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Rafael Coronel: Todo pintor tiene algo de poeta, músico y filósofo


Sucedió el pasado 7 de mayo: “Con profundo dolor les hago saber que mi padre, el pintor Rafael Coronel Arroyo, acaba de fallecer. QEPD.”

Con este breve mensaje en su cuenta de Facebook, Juan Rafael Coronel Rivera daba a conocer la noticia —la terrible noticia—: el pinto Rafael Coronel, representante del nuevo expresionismo mexicano y figura de la pintura durante la segunda mitad del siglo XX, partía de este mundo. Tenía 87 años de edad.

Hombre múltiple, Rafael Coronel fue un artista inagotable, un viajero incansable, un laborioso coleccionista de arte popular mexicano —entre otros acervos—, pero sobre todo y ante todo un ser humano generoso, alegre, también sarcástico y humorista…

En una ocasión le pregunté al maestro: dice José Saramago que él escribe porque no quiere morir. ¿Es usted de la misma opinión, sólo que en la pintura?

—¿Saramago? ¿Quién es Saramago? Un futbolista, ¿verdad? —me respondió.

Y entonces soltó tremenda carcajada. Luego, tratando de ponerse serio, se apresuró a añadir:

—Así como los buenos pintores, los buenos escritores no hacen ese tipo de declaraciones…

La inquietud en el arte

Con una sólida trayectoria de casi 70 años, Rafael Coronel era considerado uno de los representantes más definidos del nuevo expresionismo mexicano. Su interés por la naturaleza humana lo llevó a captarla y volverla susceptible de transformación en forma plástica.

De hecho, su trabajo se distinguía por el dramatismo no sólo de los trazos, también en el manejo de los colores y la expresividad en los gestos de sus personajes. Y no era para menos: uno de los principales aspectos de la obra pictórica de Coronel era que ésta servía como un espejo de la realidad social mexicana. Muchos de sus personajes provenían de las zonas marginales. Es más: para muchos, sus interpretaciones dramáticas podían ser tomadas como reflexiones críticas a la sociedad o como una síntesis entre pasado y presente, entre tradición y el día a día.

Eso sí: como muchos de los grandes artistas mundiales, Rafael Coronel siempre trató de estar alejado de los reflectores; era reacio a entrevistas con la prensa, y, también, a hablar ante multitudes. Evitaba ambas cosas no por presunción, sino porque —decía una y otra y otra vez— le daba pena.

Por eso el primer sorprendido fui yo cuando, en el ya lejano marzo del año 2000, accedió a charlar conmigo. Aunque vivía en Cuernavaca desde los años ochenta, estaba en el entonces Distrito Federal para inaugura su exposición-homenaje Rafael Coronel: Cincuenta años de pintura, 1949-1999, la cual iba a exhibirse en el Antiguo Palacio del Arzobispado (Museo de Arte de la SHCP).

Literalmente sentado en la banqueta, aquella tarde-noche de marzo nos pusimos a charlar casi como dos viejos amigos.

Lo primero que le pregunté fue si se veía a sí mismo como poeta. Porque viendo sus obras, añadí, cabría pensarlo.

—Todo pintor tiene algo de poeta, músico y filósofo —me dijo—. Pero sólo se llega a la poesía cuando uno llega al equilibrio. Y todo aquel que llega al equilibrio de lo que sea puede hacer apología de la poesía. Uno puede hablar de ella, pero solamente cuando tienes el equilibrio en las manos; antes, no.

Más adelante le pregunté por su obra, la cual me parecía —y me sigue pareciendo— mayúscula, poderosa, penetrante. Única.

Y así se lo dije: sus cuadros resultan por momentos inquietantes; dudo que alguien pueda convivir con alguno de ellos.

—Cuando un cuadro es bueno no sólo deja ver el exterior, sino también el interior de la persona de quien lo pinta y de quien lo ve. El interior es lo que da qué pensar, no es el exterior; el exterior puede dar belleza, pero atrás de la belleza siempre hay que buscar otra cosa que se llama inquietud, que es un elemento básico en el arte.

—Entonces, eso significa que algo le inquieta a usted.

—A mí, ¡todo! —exclamó—. Me inquieta la entrevista, la gente, la luz; siempre he vivido muy inquieto todo el tiempo. No por miedo, sino por interés de la vida. A mí la vida me interesa mucho, y, por eso, nunca ando en los cocteles o cosas por el estilo. Prefiero sentarme en la banqueta y tomarme un refresco.

Que hablara de la gente me llevó a preguntarle por el espectador, por ése que ve su obra: ¿qué debe hacer un espectador que nunca haya visto una exposición suya? ¿Estar preparado?

—Para nada. Para nada. El espectador sólo se va a ver reflejado ahí. Cuando alguien vea uno de mis cuadros dirá que se parece a su tío, o primo. Yo pinto a la gente que me rodea, aunque a veces les ponga un gorro. Pinto mucho a la gente del pueblo, tengo danzantes, comerciantes, campesinos. Entonces, la gente se ve reflejada en mi pintura.

Volví a la carga: ¿el espectador debe entender lo que trata de decir o sólo debe dejar correr la imaginación?

—La pintura no se debe entender, sino nada más gustar. Gusta o no gusta, eso es lo importante en el arte. ¿A ti te gusta el canto de un gorrión? —me preguntó.

—Sí —respondí.

—¿Y a poco lo entiendes?

—No, pero trato.

—Bueno, así es el arte.

—¿Hay algún tipo de arte que no entienda, maestro?

—Sí, el arte de explicarme a mí mismo. Porque nunca lo he logrado, afortunadamente. Yo quisiera no responder ninguna pregunta, pero soy una gente educada y además creo en el ser humano. Por eso, ante las preguntas de niños y adultos trato siempre de contestarlas, aunque después, cuando veo mis contestaciones, me doy cuenta que estoy totalmente equivocado.

La charla viró, entonces, al arte como crítica social. La pregunta fue directa: ¿el arte es o debe ser revolucionario?

—La revolución en el arte no existe, un pintor siempre sale de otro. ¿De dónde salió Miguel Angel?: de la escultura griega; ¿de dónde salió Orozco?: de la pintura alemana; ¿de dónde salió Tamayo?: de la pintura francesa cubista. ¿De dónde salí yo?: de Orozco y de otros pintores…

Como no me había explicado bien, insistí; le dije: la pregunta, maestro, era en el sentido de revolución entendida como concepto social…

—La denuncia de los pintores a veces se hace por la forma y a veces se hace por la filosofía intrínseca de la misma obra. La pintura revolucionaria tomó como punto de partida la Revolución Mexicana. Cada día que pasa, la pintura de los muralistas es cada vez más grande y hasta ahora nos estamos dando cuenta. Y eso nos sirve a nosotros, porque así nos comparamos con ellos y también somos grandes: ellos pintaron el hombre revolucionario, el hombre con el fusil, la tortillera; nosotros estamos pintando el hombre que está sentado en el parque, el hombre que va al cabaret a emborracharse, etcétera. Es otra forma de ver al ser humano.

—Llegado a este punto —le dije—, ¿es capaz de señalar sus virtudes y defectos como si hablara de otra persona?

—Sí. Yo no tengo ninguna virtud. ¿Virtud?, ¿para qué la quiero?

—¿Y defectos?

—Tampoco. Esos para qué los necesito.

Concierto del sueño, obra de Rafael Coronel. (LS/Galería)

Madurez y personalidad

Los últimos años, las últimas décadas, han traído consigo diversos cambios en la pintura. Rafael Coronel, en ese sentido, había sido tanto partícipe como receptor de los mismos: su obra, que está ahí como testimonio, presenta diversas facetas en las cuales se pueden detectar temas recurrentes que él trató desde múltiples perspectivas pictóricas.

Aquella tarde-noche de marzo, le pregunté al respecto de manera jocosa: ¿en estos momentos, se siente más un clásico, un contemporáneo, o un barroco?

—No-no —respondió Coronel, riendo—, yo soy un manierista, ésos de finales del siglo XVI que se caracterizaban por el predominio de la manera o la forma sobre la representación o idea. Eso sí, el manierismo no es un modus vivendi con la academia, es todo lo contrario, es un abanico tremendo de expresividad que solamente con el talento se puede solventar.

Le pregunté, entonces, por sus personajes. ¿Cuál sería el sentido de los personajes coronelianos?, quise saber.

—No quiero hablar de mi pintura porque nunca sé lo que pinto —me dijo—. Pinto una cosa y a mí me parece otra; viene un crítico de arte y opina lo contrario. En realidad lo que uno pinta es lo que te ordena el instinto. Y el pintor pierde eso cuando entra lo empírico y la experiencia. En ese momento deja de tener ese impulso que deben poseer los artistas, esa frescura, esa humildad frente al arte.

Como nos estábamos divirtiendo, le solté una provocación más: maestro —comencé diciéndole—, delante de un Rembrandt, uno dice: “Esto es un Rembrandt”. ¿Delante de un cuadro suyo, se puede decir: “Esto es un Coronel”?

—¡Sí! Eso pasa cuando ya se tiene una madurez; cuando uno ya no le pide nada a nadie. Aunque te expliques bien o mal, no importa; la cuestión es que sea tuyo el cuadro, que muestre tu personalidad. Uno tiene que sentir el arte de acuerdo con la personalidad del artista.

Dicho esto, Rafael Coronel me hizo un gesto de que tenía que irse. La noche había caído, sin darnos cuenta, sobre nosotros. Le hice una última pregunta: usted ha declarado que le hubiera gustado ser un pintor anónimo, ¿por qué?

—Porque la única similitud que tengo con el arte es mi propia imagen, mi autorretrato, el reflejo de mí. Mis cuadros lo que hacen es autoexaminarme y me crean una contradicción: porque no sé qué soy, ni cómo soy. En ese sentido, lo único que deseo es no ver ninguna de mis pinturas, las detesto, no me gustan. Mis pinturas son como los klínex, que se agarran y se tiran. A mí no me gustan, nunca me han gustado. Yo no sé cómo hay gente que viene y deja una lana por ellas. Todavía no lo entiendo.

—¿Ha quemado algunos de sus cuadros? —le pregunté al final.

—¡Uf!, montones.

—No me diga que es un pirómano…

—No tanto. Soy un… Bueno, no lo voy a decir…

—Dígalo, ándele…

—No, es mejor quedarse con la duda.

Algunos datos biográficos

Decía Salvador Elizondo: “Las imágenes de Rafael Coronel no pertenecen ni a la realidad ni al sueño, alientan en esa zona intermedia entre uno y otro en que parecen sueños, pero son reales, en que parecen reales pero son soñadas”.

Y tiene razón. Los especialistas siempre trataron de ubicar a Rafael Coronel en diferentes coordenadas y corrientes plásticas, pero su trabajo iba más allá con su constante presencia creativa, logrando un universo único.

Foto de Juan Rodrigo Llaguno.

Rafael Coronel Arroyo nació en Zacatecas el 24 de octubre de 1931. Fue hermano menor de otro de los grandes de la plástica nacional: Pedro Coronel (quien falleció en 1985). De hecho fue él, Pedro, el que convenció a sus padres de que lo dejaran ir a la Ciudad de México para estudiar pintura. Era 1951.

Cuando Rafael Coronel llegó al entonces Distrito Federal lo había hecho con la intención de convertirse en arquitecto, lo cual había prometido a su padre. Sin embargo, sus planes cambiaron radicalmente cuando ganó un concurso de pintura que organizó el Instituto Nacional de la Juventud Mexicana. Era un cuadro que hizo con crayolas sobre cartón (La mujer de Jerez), porque no tenía dinero para comprar óleos y telas. El premio consistió en un diploma y una beca mensual con la condición de entrar a estudiar en la Escuela de Pintura y Escultura La Esmeralda, la cual abandonó a los pocos meses para continuar su formación de manera autodidacta.

A partir de ese momento, su historia en la pintura comenzó a escribirse.

Su ascenso fue vertiginoso: en 1953 ya era parte de la Galería de Arte Mexicano, dirigida por Inés Amor, y, en 1959, a los 28 años de edad, estaba ya montando su primera exposición en el Museo del Palacio de Bellas Artes. Aunque sus primeros trabajos tuvieron una experimentación dentro del arte abstracto, sus impulsos creativos lo llevaron a explorar diversas tendencias y escuelas, siempre con resultados sobresalientes.

En 1960, Rafael Coronel se casó con Ruth Rivera Marín (1927-1969), hija del pintor Diego Rivera, con quien tuvo a su único hijo, Juan.

En sus casi 70 años de trayectoria, Rafael participó en más de 100 exposiciones colectivas y 50 exposiciones individuales tanto en el ámbito nacional como internacional. De hecho, su obra viajó a Brasil, Italia, Bélgica, Estados Unidos, Japón, entre otros países más.

Asimismo, en sus casi siete décadas de actividad, Rafael Coronel recibió múltiples reconocimientos.

En 1990, con obras de su colección, hizo realidad uno de sus más grandes sueños: creó en la ciudad de Zacatecas el Museo Rafael Coronel, que nació con alrededor de cinco mil objetos; aunque la parte central estaba integrada por una de las colecciones de máscaras más grandes del mundo (ligada muchas de ellas al mundo de las fiestas mexicanas).

Nace un manantial

Cuando el crítico de arte Luis Cardoza y Aragón vio la primera exposición que el artista (entonces de 28 años) presentó en el Museo del Palacio de Bellas Artes, en 1959, escribió lo siguiente; es sólo un fragmento: “Escribo sólo cuando algo me entusiasma. Y lo hago con sinceridad salvaje. No me atraen los fuegos de artificio, formar frases ante la presencia de una obra. Pero hoy he visto, después de la buena exposición de Rafael Coronel, un conjunto superior, una serie de obras ricas de invención, de color, de ordenamientos formales.

Sin título, obra de Rafael Coronel. (LS/Galería)

“En años no recuerdo en México ningún conjunto de pintor joven más valioso que éste. Dondequiera que pongamos los ojos se evidencia la garra del pintor, de alguien dotado para la expresión plástica. Es un fluir de creación, con fantasía fresca y caso palpable, advertible, estoy seguro, hasta para el más profano. Y el manantial nace a borbotones, atropellándose.

“No diré, en síntesis, que descubro a Rafael Coronel. Es Rafael Coronel quien se descubre a sí mismo: su obra cargada de valores, no necesita de la palabra de nadie. Rafael Coronel no se está descubriendo sólo a sí mismo, sino, además, está revelándose a México. Y también rebelándose como un rebelde que no ha menester de exabruptos para afirmarse: se afirma y se rebela con obra varia y espontánea, y así comprueba su capacidad y lo intrínseco del valor de su creación”.

Ese mismo año, Sergio Pitol escribió: “Lo que no acabo de entender es cómo el talento de este pintor puede ser tan vario; cómo puede, familiarizado como está con los temas a que he aludido, sentir de tan viva manera la alegría e impregnar de ella sus rostros semejantes a Tenayuca o a algunas cerámicas de Picasso. ¡Ah, qué despliegue loco de pasión en esos juegos donde la fantasía se vuelca en un estallido de colores! La tierra, las hojas, la arena adquieren calidad plástica. Triunfa el morado empleado con acierto ejemplar, y surgen confundidos los verdes, los amarillos, los rojos en ráfagas airadas de jubiloso colorido. El mundo cambia de aspecto. Se demuestra que los seres tétricos y anómalos a cuya galería pertenezco, no hemos logrado aprisionar al pintor, que éste es capaz de expresar también otros registros: la ternura, el triunfo de la luz, la alegría de vivir, y que en estas tónicas sabe también adentrarse en la materia hasta capturar su esencia. En la obra toda de Coronel, como en la de mi admirado Quevedo, el mundo está visto por de dentro, y por eso cualquiera que sea el motivo que toque se advierte el calor de la entraña. Pero ya esto deberá descubrirlo el espectador, que no es mi oficio allanarle gratuitamente el camino a nadie”.

Por cierto, estos dos últimos fragmentos han sido extraídos de Rafael Coronel: Cincuenta años de pintura, 1949-1999, libro coeditado por las instituciones gubernamentales ISSSTE, SHCP y Conaculta, en diciembre de 1999.

Publicado originalmente en la revista impresa La Digna Metáfora, junio 2019.

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