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No hay desescalada para las teorías conspirativas

Mientras gobiernos, organizaciones y ciudadanía se esfuerzan en controlar la pandemia, las teorías conspiranoicas se vuelven virales atizadas por celebridades y famosos, muchos de los cuales además arremeten contra las vacunas en desarrollo. En contrapeso, se multiplican las iniciativas de periodistas, científicos e internautas para aplanar la curva de la desinformación.


En estos inciertos tiempos de pandemia —provocada por el nuevo coronavirus, covid-19—, las sosegadas explicaciones de los científicos chocan frontalmente con las tajantes y fraudulentas teorías conspirativas y pseudocientíficas que, sin entrar en matices ni con prueba alguna, afirman conocer “toda la verdad” sobre el virus. Su origen. Su cura. Su porqué.

Las teorías de la conspiración están de moda. El problema ha sido calificado, de hecho, ya como una de las mayores amenazas para la sociedad. ¿Cuáles son las razones de su popularidad? Hagamos un recuento.

Los masones, los primeros chivos expiatorios

En rigor, no puede hablarse de teorías del complot hasta inicios del siglo XIX. Recién toman forma tras la Revolución Francesa, cuando los reaccionarios responsabilizan a las insidias de masones, illuminati y carbonarios las insurrecciones democráticas que sacuden el Antiguo Régimen.

No cabe duda de que las sociedades secretas promovían el avance de las ideas ilustradas y la abolición del absolutismo, pero sus enemigos les suponían un poder exagerado y una unidad de propósitos infundada. La ruptura entre las logias británicas y americanas a raíz de la independencia de Estados Unidos demuestra que la masonería distaba de ser una organización monolítica.

No tardaron otros rumores en darles la réplica, atribuyendo todos los males a tejemanejes del clero: los jesuitas fueron los primeros en portar ese sambenito; le siguieron las conjuras papistas que animaron la política anglosajona; y, en el siglo XX, las maquinaciones imputadas al Opus Dei.

A la policía de la Rusia zarista le cabe el dudoso mérito de haber infundido dimensión global a tales creencias al fabricar el primer plan oculto de dominación del mundo: Los Protocolos de los sabios de Sión. El documento apócrifo ideado para desviar hacia los judíos el malestar contra la autocracia moscovita tuvo enorme repercusión y se convirtió en la ‘biblia’ de los antisemitas.

Las teorías poseen una prodigiosa capacidad de mutación: a mediados del siglo pasado, sus autores dejan de situar a los conjurados en los márgenes de la sociedad para descubrirlos con horror en el corazón del Estado. El macartismo centra la sospecha en la administración infiltrada por los rojos; tras el asesinato de John Kennedy, éste se desplaza a los militares, los espías, el Gobierno…

No hay conspiración sin medios de comunicación

Un punto de inflexión en ese tortuoso recorrido lo marca la implicación de los medios masivos de comunicación. Me explico: en el pasado, esos extremos circulaban de boca en boca o a través de opúsculos e impresos propagandísticos; a partir de la década de los sesenta, el sistema mediático, al hacerse eco, amplifica su alcance a una escala inédita y en cierto modo los legitima.

Más importante: aparte de propagar tales fantasías, los medios han pasado a figurar entre los conspiradores denunciados por aquellas. Lo ilustra el bulo del falso alunizaje, que acusa a la industria del cine de haber falsificado las misiones Apolo en comandita con la NASA y la prensa, que le dio credibilidad al montaje.

La responsabilidad de los medios no acaba allí; pese al afán de los periodistas honestos por desmontar semejantes dislates, las primicias del periodismo de investigación inculcan la idea de que la realidad aparente es un fachada engañosa y que la verdad se esconde entre bastidores; una verdad secuestrada por unos pocos que los periodistas pugnan por sacar a la luz pública. Sin pretenderlo, sus revelaciones fomentan una visión próxima a la conspiranoica.

Filosofía de la sospecha

Para algunos expertos, esas teorías son el mapa cognitivo del pobre: versiones simplificadas y maniqueas de la realidad al gusto de individuos cuya escasa formación les impide captar los matices, ambigüedades e imprevistos de los fenómenos históricos. En contra, otros defienden con algo de razón que, pese a sus exageraciones, expresan críticas legítimas al poder; aunque suelen olvidar que por cada conspiranoico progresista hay otro adscrito a la ultraderecha más delirante.

Otros estudiosos encuentran lógica la proliferación de esa mentalidad en la sociedad de la información. En entornos saturados de datos cuya comprensión supera nuestras posibilidades de análisis, proporcionan atajos mentales que nos ayudan a tomar decisiones sin esfuerzo. Hasta los especialistas que dedican muchas horas y energía intelectual a los asuntos de su campo sucumben al atractivo de las respuestas rápidas a cuestiones que no dominan y compran explicaciones de procesos intrincados basados en chanchullos de la CIA, la banca o un gobierno mundial invisible.

Lo que está fuera de discusión es su utilidad para revelar temores sociales latentes. Ellas nos informan del recelo a las élites, del descrédito de la democracia liberal, de la desconfianza en las instituciones garantes de la verdad, incluidas el periodismo y la ciencia, sospechadas de confabularse con los poderosos. Hablan, además, de la desazón del individuo ante una globalización de abrumadora complejidad, imposible de cartografiar mentalmente. En una reacción defensiva a esa ansiedad corrosiva, la sobreinterpretación del pensamiento conspiranoico —cualquier cosa es un signo del complot—, al destapar los engranajes ocultos que presuntamente rigen nuestros destinos, ponen orden en un mundo caótico; un orden tenebroso pero al menos comprensible.

Como dijo Kissinger: hasta los paranoicos tienen derecho a tener razón.

La irracional racionalidad de los conspiranoicos 

Si las pseudociencias siguen a las ciencias naturales como la sombra al cuerpo —la astrología a la astronomía; la ufología a la astronáutica; la homeopatía a la medicina; la parapsicología a la psicología—, los conspiranoicos hacen lo propio con la sociología, la ciencia política y la historia. Los hallazgos de estas disciplinas sobre la influencia de los intereses económicos, la complicidad de la prensa con las clases dirigentes, el efecto engañoso de las ideologías o la persistente opacidad del Estado democrático son fagocitados y distorsionados por el pensamiento conspirativo.

A diferencia del esoterismo, dichas percepciones insisten en su racionalidad; de ahí su obsesión con las pruebas: siempre están aportando evidencias y reclamando documentos supuestamente retenidos. Pero cuando los archivos se abren y no les dan la razón, claman que han sido destruidos o manipulados y desbarran al dar a la falta de evidencia el valor de la evidencia.

Desde luego, hay conspiraciones reales. Como dijo Kissinger: hasta los paranoicos tienen derecho a tener razón. Mientras escribo estas líneas, cien complots se ponen en marcha. Son de sobras conocidas las ‘cloacas de la democracia’, en donde agentes del Estado actúan al margen de la ley. Pero de ahí a afirmar que la historia se mueve por intrigas orquestadas en la oscuridad por camarillas estratégicamente ubicadas, conlleva el absurdo de considerar zombis al resto de las fuerzas sociales así como de negar el rol del azar, el desbaratador de numerosas conjuras.

Con todo, que el concepto crítico de teoría conspiranoica se haya asentado en el discurso público prueba la existencia de un saludable escepticismo; pero al parecer no basta: por cada fantasía refutada, otra ocupa su puesto. El síndrome del complot domina el imaginario político y científico.

Covid-19: la rumorología no da tregua

En estas semanas corren ríos de tinta sobre algunas manifestaciones que contradicen el consenso científico.

En las calles se aprecia la llegada de la nueva normalidad, pero las teorías conspiranoicas no conocen la desescalada. Los bulos sobre la covid-19 circulan a un ritmo frenético por las redes. Uno de los últimos en invocar el fantasma de la maquinación ha sido Miguel Bosé: en un tuit alertó contra “la gran mentira de los gobiernos” al tiempo que rechazaba las vacunas en desarrollo y el despliegue de la telefonía 5G.

Interpretaciones de ese tipo vienen pisando los talones al germen desde que salió de China. El 20 de enero se notificó en Estados Unidos el primer contagio y al día siguiente el influencer Jordan Sather ya afirmaba por YouTube que el SARS-CoV2 había sido patentado por un laboratorio británico. El infundio fue replicado de inmediato por los círculos conspiranoicos y grupos antivacunas, y luego por públicos más amplios.

Desde aquellas fechas, la rumorología no ha dado tregua. La plataforma neoyorquina News Guard ha identificado 142 webs que “han publicado información falsa y potencialmente peligrosa” sobre la covid-19 en Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Alemania. Por su parte, The International Fact-Checking Network trabaja en la detección de miles de noticias falsas sobre el tema.

Toda teoría conspirativa pretende explicar una calamidad colectiva a partir de un complot ejecutado en la sombra por autoridades o personas poderosas. En el caso del coronavirus, la mayoría de ellas coincide en definirlo como un virus artificial concebido con propósitos malignos.

China, en la diana

China, de donde se irradió la infección, protagoniza muchas conspiraciones sanitarias, ninguna de ellas del todo original. Las que hablan de un microbio diseñado en un laboratorio de alta seguridad en Wuhan, guardan un sospechoso parecido con Los ojos de la oscuridad (1987), el thriller de Dean Koontz acerca de un virus del arsenal biológico de Pekín.

Hay variaciones que reproducen sin más el Peligro Amarillo, un relato racista inspirado en Fu-Manchú, el arquetípico villano del cine, que aflora en Estados Unidos cada vez que peligra su hegemonía en Asia.

Otros extremos vinculan la pandemia a las compañías farmacéuticas. Algunos les acusan de promover las críticas a la hidroxicloroquina para que no le haga sombra a sus medicamentos; y otros van más lejos y afirman que patentaron el virus.

Las primeras versiones atribuían la patente al Pirbright Institute de Inglaterra; las siguientes, al Centers for Disease and Control de Estados Unidos. Un examen atento revela el reciclado de bulos que achacaban el virus H1N1 a un plan maquiavélico de Donald Rumsfeld, exsecretario de Defensa y exdirector del laboratorio Gilead.

Las hay que denuncian designios genocidas. El líder boliviano Evo Morales lo expresó al imputar a Estados Unidos y las multinacionales “una planificación para la reducción de la población innecesaria. ¿Y cuál es la población innecesaria? Los abuelos, las personas de la tercera edad”.

En Europa del Este corren acusaciones con tufo antisemita contra el financista de origen judío George Soros, quien habría fabricado el patógeno con la intención de arruinar la economía china.

Y están las que culpan al 5G, la telefonía inalámbrica ultraveloz. Ventiladas en estos días por Miguel Bosé, sostienen que la pandemia ha sido causada por exosomas —vesículas extracelulares— estimulados por la contaminación electromagnética.

Inspiradas en las versiones infundadas que atribuían al 5G una acción cancerígena, soslayan que el coronavirus azota regiones en donde no existe esa tecnología y que Corea del Sur, donde más está implantada, es uno de los países que mejor ha controlado la infección. Igual caso omiso hacen de la OMS, la FDA y los especialistas en radiofrecuencias que insisten en que las radiofrecuencias no dañan la salud.

“Yo digo no a la vacuna, no al 5G y no a la alianza España/Bill Gates”, manifestó Bosé, repitiendo el rumor de que Gates prepara una vacuna que inyectará a los pacientes microchips para controlar sus mentes. En otro tuit confundió a la Alianza Global de Vacunas promovida por la ONU con una compañía farmacéutica, avivando el recelo a las inmunizaciones en fase de desarrollo. (En estos días, por cierto, Bosé ha eliminado su cuenta de Twitter.)

Al igual que el virus, la desinformación viaja por el mundo y atraviesa fronteras libremente.

Reciclado continuo de miedos y mentiras

Casi todos los relatos expuestos reaprovechan narrativas preexistentes. A la manera del caleidoscopio, combinan fragmentos sueltos de historias almacenadas en la memoria colectiva para configurar vistosas remezclas. De ahí que un modo eficaz para determinar si una explicación extravagante es conspirativa sea estudiar su semejanza con otras difundidas previamente.

En esas operaciones de bricolaje se reciclan temores incrustados en la opinión pública que salen a la superficie en circunstancias críticas. Así ocurrió durante la gripe H1N1 en 2009: “Tanto la gente en los países ricos como en los menos desarrollados desconfiaba de quienes describían como élites transnacionales, que podrían tomar decisiones acerca de los cuerpos y la salud de los ciudadanos de las naciones pobres basándose en sus intereses financieros”, observa en un artículo Shawn Smallman, experto en globalización de la Universidad de Portland.

Las teorías actuales añaden a esos temores un batiburrillo de aprensiones por el poder de China, la ingeniería genética, las radiaciones de todo tipo, las tecnologías de la comunicación…

En tándem con los miedos, las ideologías determinan la receptividad a esas historias. Una encuesta de la Fundación Jean Jaurés indica que el 17 % de los franceses cree que el virus fue creado intencionalmente, cifra que se dispara al 40 % en los votantes de la ultraderecha. Otros estudios anteriores al coronavirus detectaron posturas similares en la izquierda radical.

Tiene lógica: “En la medida en que los extremos son los más escépticos en el orden vigente —nos explica Josep Lobera, sociólogo de la Universidad Autónoma de Madrid— son los que más han transferido su desconfianza de las jerarquías políticas a las autoridades médicas”.

También predispone a la credulidad la ansiedad acumulada en la cuarentena, sumada al tiempo disponible para buscar en Internet respuestas a una crisis perturbadora.

“En el confinamiento la desinformación se acelera y se intensifican en las redes sociales las teorías del complot”, comentó a la prensa francesa Rudy Reichstadt, el director del Observatorio del Conspiracionismo de París.

Un caso aparte lo constituyen quienes usan los bulos como propaganda. Donald Trump, cabeza de la primera potencia mundial, pasó de negar el peligro de la covid-19 a acusar a China y la OMS de contubernio. Similar retórica empleó su archienemigo, el ayatolá Jamenei, al insinuar que el virus fue adaptado por Estados Unidos al perfil genético de los iraníes. En igual o mayor medida que los colectivos marginales que pululan en las redes, las palabras de éstos y otros dirigentes han contribuido a legitimar el discurso conspiranoico en la agenda pública.

Los efectos de este bombardeo discursivo ya son perceptibles: el Instituto Pew ha encontrado que el 29 % de los estadounidenses opina que el virus fue engendrado en un laboratorio. Igual piensa el 26 % de los franceses entrevistados por la Fundación Jean Jaurés. Por no hablar de las antenas de telefonía destruidas en el Reino Unido al calor de las patrañas sobre el 5G.

Con todo, hay novedades estimulantes. A diferencia de lo ocurrido en las crisis sanitarias anteriores, se ha puesto en marcha un esfuerzo colectivo sin parangón para achatar la curva de la desinformación. Lo acreditan los autores del estudio genético que confirmó que la estructura del patógeno no ha sido manipulada, los internautas que pugnan por persuadir a sus conocidos de la inverosimilitud de dichas teorías, y los periodistas y expertos de las plataformas consagradas a contrastar las informaciones que inundan la web.

Ante una nueva crisis de confianza

Ahora bien, tan importante como verificar los datos es atacar el problema en su raíz: la desconfianza en las fuentes oficiales. Por ese motivo, en un artículo publicado en The Guardian los académicos Nicolas Guilhot y Samuel Moyn exhortan a actuar sobre las razones profundas que nos tornan tan receptivos al canto de las sirenas paranoicas: “Lo que necesitamos no es desbaratar presuntos complots o el desenmascaramiento de las teorías de la conspiración, sino un nuevo realismo político que analice con mirada fría las políticas económicas y fiscales que han fracasado numerosas veces desde hace demasiado tiempo”.

¿Qué secuelas dejarán estas teorías? No se precisa una bola de cristal para prever un aumento de la desconfianza en las autoridades sanitarias. En cuanto al 5G, David Martínez, director de Nobbot, la web tecnológica de la compañía Orange, descarta que su despliegue en los países se vea trabado: “Si fuera por esas teorías, hoy no disfrutaríamos del 4G ni del wifi, tecnologías que a buen seguro utilizan quienes difunden mentiras sobre el 5G”, nos ha dicho.

A su modo de ver, son episodios recurrentes de tecnofobia: “Ante cada nuevo avance siempre hay voces que alertan de la llegada del apocalipsis. Por fortuna, son corrientes minoritarias que, aunque hacen ruido, tienen poco recorrido”. No obstante, advierte que “habrá que estar vigilantes para que estas teorías, refutadas con rotundidad por los organismos oficiales y la comunidad científica, no logren la difusión que algunos buscan”.

De cara a las futuras vacunas contra el SARS-CoV2, Lobera se muestra convencido de que el número de reticentes a la inmunización aumentará. “Y si este pasa del 10 al 20% de la población se verá comprometida la inmunidad de grupo”, asegura.

Que ese escenario se concrete o no dependerá de la resonancia pública de los discursos conspirativos, y sobre todo “de cómo gestionemos en los próximos meses la información científica”. El sociólogo insta a enfocar las campañas educativas “no en el núcleo de activistas antivacunas, sino en los sectores con posturas menos cerradas”.

Respecto de tales campañas, y a la vista de la rumorología generada, Jorge Lozano, catedrático de Teoría de la Información de la Universidad Complutense, considera urgente “una pedagogía que alerte de que, en la crisis, el vacío abierto por la inevitable incertidumbre siempre lo llenarán las noticias falsas y los rumores”, indica.

Y concluye: “Tenerlo claro de antemano no eliminará el ruido que las teorías conspirativas meten en la comunicación, pero sí ayudará a reducirlo a un nivel manejable”.

Fuente: Agencia SINC.

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