Ciencia

En el fondo, la resiliencia es un concepto muy neoliberal: Mickaël Correia

Una conversación con el periodista de Mediapart, a propósito de su ensayo «Criminels climatiques».

Septiembre, 2022

Aramco, la compañía petrolífera de la familia real saudí, está en el primer puesto del podio de las empresas más contaminantes del mundo. La red de gasoductos rusos construida por Gazprom podría dar cuatro veces la vuelta al mundo. Las empresas chinas del carbón han emitido el 14,5 % de todos los gases de efecto invernadero desde 1988, y la campeona de todas ellas es China Energy. Tres empresas manejadas con mano de hierro por tres regímenes autoritarios que, en el colmo de la desfachatez, son firmantes del Acuerdo de París. El periodista de Mediapart, Mickaël Correia, analiza en su ensayo Criminels climatiques las actividades de Saudi Aramco, Gazprom y China Energy, las tres empresas más contaminantes del planeta. Manuel Ligero ha conversado con él.

Aramco, la compañía petrolífera de la familia real saudí, está en el primer puesto del podio de las empresas más contaminantes del mundo, muy por delante de otras más conocidas como Chevron, Exxon Mobile o BP. La red de gasoductos rusos construida por Gazprom podría dar cuatro veces la vuelta al mundo. Las empresas chinas del carbón han emitido el 14,5 % de todos los gases de efecto invernadero desde 1988, y la campeona de todas ellas es China Energy. Tres empresas manejadas con mano de hierro por tres regímenes autoritarios que, en el colmo de la desfachatez, son firmantes del Acuerdo de París.

Mickaël Correia (Tourcoing, Francia, 1983), periodista de Mediapart especialista en movimientos sociales y cuestiones climáticas, dedica su ensayo Criminels climatiques (editado por La Découverte) a analizar estas tres multinacionales energéticas. Si Aramco, Gazprom y China Energy fueran un país, serían el tercer país más contaminante del planeta, sólo por detrás de Estados Unidos y China. Sus tentáculos en forma de lobbying, corrupción, greenwashing y neocolonialismo se extienden por todo el mundo. No hay centro de poder, por exclusivo que sea, al que no tengan acceso. No hay yacimiento, de petróleo, gas o carbón, que no quieran explotar. Y no tienen ninguna intención de parar, digan lo que digan y firmen lo que firmen.

—Si en España (y en otros países) está Repsol, en Francia su equivalente sería Total. Del extranjero conocemos Exxon, Shell, BP… ¿Pero por qué no conocemos a los tres mayores contaminadores del planeta?

—No sé lo que ocurrirá en España y en otros países, pero en Francia el gran público no conoce estas empresas porque ha triunfado la idea de que son los consumidores quienes están detrás de este crimen, de que el calentamiento climático es una cuestión de responsabilidad individual y que puede frenarse simplemente con disciplina personal: comer como un mendigo, no tomar aviones, etc. Llevamos casi 30 años escuchando esto. Y el mensaje no ha calado sólo entre los políticos, también lo ha hecho entre muchos militantes ecologistas. La empresa que popularizó el concepto de «huella de carbono» fue la British Petroleum, a principios de los años 2000. Fue una gran operación de desviación a través del marketing. Y campaña tras campaña, estas empresas no sólo señalan a los consumidores como culpables. Van más allá y dicen: «Hey, no se equivoquen. Nosotros no somos el problema. Somos la solución».

—La noción de «responsabilidad individual» se puede relacionar con la de «resiliencia», promovida por muchos expertos en colapsología y con la que usted también está en desacuerdo. ¿Por qué?

—La resiliencia es un concepto que nace en los años ochenta en el campo de la psicología. Dice que después de un gran trauma puedes encontrar una solución dentro de ti para superarlo. Eso aísla e individualiza el problema. Y en el caso del cambio climático, lo despolitiza, impide la búsqueda de responsables al actual caos climático. De hecho, socializa este caos y nos convierte en cogestores de sus efectos. Desactiva la dinámica política contra las grandes empresas emisoras de gases de efecto invernadero. Lo que nos dice la resiliencia es: «Tienes que cambiar tú mismo para cambiar el mundo en el que vives». En el fondo es un concepto muy neoliberal. Desde esa perspectiva, el sexismo o el racismo serían problemas entre personas individuales, no grandes construcciones sociales e históricas que impregnan nuestras sociedades. Y la violencia policial sería el defecto de unos pocos agentes y no algo sistémico, estructural en nuestras fuerzas del orden. Con el cambio climático ocurre lo mismo: no es la suma de malos gestos individuales.

Mickaël Correia, periodista de Mediapart y autor del ensayo Criminels climatiques. / Foto: Charlotte Krebs.

—Usted habla en su libro de «criminales», de «sepultureros del clima», de «contaminadores climaticidas»… El vocabulario siempre está relacionado con el mundo delictivo. ¿Por qué ha usado ese lenguaje tan frontal?

—Precisamente porque a menudo tenemos un vocabulario demasiado pasivo. La palabra resiliencia sería un buen ejemplo. Y otra sería extinción. Lo que la biodiversidad sufre ahora no es una extinción como las ocurridas hace millones de años, es un exterminio activo por parte del capitalismo. Otra palabra con esas características es transición, para hablar de transición energética o climática. Lo cierto es que no tenemos tiempo para una transición. La fecha límite para conseguir los 1,5 ºC de subida máxima de las temperaturas es 2030. No hay tiempo para una gran ruptura, para un cambio radical. Para mí, efectivamente son criminales, en el sentido en el que desde 2015 sabemos que debemos mantener, aproximadamente, el 80 % de las energías fósiles en el subsuelo. Y reducir la producción de petróleo y gas un 40 % y de carbón un 11 % de aquí a 2030. Pero estas empresas no tienen entre sus planes disminuir la producción, ni siquiera estabilizarla. De hecho, es al contrario: en ese plazo planean aumentarla un 20 %. Total, por poner un ejemplo francés, tiene previsto aumentar su producción de gas fósil un 30 %. Es criminal hacer eso cuando la ciencia está lanzando alertas todos los días en sentido contrario.

—Y no son nuevas. Vienen de antiguo.

—Ahora empezamos a saber que estas empresas conocían desde hace mucho, mucho tiempo que sus actividades eran perjudiciales para el clima. Total lo sabe desde 1971. Y las empresas estadounidenses lo saben desde antes de 1965 [fecha del informe que redactaron para el presidente Lyndon Johnson]. En 2020, la Agencia Internacional de la Energía, que está muy lejos de ser una organización ecologista, dijo que había que detener todos los nuevos proyectos de producción de energías fósiles. Y a pesar de todo, estas multinacionales han sido extremadamente activas a la hora de desplegar sus estrategias para convertirnos, por usar el vocabulario de la droga, en adictos a las energías fósiles.

—Con consecuencias catastróficas, como sabemos.

—En Europa Occidental, desde el pasado verano, hemos tenido multitud de incendios e inundaciones. En Alemania y en Bélgica hubo varias decenas de muertos. En Norteamérica ha habido incendios gigantescos. Y estas catástrofes climáticas no son nuevas: en los países del sur vienen ocurriendo desde hace al menos 15 años. En Bangladesh, 700.000 personas se ven obligadas a abandonar sus hogares cada año por la subida de las aguas. No debemos olvidar lo que los países del sur dijeron en la COP26 de Glasgow: «Ustedes hablan de una subida de 1,5 ºC, pero es que una subida de 1,2 ºC provoca huracanes monstruosos en nuestros territorios». Significa la desaparición de varias islas del Pacífico. Hay un impacto real sobre estas poblaciones, que son las más vulnerables.

—Hoy ya nadie puede negar el cambio climático. ¿Cree, por tanto, que ha dejado de ser un tema científico para convertirse en un problema puramente político?

—Pues sí, y creo que el gran problema es de imaginación. Tenemos dificultades para imaginar otro mundo más ecológico y sostenible. Y es lógico, porque el reto es extremadamente complicado. El petróleo, el gas y el carbón son la base de nuestra civilización industrial desde el siglo XIX. Destruir o deconstruir ese imaginario es muy difícil. El coche, por ejemplo, tanto en América como en Europa, es un símbolo de libertad, incluso de virilidad para algunos hombres. ¿Cómo se desmonta eso de un día para otro? La historia del ecologismo, además, es muy reciente. Llega al debate público en la década de 1970. El movimiento obrero, por ejemplo, lleva 150 años forjando un ideal de igualdad, de emancipación, de utopía. El ecologismo tiene aún que forjar ese gran imaginario con el que las masas puedan identificarse. Y debe hacerlo, para colmo, enfrentándose al inmenso poder del capitalismo fósil, que a través del lobbying despliega sus estrategias de corrupción, de greenwashing, de colonialismo para perpetuar sus actividades. Lo difícil, políticamente hablando, ya no es sólo crear el imaginario sino que éste sea capaz de darle la vuelta a esta relación de fuerzas.

—Los dirigentes de Aramco, China Energy y Gazprom pronuncian a menudo discursos grotescos sobre su compromiso climático. ¿Por qué hay presidentes en todo el mundo que les siguen la corriente y no dicen nada? ¿Por qué nadie dice que el emperador está desnudo?

—Efectivamente, hay un cinismo increíble por parte de estas empresas. El presidente de Aramco [Amin Nasser], por ejemplo, se ha burlado públicamente del coche eléctrico. ¡Ha llegado a decir que el petróleo es la solución para el calentamiento global! ¿Por qué los dirigentes políticos no dicen nada? Pues porque están íntimamente relacionados con ellos. Aramco tiene un laboratorio a 10 kilómetros de París que trabaja con una gran institución científica francesa para perpetuar el motor de explosión. ¡Y París es la capital europea en la que muere más gente por culpa de la contaminación de los automóviles! China Energy y EDF, la gran compañía francesa de electricidad, que pertenece mayoritariamente al Estado, tienen un acuerdo para crear un gran parque eólico en el mar de China. Lo firmaron en presencia del mismísimo presidente Macron. Pero es que EDF posee centrales de carbón hipercontaminantes en China desde los años noventa. Gazprom abastece de gas a más de 15.000 empresas francesas y a varias instituciones, como la Universidad de Estrasburgo o el Ministerio de Defensa. Hay lazos muy estrechos entre los Estados europeos y estas grandes compañías energéticas. [Otro ejemplo: el ex primer ministro francés François Fillon y su homólogo italiano Matteo Renzi trabajaron como consejeros de Gazprom hasta que Putin ordenó la invasión de Ucrania; el ex canciller alemán Gerhard Schröder sigue en nómina a día de hoy].

—Si prestamos atención al discurso oficial de China, sus dirigentes dicen que quieren frenar el desarrollo de proyectos fósiles… pero que China Energy no les deja. ¿Esto es posible?

—Es sorprendente, sin duda, porque podemos abrazar estereotipos en torno al gobierno autoritario chino, verlo como algo extremadamente vertical, y pensar que cualquier cosa que diga se traduce automáticamente sobre el terreno. China ha firmado el Acuerdo de París de 2015. Xi Jinping habla reiteradamente en sus discursos de «civilización ecológica». En los últimos años China ha anunciado su objetivo de alcanzar la neutralidad de carbono en 2060 y ha prohibido la construcción de nuevas centrales de carbón en su territorio. Lo terrible es constatar que incluso en un país como China, el poder de lobbying de una empresa como China Energy es gigantesco. Su presión es tan grande que hasta ha impedido la creación de un Ministerio de la Energía en el país. A pesar de todos sus anuncios, vemos cómo China, de forma muy discreta, está construyendo toda una red de centrales de carbón en el extranjero. En términos de capacidad eléctrica, esta red equivaldría a todas las centrales de carbón de Estados Unidos. Y si todas ellas, las que están construyéndose y las que están en proyecto, entran en funcionamiento, será nefasto para el clima porque pueden hacer fracasar por sí solas el Acuerdo de París.

—Recientemente, la Comisión Europea ha aprobado una nueva taxonomía con la que quiere etiquetar el gas y la energía nuclear como «energías verdes». Y Macron ha relanzado la construcción de reactores nucleares en Francia. ¿Deberíamos estar preocupados?

—Por supuesto que sí. Y por muchos motivos. La nueva taxononía es una cosa loquísima. Macron quería relanzar la energía nuclear y para conseguirlo ha negociado con los países de Europa Central, especialmente con gobiernos ultranacionalistas y de extrema derecha, como el de Viktor Orbán en Hungría o el de Polonia, y ha cambiado cromos con ellos: «Ustedes me apoyan para que la energía nuclear sea etiquetada como ‘verde’ y yo los apoyo con el gas fósil». Polonia, además, quiere seguir desarrollando proyectos basados en el carbón. La alianza es mortífera. Y Macron ha decidido todo esto él solo, sin abrir ningún debate, lo que afecta a nuestra calidad democrática. Además, al apoyar el gas se olvida de que las emisiones de efecto invernadero no se reducen al CO2. Y al apostar por la nuclear, una solución tecnoptimista para el clima por otra parte, oculta un detalle capital: que no hay tiempo para construir todas esas centrales [seis], ponerlas a funcionar y cumplir con sus objetivos climáticos antes de 2030, que es la fecha límite. Sin olvidar que la instalación de centrales obliga a militarizar grandes extensiones de territorio y produce una cantidad monstruosa de residuos que son radiactivos durante cientos de miles de años. Para mí, es una política peligrosa desde el punto de vista de la seguridad. Eso sí, aquí hay mucho dinero en circulación: la inversión para la construcción de estas centrales se ha multiplicado por seis y llega hasta los 20.000 millones de euros.

—Usted dice en su libro que todos los países europeos son dependientes del gas ruso.

—El 40 % del gas que se consume en la UE procede de Gazprom, una empresa que, no lo olvidemos, pertenece al clan de Putin y es manejada directamente desde el Kremlin. En un contexto de subida de los precios de la energía es un instrumento geopolítico de enorme importancia, y está en manos de Moscú. Eso provoca que la relación de fuerzas sea una locura. Tradicionalmente, el gas ruso llegaba a Alemania a través de Ucrania, que cobraba por el derecho de paso. Pero a principios de los años 2000 se empezaron a proyectar y construir gasoductos que llevaban el gas ruso de forma directa primero a Alemania y luego al resto de Europa. Y el dinero que debía percibir Ucrania descendió considerablemente. En las actuales circunstancias Putin puede decir: «De acuerdo, cierro el grifo y se acabó». Eso no sólo afectaría a millones de hogares sino a toda la industria. Este gas, que es muy contaminante, encima convierte a Europa en rehén de un régimen autoritario. La compañía francesa Total ha invertido miles de millones en la explotación de campos de gas en Siberia y las sanciones económicas que pesan sobre Rusia afectarán enormemente a sus finanzas. Macron, por el momento, no las apoya, pero esto nos sirve para ver hasta qué punto estamos maniatados por Rusia en cuestión energética.

—Efectivamente, tiene toda la pinta de un secuestro.

—Y el día de la liberación, por decirlo así, no está cerca. Los nuevos yacimientos de Gazprom y Total en Siberia son explotaciones que pueden durar hasta el año 2100, incluso más. En cuanto a China Energy, las centrales de carbón que está construyendo en Asia y África tienen una vida media de 40 años. Y el nuevo proyecto de Aramco para revalorizar el petróleo, en caso de que descienda la demanda de gasolina, pasa por la fabricación de plásticos.

—Con los efectos letales que tienen sobre el medioambiente y la biodiversidad…

—Exactamente. Cada dos segundos se vierte una tonelada de plástico al mar. Bueno, pues eso va a aumentar gracias a Aramco, que ha desarrollado una tecnología petroquímica para doblar la rentabilidad del barril de crudo. Estas empresas nos tendrán secuestrados los próximos 50 o 100 años. Así que podemos decir, sin temor a equivocarnos, que hay algo criminal en todo esto.

Futbol y petrodólares

El anterior ensayo de Mickaël Correia, Una historia popular del futbol (traducido por Irene Aragón; editado por Hoja de Lata, 2019), es un delicioso viaje a través de un deporte que ha llegado hasta el último rincón del planeta por la capacidad del pueblo para apropiárselo. También ha sido mercantilizado, gentrificado, encapsulado como espectáculo televisivo y aislado de sus aficionados locales por parte de los poderosos. Pero antes de que eso ocurriera fue un instrumento de emancipación para la clase obrera, los militantes del antiimperialismo y las mujeres.

Como dice su autor, el futbol es “un crisol de numerosas resistencias al orden establecido, ya sea patronal, colonial, dictatorial, patriarcal o todo ello a la vez”.

Tan erudito como ameno, el libro cuenta, por ejemplo, cómo la working class de las fábricas arrebató este deporte a las clases altas de la Inglaterra victoriana. Y cómo los millonarios de hoy han vuelto a apropiarse de él. No en vano, el último Mundial se disputó en Rusia y el próximo se jugará en Catar. “Y la final de la Liga de Campeones, antes de que estallara la guerra, iba a jugarse en San Petersburgo”, añade Correia. “Y la última Copa de África estuvo patrocinada por Total”. En Criminels climatiques dedica un capítulo a narrar la estrategia de Gazprom, como patrocinador de la UEFA y gran inversor en clubes como el Chelsea, el Schalke 04 o el Zenit, para convertir el futbol en un instrumento de ‘soft power’. Siguiendo su estela, hoy no hay petromonarquía que no tenga su club de élite.

“Hay una lucha muy interesante que enlaza el futbol y la cuestión climática», apunta Correia. “Hay aficionados dispuestos a boicotear la presencia de Gazprom en los estadios. Quieren hacerlo por dos razones: por destruir el planeta y por ser representante del capitalismo que ha pervertido este deporte”.

Por ejemplo, el futbol español también conoce este tipo de perversiones capitalistas. Arabia Saudí compró la Supercopa de España calculando que la final la jugarían siempre el Real Madrid y el Barcelona. Pero en la próxima edición, quién sabe, podrían enfrentarse el Valencia y el Betis. En Riyad, con los aficionados de estos equipos a miles de kilómetros y en un estadio semivacío, ya que el cartel sería poco atrayente para los fans saudíes. “Es totalmente ridículo”, zanja Correia.

[Entrevista publicada originalmente en “Climática”, suplemento de la revista La Marea; es reproducida aquí bajo la licencia Creative Commons.]

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