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La libertad de la poesía


En esa obra perfecta y, a la vez, abierta que es El libro por venir, Maurice Blanchot nos narra el comienzo de la carrera literaria de Anonin Artaud. A los veintisiete años, Artaud decide enviar, por primera vez, una serie de poemas a una revista. Los poemas son rechazados cortésmente por su director (Jacques Rivière), quien, en una carta, le expone a Artaud la razón de su rechazo, aduciendo que se trataba aún de poemas defectuosos, que demostraban un control insuficiente de las formas de versificación. Ante ese rechazo, Artaud responde con otra misiva, intentando explicar el porqué de la insuficiencia e imperfección de los poemas: éstos, escribe, fueron productos de un abandono casi total del pensamiento que lo obligó a expresarse de manera defectuosa. De esa manera, comenzó entre ellos un intercambio epistolar, al final del cual, Rivière le propone a  Artaud publicar “las cartas escritas, en torno a dichos poemas no publicables” (los cuales decide publicar sólo a guisa de ejemplo y testimonio de las cartas).

Lo curioso de la anécdota es que nos muestra la paradoja que encierran ciertas obras literarias y su recepción pública: tal pareciera que aquellos intentos de romper las formas establecidas por la tradición, que encierran un conjunto de claves indescifrables para la mirada acostumbrada a los códigos aceptados como válidos, sólo pueden ser reconocidos y apreciados si pasan por la criba de una traducción racional que los haga inteligibles al lector promedio. Ello, sin embargo, implica un sacrificio: el de la obra misma, que en lugar de abrirse a su indeterminación original, al rico misterio que la motivó, termina siendo reducida a una serie de parámetros desde los cuales produce una sensación de control y sosiego en el receptor.

Libertad creativa y control, ánimo desbocado y limitación racional son los extremos dentro de los cuales se mueve la obra de arte. En realidad, toda obra literaria es un producto original de un decir que supera con mucho el decir racional, pragmático y sosegado de la vida cotidiana. Es un cuestionamiento directo de él. En el espíritu del escritor, no obstante, esta escisión es experimentada como una lucha: “¿hasta dónde podré expresarme más allá de la razón y la sinrazón, más allá de las fronteras en las que, inexorablemente, estoy condenado a vivir?”

Blanchot ejemplifica dicho conflicto en la figura de Goethe. Según nos narra, una voz demoníaca solía susurrarle palabras al oído, a tal punto que, cuando era joven, en relación a la conclusión de sus escritos y al esfuerzo de conducirlos a buen puerto, el autor de Fausto llegó a exclamar: “Para mí, no cabría ni plantearse acabar bien”. Lo importante era dejarse llevar por el impulso que lo había orillado a escribir, por esa necesidad imperiosa que no podía ni siquiera reducirse a un mandato moral, sino a una infinitud creativa que no era posible acallar. Más tarde, empero, tras la redacción del Werther, Goethe —tal como lo afirma Blanchot— dudó de esas fuerzas demoníacas y se resistió, de nuevo, a ser tentado por ellas. La razón había triunfado. Goethe siguió un mandato que, desde el Renacimiento, se impuso al artista en relación a los productos de su creación: ser capaz de mantener un control subjetivo sobre las obras, de tal manera que éstas no sean más que la expresión coherente de un yo que tiene algo específico que comunicar y que sabe cómo y cuándo hacerlo.

Eso fue precisamente lo que no pudo concebir Antonin Artaud. Eso fue precisamente el origen de la imperfección de sus poemas, el no saber exactamente qué decir, el no poder someter su poesía a un orden superior que la domesticara. “Jamás he escrito más que para decir que jamás hice nada, no podía hacer nada y que, al hacer algo, en realidad no hacía nada. Toda mi obra ha sido construida y sólo podrá serlo sobre la nada…”. Esa nada no era una nada parcial, sino radical, una nada que lo cuestionaba todo y que, por la tensión que generaba, no dejaba otra opción más que la de rebelarse reinventando de nuevo la palabra. Sólo que esa palabra, como lo insiste Blanchot, no era ya la palabra-amo de un sujeto racional, sino la palabra poética que, antes de cualquier acción, se oye, se escucha y se atiende sin forzarla a expresarse. ¿A qué invita esa palabra poética? A perderse en la infinitud de las formas, a arriesgarse a la violencia de los nombres y los verbos, a rebelarse contra toda ley (gramatical, moral, ideológica) que imponga una norma de escribir: a entregarse a la libertad de la literatura, cuya única verdad es la de la interminable obra por venir.

Twitter: @CarlosHF78

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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