternidad (das Geviert), había un intercambio virtuoso entre los mortales y los divinos, el cielo y la tierra. Como se ve, en el pensamiento de Heidegger sobrevivía la nostalgia de un mundo armonioso inexistente, vinculado a concepciones propias de la fe religiosa. No hay que olvidar que en su juventud se formó en el conocimiento de la teología católica y que, si bien abandonó esta fe en particular, nunca pudo dejar de lado la reflexión sobre lo divino, tomando ésta, finalmente, en su pensamiento, la forma de una creencia panteísta, al estilo de la añorada por Hölderlin en el último capítulo del Hiperión o en sus Grandes Elegías. Como lo ratifica la entrevista dada a la revista Der Spiegel y publicada póstumamente, Heidegger llegó al final de sus días esperando a un dios que pudiera “salvarnos” del desamparo en el que nos había hundido la Modernidad.

De esta forma, en cuanto expresión del afán moderno por instrumentalizar la totalidad de las relaciones sociales y naturales, así como por convertir la naturaleza en un reservorio de recursos materiales, el filósofo alemán concebía la técnica moderna de manera negativa y no le reconocía ninguna esencia positiva. Aun así, a pesar de esa crítica tan radical, Heidegger señaló siempre que la técnica (no la técnica moderna) era una parte consustancial de la existencia humana. La esencia de ésta, sin embargo, no se hallaba en su aspecto tecnológico o instrumental, sino en un sentido más original que había sido pensado por el mundo de la antigüedad griega. Esta esencia no era otra que la que se expresaba en la noción de tekhné o arte. La esencia de la técnica era el arte, como cuando se habla del arte del alfarero, es decir, de un conjunto de saberes, habilidades y destrezas que se aprenden prácticamente con el tiempo y que implican una compenetración entre el artesano, su materia de trabajo y el entorno comunitario al que su obra va dirigida. Así, en su radicalidad nostálgica, el autor de Ser y tiempo imaginaba un mundo distinto en donde la técnica y el arte fueran la expresión de un mismo proceso, y en donde se anunciara un nuevo comienzo más allá de la instrumentalización y destrucción del mundo.

Si bien resulta imposible desconocer los aspectos dañinos, contaminantes y destructivos de la técnica moderna, también es igualmente imposible desconocer sus aportes benéficos para la vida social. Piénsese simplemente en la contribución de la medicina moderna a la cura de enfermedades antes mortales. Pero Heidegger estaba incapacitado para pensar en este sentido, justo por el anhelo de un romántico mundo armónico pretecnológico que sólo vivía en su imaginación. Lo cierto es que no hay un mundo ni una cosa en sí a la cual debamos atenernos para actuar. El mundo y los entes que lo conforman pueden ser pensados y transformados de múltiples maneras, sin que eso signifique necesariamente su destrucción. Superar un tipo de mundo (uno bucólico, místico o religioso) a partir del desarrollo técnico no significa acabar con el mundo en su totalidad, sino experimentarlo de otra manera. Para ello, sin embargo, es necesario contar con una noción distinta de lo que significa la técnica, una que comprenda su potencialidad productiva, en lugar de condenarla o rechazarla a priori. Marx, lejos de concebirla como pura instrumentalidad, la definió como fuerza productiva.

Ilustración de Ulises Alonso Sánchez (Kamui). / De Iberoamérica Ilustra (Catálogo).

II

Una de las grandes injusticias cometidas contra el pensamiento de Karl Marx ha radicado, sin duda, en la tergiversación de su noción de técnica. Montados sobre las ideas simplistas de la lectura estaliniana sobre el llamado materialismo histórico, a muchos de sus seguidores se les hizo fácil reproducir la imagen de una serie de etapas progresivas e inmodificables de la historia humana que estaban acompañadas de ciertos desarrollos tecnológicos, los cuales les correspondían de una manera cuasi mecánica. Así, siguiendo de manera dogmática y descontextualizada una fórmula propuesta por Marx en su libro polémico contra Proudhon (La miseria de la filosofía), muchos de los marxistas vulgares del siglo XX no dudaron en afirmar, una y otra vez, que “el molino movido a brazo nos da la sociedad de los señores feudales”, mientras que “el molino de vapor, la sociedad de los capitalistas industriales”, como si se tratara de una correspondencia natural e invariable.

A esta caricaturización del planteamiento marxiano le siguió de cerca la concepción determinista de la evolución histórica de la humanidad y la superación definitiva de la sociedad de clases, según la cual, gracias al avance indetenible de las fuerzas productivas técnicas, la humanidad lograría controlar los fenómenos naturales, aumentar la escala de producción y generar una base material suficiente que acrecentaría las contradicciones dentro del capitalismo, guiándolo indefectiblemente a su disolución final. El proceso objetivo del desarrollo histórico sería aquél que iría de la sumisión humana a los fenómenos naturales, así como la confrontación y división clasista a causa de la escasez material (debida al limitado progreso técnico de las primeras etapas de las sociedades), a un estadio de pleno control de la naturaleza y sus ciclos, lo cual indicaría la madurez del hombre y la superación de la llamada “prehistoria” de la humanidad. Esta interpretación del pensamiento de Marx logró tal hegemonía que incluso filósofos de primer rango como Adorno y Horkheimer, en su obra Dialéctica de la Ilustración, no dudaron en decir que la perspectiva socialista de Marx había concedido demasiado al “sentido común reaccionario” de la burguesía al establecer una relación puramente cuantitativa y mecánica entre el sometimiento al dominio externo de la naturaleza y la liberación humana a partir del desarrollo tecnológico (una idea de la que luego haría uso y abuso Jürgen Habermas en su rechazo abierto al marxismo).

Lo cierto es que esta interpretación marxista se fundamenta en una serie de equívocos centrales, todos los cuales parten de una comprensión defectuosa del concepto de técnica en el autor de El capital. Al igual que para Heidegger, para Marx la esencia de la técnica no es algo técnico y, por lo tanto, no puede ser definida desde las máquinas o los instrumentos tecnológicos (el molino de vapor, la máquina de hilar, el ferrocarril, etcétera). Éstos son tan sólo la expresión de otro fenómeno que Marx identifica con el nombre de fuerza productiva. Y la fuerza productiva por excelencia es, tal como lo señala Marx en su obra fundamental, la cooperación, es decir, la organización social del trabajo para un fin común. La esencia de la técnica en Marx es la comunidad organizada en el trabajo cooperativo para la consecución de objetivos compartidos. Su sentido es social antes que tecnológico. La tecnología es el correlato de esta fuerza social y, en consecuencia, expresión de una totalidad compleja de fenómenos que nunca pueden ser reducidos al puro aspecto instrumental o mecánico-cuantitativo.

La cooperación es una fuerza productiva porque gracias a ella el ser humano puede transformar su entorno y producir una nueva realidad acorde a sus necesidades en, por lo menos, tres dimensiones. En primer lugar, como resultado del trabajo organizado y de la distribución de las labores que éste implica, las diversas sociedades se vuelven capaces de hacer frente a una serie de obstáculos que ningún ser humano podría afrontar individualmente. La fuerza combinada del trabajo es más que la pura suma de energías: es una nueva potencia que, estructurada y dirigida adecuadamente, ayuda a revolucionar el espacio y producir un mundo propicio para la vida humana. En segundo lugar, el despliegue de esta fuerza productiva pone las bases materiales para la reproducción de la vida en una continuidad temporal, asegurando la permanencia de la comunidad y dando cabida al relevo generacional. Finalmente, en cuanto fuerza multiplicada de la labor social (no sólo en su aspecto físico, sino también intelectual y organizativo), la cooperación es capaz de conducir a los hombres más allá de su experiencia temporal, al poner los cimientos de proyectos de alcance civilizatorio que impulsan el crecimiento y el desarrollo históricos. La cooperación humana pensada como fuerza productiva es el motor fundacional de la historia.

Desde esta complejidad, se puede entender que para el horizonte teórico de Marx la tecnología no puede ser pensada unilateralmente como medio instrumental y neutral para la transformación del mundo, sino como expresión sintética de una totalidad histórico-cultural que, a su manera, produce y moldea la realidad mundana. Por ello, no es posible hablar sin más de una recuperación tecnológica del presente y del pasado para fundar una sociedad futura. Al contrario de la fórmula leninista, el socialismo no puede ser definido como la simple suma de los sóviets más la electricidad, justo porque la técnica capitalista es una fuerza productiva que, si bien contribuye al bienestar social, lo hace siempre desde un núcleo esencialmente dañino: el incremento de la producción para la acumulación de capital, sin importar si esto va de la mano de una explotación masiva de la naturaleza y del ser humano. Como fuerza productiva de alcances mundiales, la técnica capitalista es la expresión contradictoria de una sociedad que sólo puede progresar explotando al ser humano y saqueando a la naturaleza. Marx, sin embargo, tuvo siempre en claro que como fuerza productiva compleja, la técnica sólo se puede pensar de la mano del cuidado de la naturaleza y del hombre. De ahí que desde el primer capítulo de El capital hablara del trabajo como padre y de la naturaleza como madre de la riqueza material. Una técnica moderna no capitalista tendría que ser la síntesis histórica de una sociedad que buscara encontrar un intercambio equilibrado entre estos dos polos de la ecuación productiva.

Ahora bien, ¿existe un límite para el desarrollo de las fuerzas productivas? Ciertamente, en la época de Marx, y tomando en cuenta la visión crítica que hemos expuesto de manera resumida, predominaba un optimismo generalizado sobre el avance de la ciencia y la tecnología modernas. Su futuro se veía como ilimitado y potencialmente infinito. Ahora, sin embargo, situados desde el mirador histórico del siglo XXI, se ha vuelto evidente que la capacidad proyectiva del hombre sobre la naturaleza tiene límites insuperables y que, de plantearse la posibilidad de una sociedad poscapitalista, ella tendría que considerar necesariamente esas fronteras.

Desde una posición claramente conservadora en lo político, Peter Sloterdijk (en el tercer volumen de su magna obra Esferas) propuso definir la técnica como una fuerza de explicitación, o bien de revelación. Su sentido consistiría en hacer manifiesto lo que antes estaba oculto y era desconocido, modificando de manera definitiva nuestra percepción sobre diversos fenómenos naturales. En esta obra, el filósofo alemán puso el acento en la cuestión del medio ambiente y del aire que respiramos, cuya importancia vital se volvió evidente con el despliegue mortífero de las armas químicas en la Primera Guerra Mundial, pero que alcanzó una significación especial, a nivel internacional, con el descubrimiento del efecto invernadero generado por la explotación de combustibles fósiles a finales del siglo XX. A partir de ese momento, quedó claro que los efectos productivos de la técnica no se reducían al impacto inmediato o mediato sobre un espacio y su entorno vivo (erosión de los suelos, destrucción de los bosques, extinción de especies animales y vegetales, etcétera), sino que afectaban la totalidad del medio ambiente y la misma atmósfera que envolvía el globo terráqueo. Así, se hizo evidente que la posibilidad de continuar con la vida en la Tierra no se limitaba a la mera adecuación inmediata de los ciclos de la naturaleza a las necesidades humanas, incluso si éstas alcanzaban una especie de equilibrio homeostático a mediano plazo, sino que era indispensable considerar los efectos no visibles a largo plazo, así como los riesgos no calculados en principio sobre la totalidad del medio ambiente. El desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas choca con ciertos límites físicos y biológicos que deben ser tomados en cuenta en el proyecto de construcción de una sociedad futura.

Los límites objetivos en el desarrollo de las fuerzas productivas no tendrían, sin embargo, por qué significar el abandono del pensamiento crítico sobre el sistema capitalista (reflexionado de manera radical y brillante por Karl Marx), sino que, al contrario, debería ratificar la imagen de un proyecto socialista cuya lógica histórica se opone por completo a la del sistema económico vigente. Frente a la desenfrenada lógica del productivismo burgués, cuyo lema es producir por producir con la finalidad de acumular mayores cantidades de capital, la construcción de una sociedad libre en el futuro debería introducir una nueva manera de pensar los ciclos económicos y la relación del ser humano con la naturaleza y sus propios procesos. Separarse de la imagen frenética de la producción que el capitalismo ha propuesto como única vía para entender el crecimiento económico es el primer paso en una larga marcha hacia la construcción de un mundo distinto.

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Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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