Relatario: Edición Especial

Llantas anchas


Nada como la terracería para correr, aunque con llantas anchas es aún más difícil recuperar la vertical al salir de las curvas y librar las zanjas; tiene sus inconvenientes, pero todos en el pueblo coinciden en que se ven muy cabronas.

Avanzo despacio para no terminar de recorrer la única calle del pueblo. Escucho cómo cruje la grava a mi paso. Por fin llego al centro y me detengo bajo los sauces a la entrada de la única tienda. Miro al interior sin apagar la máquina. Parece desierta; en el mostrador sólo hay un gato. Voy al corredor donde se juega dominó, es muy temprano; sólo contemplo la mesa de Carta Blanca y unas botellas de Boing en el piso. Recojo la mitad de un Alas y lo pongo en mi oreja.

Las chicharras se alternan en un canto ininterrumpido. Un viento suave trae un retazo de “Kaaaaalimaaaaán”. Son las dos de la tarde, hora de la comida. “En nuestro pasado episodio, el pequeño Solín…” Echo reversa y giro para regresar a casa. Acelero en la pendiente; evado cada roca y raíz que aparecen al salir de las curvas. Conozco los defectos del camino y paso velozmente sobre el arroyo Blanco, partiendo su cauce. Al llegar al portón freno bruscamente y patino hasta quedar a unos centímetros de la tranca. Retiro los palos y entro a la enramada, me estaciono hábilmente en dos movimientos. Apago el motor.

En el borde del corredor miro a la enramada y regreso. No me gusta traer las llantas sucias, llenas de barro, aunque aquí sea casi imposible evitar eso. Camino a la pileta y tomo un bote y un trapo.

—¡Sergio! ¡Sergio! ¿A dónde llevas mi jerga?

Me quedo paralizado, sin soltar las cosas.

—¡Mira nomás cómo andas de puerco! ¡Ay! Yo no sé cómo les dio por jugar con esas llantas viejas. Nada más te cortas con esos alambres y yo te…

—No, tía, ésta no tiene ala…

—¡Ya! ¡Ya!, lávate y ven a comer y quita esa jodida llanta de la enramada, que al rato llega tu tío con la camioneta.

—Sí, tía, ahorita la quito.

Corro a la enramada y arrojo al patio mi llanta. Se aleja, rodando, y comienza a girar sobre su eje, como una gran moneda de poca monta. Da una última vuelta y se echa a la entrada de la casa, como un perro negro que siempre me espera.

Relato de Sergio Osorio (México, 1981); tomado de su libro Ámbar, publicado por Ediciones Periféricas.

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