Todo por un like (o ser un poquito como Johnni Riddlin)
“En los ríos de la fama unos flotan y otros se han hundido. No obstante, la fila es larga. Muchos aspiran a morir ahogados en las corrientes de la banalidad y la falta de pudor”.
¿Se ha preguntado qué es la fama? ¿Por qué la gente quiere ser famosa? Y una vez que alguien alcanza la fama, ¿qué pasa después? Estas tres preguntas elementales podrían ocupar a cualquiera por un buen número de años si se dispusiera a responderlas con rigurosidad histórica y analítica.
De entrada, podríamos decir que cualquier persona promedio bien entrenada culturalmente no tendría problemas para distinguir la fama de lo que no es la fama, pero difícilmente podría atinar a dar una definición precisa de ella. ¿Qué significa ser una persona famosa en un mundo como el nuestro? ¿Ser famoso significa lo mismo hoy que hace medio siglo? Su carácter polisémico apunta hacia el rumor, hacia la voz y la opinión públicas y hacia el renombre. Lope de Vega sabía lo mismo que muchos de nosotros: que la fama comienza por el rumor (ese ruido confuso de voces); que la fama viene acompañada de voces (de la sociedad, por si acaso). Al tomar forma, bien puede dar como resultado un sonido armónico (la buena fama). O, bien, puede ocurrir lo contrario: devenir un sonido inarmónico (como en el caso de la mala fama).
La fama es, diría Rousseau, el aliento de la gente; o la suma de los malentendidos, como bien la definió Rilke. No siempre la fama está asociada a los hechos heroicos como lo supuso Sócrates. Ese sonido de voces que es la fama coloca a sus protagonistas en el “foco de atención” de la vida pública. Los famosos atraen las miradas, pues la fama es un poderoso catalizador de la idealización y la mistificación. De éstas emanan (quizá) su encanto y su poder de seducción. Pero no dura para siempre. Goethe decía que un arco iris que durase un cuarto de hora acabaría por no vérsele. Y la fama, a veces se extingue demasiado pronto. El mismo sol que la hizo nacer de la tierra ingrata, dijo Dante Alighieri, es el que la marchita tan pronto brota (como la flor). De las pocas cosas lúcidas que atinó a decir el estadounidense Christopher Lasch ue que las personas que tienen fama adquieren la preocupación por perderla. Aunque le faltó decir que quienes no la tienen y aspiran a tenerla también pueden vivir con una preocupación similar o ir de una a otra.
No tanto anhela el que busca la fama ser visto, como ser idealizado y mistificado. Y atinadamente lo dijo Umberto Eco: la rígida distinción que existía entre ser famoso y estar en boca de todos desapareció. Ser visto es el medio y es sabido que esto no garantiza idealización, ni mistificación. En una sociedad donde la fama cuenta, donde la fama se venera y se adula, ser visto se ha convertido en un fin en sí mismo. Muchos quieren ser vistos pensando que así serán famosos (pero se equivocan). Y esos que quieren ser famosos, es casi seguro que no se pregunten para qué quieren serlo. En una sociedad donde el espectáculo, como nos lo enseñó el maestro Debord, se ha transformado en una relación social entre personas mediatizada por imágenes; donde la realidad y la imagen se han fusionado; y donde el espectáculo es el resultado y el proyecto de un modo de producción, parece no tener sentido preguntarse para qué quieren las personas ser famosas.
Pero es una pregunta elemental y difícil de responder. No en términos prácticos, pues la fama puede traducirse en modus vivendi. Si Séneca tenía razón, entonces la fama suena más de lo que vale. Nadie puede vivir sólo de su fama por lo que buscarla por sí misma es algo más que absurdo (sólo los imbéciles lo hacen), pero puede considerarse algo lógico y nada desdeñable en una sociedad donde el espectáculo garantiza la afirmación de las apariencias.
La multicitada frase de Warhol de que en el futuro todos tendrían sus 15 minutos de fama parece haberse hecho realidad gracias, primero, a la industria de los medios; luego, al internet, las plataformas digitales y las redes sociales; pero también gracias a la masificación y popularización de las tecnologías digitales. El viejo star system de la industria del entretenimiento se modificó gracias a la inclusión y apropiación de los usuarios que vieron mundos como el de las apps la posibilidad de colocarse en el “foco de atención” que aquel sistema excluyente y discriminatorio les negó durante décadas. Gracias a la diversificación tecnológica, al abaratamiento de las tecnologías y a la modificación de las fórmulas de transmisión (broadcasting–narrowcasting), los caminos para alcanzar la fama se han diversificado. Pero esto no es nada alentador (ni mucho menos liberador). Muy por el contrario, resulta preocupante.
El filósofo francés Georges Sorel [quien vivió entre 1847 y 1922] afirmó que la fama se fundaba en gestos absurdos y payasadas (más que en el trabajo, el sacrificio y el arte). Y casi un siglo después, la situación no ha mejorado mucho, sino que parece haber empeorado drásticamente. ¿Qué hace la gente por fama? Casi cualquier cosa, como poner en riesgo su vida haciendo skywalking o roofing; ingerir grandes cantidades de comida mientras se transmite dicho espectáculo en vivo como en el caso del Muk-bang; restregar la cara en el pan para evaluar su textura, Bread Face; exprimir granos de pus y extraer espinillas del rostro; cortar frutas y verduras en rodajas muy delgadas y exhibir los videos en cámara lenta; acariciar frutas de manera delicada para después hundir los dedos en ellas; mostrar excusados repletos de orines y excremento; bailar al ritmo de un frenético remix con un gorro de Pikachu; mostrar los senos, las nalgas, los pectorales o el abdomen; montar trilladas coreografías para bailar con un grupo de amigos al ritmo enfadoso de “Savage Love” o “Baila”, etcétera.
Agarrarse a golpes en un reality show o contar la vida sentimental propia parecen estar pasando de moda. Para aspirar a ser famoso se necesita muy poco: un teléfono inteligente, ser muy tonto y perder la vergüenza. La fama por méritos y virtudes no es entretenida ni venerada. Lo que se aplaude, lo que se vitorea, lo que se viraliza fácilmente en una sociedad de espectáculo es la estupidez. Como dijo Francis Bacon, la fama es como un río que lleva a la superficie los cuerpos ligeros e hinchados, y sumerge a los pesados y sólidos. En los ríos de la fama unos flotan y otros se han hundido. No obstante, la fila es larga. Muchos aspiran a morir ahogados en las corrientes de la banalidad y la falta de pudor. Si no ha visto a Johnni Riddlin ¿imitando? a un cerdo comer frijoles o a un gato bebiendo leche en TikTok, hágalo. Ya llegó a los 2 millones de seguidores que se necesitan para ser famoso según el capitalismo de plataformas. Entre muchas otras cosas, ilustra muy bien la condición de la fama y el mundo contemporáneo: gente idiota siendo vista por gente idiota. Y no se ofenda (si es el caso): tarde o temprano (y de vez en cuando) todos somos un poquito como Johnni Riddlin.