Beethoven: 250 aniversario natal
Es considerado uno de los compositores más importantes de la historia de la música y su legado ha influido de forma decisiva en la evolución posterior de este arte. Y con justa razón. Su producción incluye los géneros pianístico (treinta y dos sonatas para piano), de cámara (incluyendo numerosas obras para conjuntos instrumentales de entre ocho y dos miembros), concertante (conciertos para piano, para violín y triple), sacra (dos misas, un oratorio), lieder, música incidental (la ópera Fidelio, un ballet, músicas para obras teatrales), y orquestal, en la que ocupan lugar preponderante nueve sinfonías. En este 2020 se celebra el 250 aniversario del nacimiento del compositor Ludwig van Beethoven. Víctor Roura se suma a la conmemoración de dicha efeméride…
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Me gustaría ser velado con el fondo de la séptima sinfonía de Beethoven. No sé qué tenía en la cabeza el compositor de Bonn para haberla armado con tan elocuente tristeza o visible melancolía. No conozco otra pieza clásica que desnude con tanta vehemencia la desdicha humana.
Beethoven es una palabra insuperada en la música de concierto. Vivió 56 años hallando la muerte, el 26 de marzo de 1827, en Viena. En este diciembre, ya que se desconoce el día exacto de su nacimiento, se celebra el 250 aniversario de su nacimiento.
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En sus últimos días, Ludwig van Beethoven sufrió horrores sus padecimientos. Al mirar su abdomen hinchado, Andreas Wawruch, profesor de patología y medicina clínica del Hospital de Viena, concluyó que no había más remedio que extraer el líquido en una operación, “procedimiento que se llevó a cabo el 20 de diciembre de 1826 y que, literalmente, produjo varios litros de líquido acuoso y séptico”.
El compositor alemán “se sintió un poco mejor cuando se despidió de su sobrino Karl el 2 de enero de 1827, con motivo de la incorporación del joven a su destacamento militar de Moravia, y al día siguiente redactó un testamento en el que lo nombraba su único heredero. El 8 de enero se le practicó un nuevo drenaje en el que incluso se le extrajo más fluido que en la primera ocasión. Era tal la cantidad que el compositor casi estaba inmerso en su propio líquido; las mantas y el colchón quedaron empapados, el enorme barreño de madera que había debajo de la cama estaba lleno a rebosar y la paja que esparcieron para proteger el suelo también se impregnó del fluido nauseabundo y se llenó de cucarachas que se acercaron atraídas por el hedor”.
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Era, por supuesto, una forma de morir horrible, indecorosa y degradante, dice Russell Martin en su libro El cabello de Beethoven (Punto de Lectura). “Pero, aunque los bichos le daban asco, Beethoven poco a poco fue tranquilizándose. Escribía música, y con la ayuda de un metrónomo corregía una partitura de la novena sinfonía para sus benefactores de la Sociedad Filarmónica de Londres. Éstos, al enterarse de la difícil situación que el compositor atravesaba, le hicieron un préstamo de cien libras esterlinas para que las invirtiera en asistencia médica”.
A su lecho acudieron a verlo varios músicos, entre ellos Johann Hummel —uno de los primeros amigos y rivales que Beethoven tuviera en Viena—, acompañado de su esposa y un alumno suyo quinceañero, llamado Ferdinand Hiller, a quien auguraba un futuro brillante en la música.
“La presentación se produjo de una manera que recordó a Beethoven el momento en que él había conocido a Mozart 40 años atrás”, apunta Martin.
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A finales de marzo de ese 1827 y a petición de su hermano, “Beethoven aceptó a regañadientes que le administraran los últimos sacramentos”, y ese mismo día llegó de Maguncia el vino que había pedido al editor.
—Qué lástima, demasiado tarde —susurró Beethoven a Anton Schindler, que se había prestado voluntariamente a atender a Beethoven en esos momentos difíciles.
Fueron las últimas palabras del célebre autor de 238 piezas únicas, 200 de las cuales, entre canciones, danzas y cánones, consideraba “menores”.
“Esa noche entró en coma y estuvo así dos días, hasta que a última hora de la tarde del 26 de marzo, en plena tormenta de nieve, mientras junto al lecho mortuorio sólo se hallaban presentes Anselm Hüttenbrenner y una mujer desconocida (quizás la criada o una de las dos cuñadas a las que siempre se resistía a ver), se produjo un relámpago, cuya brillante luz, seguida de un trueno que hizo temblar la casa, lo desveló por un instante. Abrió los ojos, levantó la mano derecha con el puño apretado, como si quisiera rechazar la orden del cielo, y luego la dejó caer en la cama. Ludwig van Beethoven había muerto”.
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Los doctores Johannes Wagner y el mismo Wawruch se encargaron de la autopsia. Los dos facultativos, entonces, “descubrieron que el hígado de Beethoven mostraba un tamaño que equivalía a la mitad de un hígado sano, y estaba endurecido y cubierto de nódulos; el bazo era negro, duro y el doble de grande de lo normal; el páncreas también era desmesuradamente grande y duro; y cada uno de los pálidos riñones contenía numerosas piedras calcificadas. Los nervios auditivos del músico sordo aparecían resecos y desmielinizados, mientras que los nervios faciales próximos eran extraordinariamente grandes; las arterias auditivas se hallaban ‘dilatadas, su tamaño superaba al de una pluma de cuervo’ y presentaban también un aspecto sorprendentemente frágil; el cráneo era asombrosamente compacto y las circunvoluciones del cerebro (singularmente blancas y llenas de fluido) eran mucho más profundas, anchas y numerosas de lo que cabría imaginar. Si bien es cierto que ninguno de los dos médicos se extrañó al descubrir tantas anomalías, también es verdad que en aquella época los conocimientos de patología y etiología eran tan limitados que ninguno de ellos pudo deducir a partir de aquellos hallazgos las posibles causas de la sordera del compositor o de cualesquiera de sus otras numerosas enfermedades”.
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Justamente, a un lado del ataúd, estaba el muchacho de los tres lustros, el mismo al que Hummel vaticinaba un mañana promisorio en la música, que, antes de retirarse, preguntó a su maestro si sería posible cortar un mechón del cabello del difunto compositor. Nadie sabe qué respondió Hummel a Ferdinand Hiller, pero no lo hubieran permitido, a no dudarlo, ni el hermano de Beethoven, Johann, ni el albacea del compositor, Stephan von Breuning, ni su cuidador Anton Schindler.
“Sin embargo —atina a decir el investigador Russell Martin— era evidente que ya se habían cortado otros mechones de cabello, por lo que Hummel debió de decir al oído a su pupilo que estaba de acuerdo con su propuesta; seguramente, ambos hombres guardaron silencio (conmovidos por la sencillez del ritual y la tristeza del momento) y permanecieron inmóviles durante un corto espacio de tiempo hasta que al fin Ferdinand Hiller empuñó las tijeras que guardaba con el propósito de ver satisfecho su deseo y, agarrando con la otra mano un gran mechón de la larga cabellera canosa de Beethoven, lo separó de la cabeza del compositor de un rápido tijeretazo”.
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El libro de Russell es la historia de ese mechón (582 cabellos en total): el orgullo de la familia Hiller, su recorrido [del mechón, no de la familia] por el mundo, su misteriosa aparición —debido a la difuminación de la familia judía Hiller— después de la Segunda Guerra Mundial, su lote en las subastas y su traslado a la Sociedad de Estudios Beethovianos de California, que encargó —a fines de la década de los noventa del siglo XX— a médicos especialistas el análisis de los posibles residuos metálicos en el cuerpo del compositor, dando por resultado una sorprendente conclusión: probablemente había muerto envenenado por una cantidad masiva de plomo (que contenían los utensilios de cocina, las vajillas, las cuberterías, las cañerías), una intoxicación que a su vez pudiera explicar sus múltiples y variadas enfermedades —hepatitis, colitis, reumatismo, diarreas, calambres abdominales, catarros, abscesos, criopatía, oftalmía, infecciones de la piel, se llegó incluso a hablar de la sarcoidosis que está ligada estrechamente con la tuberculosis. Tal vez en efecto jamás conozcamos las reales causas de los sufrimientos de Beethoven, ni cómo ensordeció completamente a los 28 años, ni por qué estallaba en cólera en los momentos inoportunos, pero es agradecer, siempre, el esfuerzo científico por tratar de buscar una comprensible razón a lo aparentemente irrazonable. Esta vez, insisten los médicos en cuyo poder está el breve mechón de Beethoven (pues de los 500 y pico que Hiller se apropió, sólo una veintena de pelos fue a dar a manos de los especialistas), un caso crónico de saturnismo pudo haber sido la causa del lento deterioro físico de aquel genial hombre.
Tal vez.