¿A quién se chingó el cura?
Un carajo impertérrito que al cielo
su espumante cabeza levantaba
y coños y más coños desgarraba
de blanca leche encaneciendo el suelo
José de Esproceda
No puedo seguir ocultándolo: cuando por vez primera me enteré de la existencia de un padre de la patria sentí trastocada mi escala de valores. Por aquellos años la metáfora era para mí un entresijo inalcanzable, una perversión irritante, un nudo gordiano. Por otra parte, mis restringidos conocimientos acerca de la sexualidad estuvieron en jaque ante la idea de que un sujeto pudiera convertirse en padre de la patria, nada menos, sobre todo si se trataba de un cura. Ya sabía uno que a las aves negras suele tentarles la posibilidad de caer en abominación y que buscan el tormento eterno con pertinacia digna de mejor causa. Hasta los más ingenuos estamos al tanto de la desvergüenza y la diversidad en cuanto a preferencias sexuales de los sacerdotes, desde los donjuanescos garañones y concupiscentes sodomitas hasta los adúlteros insaciables y los devoradores de revistas viciosas, desde los devotos del bestialismo y los abonados al fetichismo hasta los abstinentes y los adictos a las infantiles carnes. Como habrán notado ustedes que la lista de infracciones va de las relativamente leves a las extremadamente escandalosas, he de aclarar que antepongo los célibes a los pederastas por decisión propia y en franca transgresión a las enseñanzas del maestro Carrascosa, quien a tiro por viaje nos asestaba la siguiente cita de Remy de Gourmont: “…la más singular de todas las aberraciones sexuales es sin duda la castidad”.
Pero al margen de las jerarquías me importaba saber a quién se había chingado aquel desconcertante cura para engendrar a la patria, a quién. La preguntita iba que volaba para obsesión. Desgraciadamente, de habérsela planteado a mi padre, la onda sonora ocasionada por la bofetada hubiera llegado hasta Tizayuca —y nosotros vivíamos en la Hipódromo Condesa—, por lo que también consideré la posibilidad de tantear el terreno valiéndome de términos más educados, menos montaraces. ¿Por qué decir chingar cuando puede uno echar mano del cubano templar o del argentino arrimar la chata?
Luego, conforme iban acumulándose los almanaques la obsesión fue amainando hasta transfigurarse, de manera tan inesperada como gratuita, en una respuesta diáfana y terminante, segregada quizá por las entretelas de mi aborrascada sustancia gris: Se había chingado a la teta devoradora, a la madre patria, a España. Entonces decidí profundizar en mis conocimientos históricos y supe que la tal madre se había comportado como una genuina Mantis religiosa, porque había dado sueño eterno a su emparejadura en pleno riquirrán (1), en plena jodienda, como diría mi tío de provincias Camilo José Cela y, lo que es peor, antes de consumarse el asunto, dejando al alcanzado clérigo herido de muerte mientras, gracias al sistema nervioso autónomo, sus reflejos copuladores daban tres o cuatro postreros empujones levemente convulsos. De dónde sale lo de los postreros empujones, pues de la observación directa de los mántidos —mantis religiosa, santateresa o campamocha— así como de un hecho indudable: si no los hubiera habido y si no hubieran logrado desinsacular la fructífera cuajada, la patria no estaría a la vista ni sería palpable, ni mensurable, ni escamoteable, ni traicionable.
Otra de mis dudas estriba en la captura y muerte del padre. Por qué, si en efecto era un intermediario entre la chusma y el Gran Arquitecto, no fue advertido por éste de que Elizondo era un farandulero impresentable, un fementido traidor, un malamadre o no le advirtió al menos que no se le ocurriera entrar en liza con batallón alguno, emplazado o no en las cercanías o en las entrañas mismas de Acatita de Baján. Por qué no pudo agarrar por el pescuezo a aquel puñado de gachupines erráticos, aquella minúscula parte del imperio y dejársela caer con la misma soltura con que se la dejó caer al todo, al estado español, a cuanto iba quedando de aquellos dominios donde nunca se ponía el sol; que alguien se compadezca y haga el favor de explicármelo.
—Pues por lo pronto haga el favor de aclararnos qué le dejó caer con tanta soltura.
—Por cuestiones de procedimiento, todas las dudas se responderán al final, si no es molestia.
Y ultimadamadremente ¿por qué se comportó cual mansa oveja delante de sus trasquiladores, por qué enmudeció, por qué no dijo esta boca es mía, si llevaba fama de buen orador, marrullero, hombre culto y de colmillo retorcido? ¡Qué le hubiera durado aquel hatajo de malandrines ágrafos y semianalfabetos!
Pero mucho más intrigado me tenía el hecho de que empezara defendiendo al indefendible degenerado —que era más tonto que don Vicente y más malo que Vincent Price en La máscara de la muerte roja— y al rato incitara a la turba multa para salir a matar gachupines.
¿Un cura que no obedece los 10 mandamientos? Y no me refiero sólo al noveno, sino especialmente al quinto.
—Oye niño, una pregunta, ¿tú eres anormal? Pues mira, para mañana me traes bien estudiados a los papas números 209, Calixto III y 216, Julio II, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Pero dígame, si ya se había condenado a no entrar al cielo que le tenían prometido, a santo de qué tuvo la iglesia que excomulgarlo. Es como si guillotinas a una chachalaca y la temporada siguiente le prohíbes armar la tremolina.
—Además escribirás cien veces: “no debo pedirle congruencia a nadie y mucho menos a la santa madre iglesia”, ¿estamos?
—Pues sí, aunque preferiría escribir cincuenta veces “la fe es lo que nos da Dios para entender a los curas”.
(1) Quiero decir que se lo había escabechado —y nunca mejor dicho— cuando estaba sacudiendo la polaina sin recato alguno.
Federico Arana (México, 1942).