“La literatura también debe provocar una sacudida, que las cosas den un giro”
Ella dice que hay un tiempo dormido, quieto: es el tiempo de la memoria, de la espera. Lo dice porque lo sabe; lo sabe porque lo ha vivido: un tiempo en el que el tren se detiene. Un día, hace ya algunos años, preguntó: ¿A dónde vamos, papá? Sólo el silencio y la lluvia respondieron. Siguió andando, al lado de su familia, hasta habitar un lugar que no conocía. Pero el tiempo crece en espiral. Así que llegó, para ella, el momento del regreso, de la semilla en flor, de volver a ese lugar donde su ombligo fue enterrado.
Hoy, que es dueña de las palabras en dos idiomas, de su pensamiento, de sus sueños, Nadia López García (Oaxaca, 1992) nos muestra, en el libro Tikuxi kaa / El tren, que mientras la memoria nos permite volver al sitio primero en el que cada uno de nosotros se siente uno mismo, la literatura es la única forma de mirarnos con nuestros propios ojos, no con los ojos de los demás, que a veces son tan lacerantes.
Tikuxi kaa / El tren es un pequeño poema, editado por Almadía con ilustraciones de Cuauhtémoc Wetzka, que se desplaza sobre dos lenguas muy distintas. En una de ellas, por mencionar sólo un rasgo, casi todas las palabras terminan en vocal: pocas hay con una consonante al final. Como si fueran las vías por las que camina el ferrocarril, ella, Nadia, tiende en paralelo sus versos en tu’un savi (mixteco) y en español: “Tsáni mà’na/ nuu nchacha ñantaka’i ra/ kunchee ñuu, kachi yuku/ ra tsaa” / “Soñé un sueño/ donde tenía alas de colores y/ volvíamos al pueblo,/ hablábamos con los cerros/ y florecíamos”.
¿Cuál es nuestro pasado? ¿Cuáles son nuestras raíces? ¿Cuál es el lugar que más extrañamos? Son preguntas que se hace Nadia López García al conversar con Salida de Emergencia. Ella no lo duda. Y desde su memoria geográfica, pero también simbólica, se responde:
—El lugar que más extraño es la cocina de mi mamá porque siempre está calientita y siempre tiene café puesto en las brasas. Es el lugar al que siempre busco volver, si no físicamente, por lo menos con la memoria.
Castigo o golpe por hablar mixteco
Nadia nació en una escondida comunidad de Oaxaca llamada La Soledad Caballo Rucio, del municipio Santa María Yacuhiti, en la región mixteca. Cuando era aún muy pequeña, sus padres (él veracruzano, ella oaxaqueña) migraron al norte de México, a los campos de cultivo del Valle de San Quintín, en Baja California. La intención de su padre era cruzar algún día hacia Estados Unidos. No lo consiguió. Así que luego de un tiempo, regresaron a Oaxaca. Fue en Baja California donde Nadia cursó los primeros grados de su instrucción primaria. En esos años, su lengua era el español, pero al volver a la Mixteca Alta de Oaxaca adoptó como su idioma el tu’un savi.
—Por mucho tiempo, en mi casa sólo se habló español —dice Nadia—. Fue hasta que volvimos a Oaxaca, cuando yo tenía siete años, que empecé a hablar la lengua de la comunidad. Para mí era algo maravilloso porque cuando tenía ocho años ya estaba pensando en dos lenguas. Cierto día, le pregunté a mi mamá por qué no nos habló en mixteco cuando mis hermanos y yo éramos chiquitos. Entonces me enteré que ella habló mixteco de forma monolingüe hasta los 15 años. Cuando tuvo a mi hermano mayor, quien me lleva cuatro años, ella aún no dominaba bien el español. Me dijo que en la primaria sus maestros eran muy sanguinarios: la golpeaban y la pellizcaban porque no hablaba español. Me contó que incluso había un letrero encima del pizarrón en el que decía “Aquí no se habla mixteco”. ¡Y estaba escrito en mixteco! Así que mi mamá creció con mucho miedo de hablar frente a otros su lengua. Mi papá fue quien le enseñó a hablar español. Ahora entiendo por qué mi mamá tomó la decisión de no hablarnos, cuando éramos pequeños, en su propio idioma: no quería que ninguno de nosotros creciera con miedo, no quería que la gente nos castigara o nos golpeará por hablar mixteco.
Sin embargo, tanto su mamá como otras mujeres de su familia y de su comunidad ya no piensan así, pues Nadia ha compartido con ellas no sólo la importancia de hablar una lengua originaria, sino lo valioso que es romper con muchos esquemas que obligan todavía a la mujer a cumplir determinados roles dentro de la comunidad.
—Hay muchas formas de ser mujer, sobre todo en Oaxaca —dice Nadia—. La mujer istmeña, por ejemplo, tiene mucha presencia en su región, son muy fuertes. Esto no significa que en otros lugares no seamos fuertes, sino que históricamente hemos crecido desempeñando en la comunidad un papel secundario, incluso terciario. Hasta la generación de mi mamá, todavía había matrimonios arreglados. Hemos crecido creyendo que sólo podemos desempeñar determinados papeles; hay espacios en los que ni siquiera podemos hacer uso de la palabra. Es cierto, esto tiene que ver algunas veces con la tradición de nuestro pueblo, pero también es cierto que cualquier tradición que atente contra los derechos humanos debemos cambiarla o replantearla. Yo respeto mucho la tradición que me tocó vivir, ahí me formé como mujer, pero en pos de la tradición ¿cuántas mujeres no dejamos que sean calladas, violentadas? A veces eso se asume como natural. Con mi trabajo busco también demostrar que sí se pueden cambiar las cosas porque mientras tú y yo hablamos te puedo asegurar que hay muchas mujeres en las comunidades que quieren hablar y no las dejan porque los hombres le dicen: “Éste es el lugar que te corresponde, no busques otro”. La literatura también debe provocar una sacudida, que las cosas den un giro.
La invisibilidad de los niños migrantes
Nadia no sólo intenta cambiar las condiciones de vida desfavorables de muchas mujeres, también se involucra en actividades que tratan de mejorar las condiciones de vida de un grupo muy vulnerable y casi invisible para todos: los niños migrantes. A ellos es a quienes les habla en Tikuxi kaa / El tren. A su propia memoria, a sus propios recuerdos como migrante: “Kachi me maa kusu ntakua’a ve’e/ ñu’ú nchii me xantu kutsi,/ nchii kata kitiskun kani ná’a ra ita/ miki ntìì” / “Dice mamá que pronto volveremos/ a esta tierra donde mi ombligo fue enterrado,/ donde canta la chicharra de mañana/ y las flores nunca mueren”.
—El libro es el resultado de muchos años de trabajar en talleres de creación poética con niños de 6 a 16 años, tanto en Oaxaca como en Baja California y en Estados Unidos —afirma Nadia—. Eso me permitió darme cuenta de que los niños migrantes o desplazados son infancias de las que casi no se habla, son infancias que casi no se ven. La mayor parte de la literatura infantil está conformada por libros con muchos colores, formas redondas y brillantes. Pero justo Tikuxi kaa [cuya traducción literal es “gusano de metal”] tiene ilustraciones en blanco y negro porque muchas veces, cuando recordamos, no lo hacemos con los mismos colores o los mismos olores que había en ese momento, sino que recordamos en este color un poco gris. Cuauhtémoc Wetzka, el ilustrador, me dijo que decidió usar la técnica de carboncillo porque da la impresión de que el trazo está un poco desdibujado, de que no está muy remarcado. Así es la memoria: conforme vamos creciendo olvidamos muchas cosas, se desdibujan. La poesía de este libro lo que busca es eso: que recordemos cuál fue el lugar donde quedó nuestro ombligo, donde quedó nuestra infancia, donde quedó nuestra memoria: ese lugar en el que pensamos cuando queremos escapar de donde estamos.
La ausencia de color en las ilustraciones refleja también, y quizá por encima de todo, que muchos niños no tienen una infancia luminosa y brillante, con formas dulces y divertidas, sino que han crecido en el abandono. Tan sólo de enero a junio del año pasado —y considerando nada más a los extranjeros y no a los mexicanos que se desplazan en busca de mejores condiciones de vida de un lugar a otro del país—, la autoridades migratorias de México detuvieron a casi 35 mil niñas, niños y adolescentes, esto es cerca del doble que en el mismo periodo de 2018. De entre ellos, más de 24 mil llegaron acompañados y cerca de 9 mil se encontraban solos. Y de enero a septiembre de 2019, en Estados Unidos fueron aprehendidos más de 76 mil menores, la mayoría centroamericanos, que viajaban sin sus padres. Las cifras son colosales.
—Esos niños también son nuestras infancias y necesitamos acercarnos a ellos —dice Nadia—. Hay muchos estudios sobre migraciones comparadas, sobre políticas migratorias, sobre remesas, sobre los lugares a los que la gente migra, sobre la pérdida lingüística, pero hay muy pocas investigaciones que tratan de averiguar qué sienten los niños cuando migran. Porque además ellos son los últimos a los que les preguntan si se quieren ir. Los padres hacen sus maletas y ni siquiera les avisan a dónde van a llegar o cuánto tiempo va a pasar antes de que vuelvan a ver a sus amigos o a sus abuelos…
La poesía es de quién la ríe y de quien la llora
Dos veces he conversado con Nadia López García. La primera, de forma muy breve, luego de la lectura de algunos de sus poemas del libro Isu ichi / El camino del venado (el primer volumen, por cierto, que publica la Dirección de Literatura de la Universidad Nacional Autónoma de México en una lengua originaria). La segunda ocasión fue en la charla telefónica para esta entrevista. En ambos momentos, Nadia parecía una mujer apurada, con prisa, con muchos pendientes que resolver. Lo que se entiende si se lee con atención lo que esta joven mujer ha conseguido: es poeta, ensayista, promotora cultural y tallerista que, como tal, ha participado en encuentros en México, Colombia, Estados Unidos y Centroamérica. En 2017 recibió el Premio a la Creación Literaria en Lenguas Originarias Cenzontle; al años siguiente obtuvo el Premio Nacional de la Juventud; en 2019 ganó el Premio de la Juventud Ciudad de México y fue incluida por la revista Forbes en su lista de “Los mexicanos más creativos de 2018”, en la categoría de Literatura. Pero estos datos duros no dicen todo de ella.
—Como tallerista, trabajando con niños migrantes, he conocido historias que me dejan la piel súper chinita —dice—. Son historias de mucho dolor que los niños cuentan con toda naturalidad. He tenido sesiones en las que he estado a punto de llorar, pero no puedo hacerlo porque a mí me toca ser fuerte, me toca dialogar, trabajar con ellos la palabra para que se expresen por medio de la creación literaria. Los niños son poetas. No le tienen miedo a las metáforas. Las usan mejor que nosotros los adultos. Me he podido dar cuenta de que hay niños, por ejemplo, que tienen profundos sentimientos de enojo porque de un día para otro sus papás ya no estaban y eran los abuelos o los tíos quienes les decían que se habían ido a Estados Unidos a trabajar. Muchos de ellos ni siquiera podían chillar para desahogar su tristeza porque estaban en una casa ajena. Entonces, ellos necesitan convertir ese sentimiento en palabras. Sólo de esa manera es posible que materialicen otra forma de verse a ellos mismos, no como los ven los demás.
Muchas veces, la mirada y las palabras de los otros hacia ellos los hieren. Y las van guardando en silencio. A Nadia le ha tocado verlo. Y menciona sólo un caso: le tocó atestiguar cómo en Tapachula, Chiapas, los hijos de migrantes centroamericanos eran vistos con desprecio, con odio, al mismo tiempo que escuchaban la manera en que a sus padres les gritaban cosas como “regrésate a tu país”.
—Quienes actúan así no se ponen a pensar que seguro a ellos les encantaría estar en su casa, junto a sus árboles de mango, junto a sus ríos, pero no pueden hacerlo porque la mayoría de las veces uno no migra por gusto, sino como un acto forzado para tener un mejor sistema de vida, un mejor ingreso. En México, quienes más migran son las poblaciones indígenas y, de entre ellas, los mixtecos. ¡No por nada esa famosa canción que habla sobra la lejanía se llama “Canción mixteca”!
Las estaciones que atraviesa Tikuxi kaa / El tren son, pues, variadas. Así que al final de cuentas, dice Nadia, el libro es de quien lo lee y las interpretaciones serán múltiples:
—Así es la poesía: una vez que sale de uno, ya no nos pertenece, ya es de quien la lee, ya es de quien la comparte, es de quién la ríe y de quien la llora.