“En Estados Unidos nadie quiere hablar de clases sociales”
En su innovadora historia sobre el sistema de clases en Estados Unidos, Nancy Isenberg expone el crucial legado de la embarazosa, siempre presente y ocasionalmente entretenida white trash (‘escoria blanca’). Los votantes que pusieron a Donald Trump en la Casa Blanca en 2016 han sido una parte permanente del tejido estadounidense: los pobres, marginados y sin tierra han existido desde la época del primer asentamiento colonial británico hasta los actuales hillbillies. Este trabajo de Nancy ahora está recogido en el ensayo White trash: los ignorados 400 años de historia de las clases sociales estadounidenses, que ya circula bajo el sello de Capitán Swing. Se trata de una investigación indispensable, tomando en cuenta los reñidos comicios estadounidenses recientes. Steven Forti, profesor asociado en Historia Contemporánea en la Universitat Autònoma de Barcelona e investigador del Instituto de Historia Contemporánea de la Universidade Nova de Lisboa, ha conversado con ella…
Steven Forti
Se ha venido repitiendo que Donald Trump sólo pudo ganar las elecciones de 2016 por el apoyo de la clase trabajadora blanca. Han florecido estudios, reportajes y documentales que intentan mostrarnos quiénes son esos obreros empobrecidos de la Rust Belt y esos campesinos olvidados de Alabama y Kansas que habrían votado a un multimillonario endeudado y grosero como Trump. Hemos empezado a escuchar términos como redneck e hillbillies. Ahora llega a nuestros oídos la expresión white trash, literalmente “escoria blanca”.
Así se titula el libro de Nancy Isenberg, profesora de Historia de la Universidad Estatal de Luisiana y una de las mayores expertas de la historia contemporánea de Estados Unidos. A lo largo de las más de 700 páginas de White Trash. Los ignorados 400 años de historia de las clases sociales estadounidenses, recién publicado por Capitán Swing, Isenberg no se ciñe tanto al presente, sino que traza la que podemos definir una contra-historia de Estados Unidos a partir de una visión de clases, centrándose en los oprimidos, los pobres y los marginados que existieron desde la llegada de los primeros colonos británicos, en el siglo XVII. Atenta a la retórica política, la literatura popular y las teorías científicas, la historiadora norteamericana nos ofrece un recorrido increíblemente cautivador que llega hasta nuestros días en el que cuestiona los principales mitos estadounidenses.
—En su libro propone desmontar algunos de los mitos estadounidenses, empezando por el “sueño americano” de la “tierra de las oportunidades”. ¿Cómo se forjó ese mito?
—Parte del mito fue inventado en 1776; está conectado directamente con los orígenes del país. Estados Unidos rompió con Europa, que era vista como una tierra atrapada en el pasado: se la asociaba con la aristocracia y la monarquía. Se creó un sistema radicalmente nuevo que no reconocía el linaje de las élites. El problema es que Estados Unidos creó su propia aristocracia: en cierto sentido, nuestros presidentes se han convertido en una especie de figura real. Sobre todo ahora.
—¿Cómo pudo mantenerse y tener tanto éxito este mito durante cuatro siglos?
—Por un lado, los estadounidenses aman las nociones abstractas y, en ese sentido, este mito funciona perfectamente. Por otro, hay un gran desconocimiento de la historia: muchos norteamericanos conocen la historia popular que refuerza este mito. Lo que pasa es que el único momento en que tuvimos una clase media estable fue el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial: esto fue posible porque el gobierno intervino en la economía y fortaleció el Estado del bienestar. Hoy en día sólo el 33% de los estadounidenses tiene un título universitario. ¿Cómo podemos decir que tenemos igualdad de oportunidades? ¿Cómo podemos sostener que existe la meritocracia? Está probado que la gente que va a las universidades, especialmente las de la Ivy League, proviene de familias ricas. Cuando dependes tanto de la riqueza de tu familia significa que estamos creando una nueva aristocracia. El mito de la igualdad de oportunidades no funciona para la gran mayoría de estadounidenses. Y este es un tema interesante porque el Partido Demócrata, que solía representar a los trabajadores, se ha convertido en el partido de las profesiones liberales. Trump se ha propuesto como el representante de una clase trabajadora inventada: en Estados Unidos, la clase trabajadora es en realidad mucho más diversa en términos raciales y de género. El mensaje de Trump está claramente dirigido a hombres blancos de clase media que tienen miedo a perder su estatus.
—En su libro reivindica la urgencia de un análisis de clase en la historia de Estados Unidos.
—Nadie aquí quiere hablar de clases sociales. El único momento en que se habló de clases fue durante la Gran Depresión en los años treinta. Cuando tienes a un tercio de la población desempleada no puedes criticar a la gente por ser perezosa. El problema es que el mito de la “tierra de las oportunidades” se ha perpetuado, pero intento mostrar que la clase es una cuestión crucial en la historia de Estados Unidos.
—¿Cómo es posible que se haya conseguido expulsar del relato nacional a los blancos pobres y negar la centralidad de la separación de clases durante cuatro siglos?
—El mejor ejemplo es Thomas Jefferson. Prometió la conquista del oeste para que la gente pobre que vivía en la costa este pudiese empezar una nueva vida en el oeste y tener su propia tierra. ¡Pero se trató sencillamente de movilidad física, no de movilidad social! De hecho, esas personas se mudaron hacia el oeste, pero a menudo no eran dueños de las tierras: en un segundo momento, venían los ricos especuladores y los echaban. Este es un retrato más preciso de cómo han funcionado las clases en la historia de Estados Unidos y no la imagen de que todos tienen sus oportunidades para conseguir el sueño americano. El otro gran problema tiene que ver con el sur del país, que siempre se ha basado en una economía agraria. Todos los estudios han puesto de relieve que las sociedades agrarias tienen mucha menos movilidad social que las sociedades comerciales. En 1776 había, de hecho, más movilidad social en Gran Bretaña que en Estados Unidos. Y, de hecho, el momento en que hubo más desigualdad fue durante la Confederación: querían crear una sociedad aún más elitista de la que ya existía en aquel entonces.
—Leyendo su libro, uno se pregunta cómo es posible que esta “escoria blanca” no haya intentado organizarse para hacerse valer.
—En algún momento lo ha intentado, como a finales del siglo XIX con el Partido del Pueblo, la primera versión del populismo o, sobre todo, a nivel de los sindicatos, aunque ahí también hubo siempre fracturas entre trabajadores cualificados y no cualificados. La cuestión es que, en general, las élites del sur de Estados Unidos han utilizado la estrategia de enfrentar a las clases pobres blancas con los afroamericanos. Han manipulado conscientemente los miedos de los blancos pobres. En el sur, además, se nota todavía la huella de la guerra civil. Muchos de los partidarios de Trump muestran una mentalidad típica del sur: no confían en el gobierno y no creen en la esfera pública. Es una consecuencia de ese “protégete a ti mismo pero no te preocupes de los demás”, típico del sistema de las plantaciones. El trumpismo es ciertamente hijo del Tea Party, pero viene también de algo más profundo.
—En el recorrido de los 400 años de historia americana, pone de relieve la importancia de una serie de leitmotivs, como el que explicitó Thomas Jefferson cuando afirmó que “la naturaleza es la que asigna las clases” o los discursos eugenésicos de finales del siglo XIX. El fracaso social dependería pues de los defectos personales de los individuos. Da la impresión de que estos discursos existen todavía si tenemos en cuenta algunas declaraciones de los republicanos de los últimos años. ¿Entonces, nada ha cambiado?
—Es bastante escalofriante, sí. Jefferson sostenía que la formación de una aristocracia natural (que debía sustituir a la aristocracia con linaje que venía de Europa) dependía de saber elegir a la mujer correcta. Sobre esto también se constituyó la eugenesia: nunca se admitirá, pero más que Alemania, los líderes mundiales en los estudios eugenésicos fueron Estados Unidos y Gran Bretaña. En el fondo, la idea de Jefferson y la eugenesia defienden lo mismo: eres lo que heredas. Piensa en el debate sobre si la homosexualidad se debe a cuestiones genéticas o culturales. O en la cuestión del aborto: ¡hay quien dice que tenemos el derecho de esterilizar a las mujeres pobres para que no pasen sus defectos a las futuras generaciones! La eugenesia sigue aún entre nosotros. Fíjate en los programas de citas online: cuando das tus informaciones a estas empresas les estás dando tu background social y educativo y te van emparejando según tu condición de clase. No es casualidad que la persona que creó en los cincuenta el primer programa de citas computarizado viniera de un sector que apoyaba la eugenesia. Lo que es irónico es que esto de la eugenesia se contrapone al otro gran mito estadounidense de que todos los individuos somos iguales.
—Bill Clinton era un joven de familia pobre de Arkansas que, en 1992, se convirtió en presidente. Sarah Palin es una mujer de Alaska, perteneciente a la “escoria blanca”, que fue nombrada candidata a la vicepresidencia en 2008. ¿Clinton y Palin representaron una revancha de la que define como “morralla humana”?
—El caso de Clinton es muy interesante: la gente se ha olvidado, pero los republicanos lo atacaron duramente llamándolo “escoria blanca”, incluso con el escándalo de Monica Lewinsky. El padre de Clinton murió cuando era niño, su padre adoptivo era violento, consiguió una beca y estudió en Yale: la suya fue una especie de historia de éxito para alguien que venía de una familia pobre. Cuando se presentó a las elecciones, lo que hizo fue conectar con la clase trabajadora blanca. Lo llamaban el ‘Elvis de Arkansas’. De manera bastante consciente, Clinton cultivó esa imagen. El caso de Palin es muy diferente: no tiene ninguna historia de éxito a sus espaldas. Lo que pasó fue que los republicanos en ese momento pensaron que, como en un reality show, cualquiera podía ser un candidato a la presidencia. Y crearon a la candidata Palin. Fue una especie de Operación Triunfo. El objetivo era presentar a alguien que fuera más cercano a la gente.
—En 2016 Trump, un ultramillonario representante del 1% más rico del país, habló a la “escoria blanca”, cabalgó su malestar y reivindicó su estilo de vida. ¿Esto marca un cambio respecto al pasado?
—Esta es la ironía de Trump: no entiende nada de la gente trabajadora, nunca ha hablado con ellos, nunca hizo nada en la vida. Además, es un empresario fracasado y endeudado. La razón por la cual a una parte de la clase trabajadora blanca le gusta Trump es la manera en la que habla: como un estadounidense cansado de la política. Su grosería le hace auténtico. Y eso nos lleva a una reflexión: lo que se quiere en muchos casos de los políticos es que se parezcan a nosotros. Trump ha adoptado la política del sur, aunque es de Nueva York. Todo lo que pretende ser no lo es y creo que muchos de sus votantes saben que es un espectáculo, un fake, como en el wrestling (lucha libre). Sinceramente, no creo que la mayoría de la gente que acude a sus mítines ame a Trump, pero le gusta estar ahí. Es como ir a un partido de futbol.
—¿Qué influencia tuvieron toda una serie de programas de televisión de los últimos cuarenta años para modelar la imagen de la “escoria blanca”? ¿La victoria de Trump en 2016 es también una consecuencia del movimiento de orgullo identitario redneck de los años noventa?
—Esos programas crean estereotipos insultantes como en el reality Here Comes Honey Boo Boo [que muestra a la familia de una muchacha que participa en un concurso de belleza infantil] donde la madre de la familia encarna el tópico de la mujer blanca pobre: jamás se ha casado, tiene tres hijos de tres diferentes hombres, dos de los cuales son violentos, es gorda… ¿Cómo podemos sorprendemos de lo que pasa en política? Aquí se percibe una vez más la enorme influencia de los medios: la gente cree ver un verdadero candidato por ese falso sentimiento de intimidad que proporciona la televisión. No se fija en los contenidos, sino en cómo habla el candidato. Los políticos se limitan a recoger inputs de la cultura de masas. Los jefes de campaña son publicitarios: esto ya empezó con Eisenhower.
—En la anterior campaña electoral, Hillary Clinton tachó de “deplorables” a los electores de Trump…
—Hillary se equivocó y esa expresión se utilizó mucho contra ella, aunque no se refería a la gente pobre, sino a los supremacistas blancos. Dicho esto, Biden es diferente porque tiene un lenguaje mucho más dirigido a la clase trabajadora y puede convencer a los votantes de Pensilvania o Michigan que hace cuatro años votaron por Trump. O a las mujeres de los suburbios de Milwaukee, en Wisconsin, que apoyaron a Ted Cruz. Por eso, creo que los demócratas apostaron por Biden y no por Sanders.
—Se habla mucho de las guerras culturales. La extrema derecha, claramente, las utiliza. ¿Es otra manera de ocultar las diferencias de clase, sustituirlas por temas identitarios?
—Los republicanos saben que la única forma de que la clase trabajadora blanca siga votándoles es utilizar las políticas culturales e identitarias que distraen a la gente de las cuestiones materiales. Lo que Trump ha hecho no es nuevo: Sarah Palin ya empezó hace una década. La gente debería votar a los políticos que pueden hacer mejoras concretas en sus condiciones de vida. Por ejemplo, ahora como nación deberíamos tener una respuesta nacional a la pandemia y no la tenemos. En cambio, mucha gente piensa que debe votar a quien más se le parece. Este es el problema.
Esta entrevista fue publicada originalmente en CTXT / Revista Contexto, y es reproducida aquí bajo la licencia Creative Commons.