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El caso Nexos / y 4

Víctor Roura entrega la cuarta y última parte de su vivisección de la prensa mexicana, tomando como referencia el caso de la millonaria publicidad gubernamental a revistas como Nexos y Letras Libres. Ahora las cosas se han puesto demasiado serias como para no tomarlas en cuenta, escribe Roura, al grado de que intelectuales lúcidos y de respeto reflexivo hablan de que Andrés Manuel López Obrador está logrando el “silenciamiento” de los medios para conseguir el poder totalitario. “Ahora se quiere hablar de censura gubernamental cuando en estos momentos, paradójicamente, hasta se pendejea de manera pública al presidente de la República sin que ocurra nada”. Pero algo se le olvida a la gente, y es buen momento para recordarlo: “Si los mandatarios anteriores respetaban la libertad de expresión es porque ellos mismos la tasaban de acuerdo a los presupuestos con que contaban. Porque, sencillamente, estaba a la venta”. Y no es que la situación con la llamada Cuarta Transformación sea del todo diferente: la presente repartición inequitativa del gasto publicitario (¿por qué a unos sí y a otros no, por qué a unos más y a otros menos?) reflejan más de lo mismo y confirman una vieja costumbre: “No hay como la cercanía con la clase política en el poder para ser considerado en la repartición presupuestaria oficial”.


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Siempre se ha dicho, como verdad inesquivable, que la gente teme, o no se quiere enfrentar, a las cosas nuevas, o diferentes, que de pronto se dan, sobre todo, en las sociedades masivas. Y podría enumerar veintenas de situaciones que han causado estupor o reconcomio, o rechazo o reticencia, pero bastaría con mencionar al rock para ejemplificar las desazones que produjo esta novedad musical incluso en la gente pensante, como el propio Carlos Monsiváis quien, en un principio (sólo al principio de esta eclosión sonora), descalificara a los seguidores en México de este naciente fenómeno llamando, peyorativamente, a estos gustadores del rock como los “primeros estadounidenses nacidos en México” a diferencia, por ejemplo, del cubano Alejo Carpentier quien escribiera profundos ensayos, desde el mismo nacimiento de esta música, acerca de su importancia en la energía juvenil.

Me parece que estas consideraciones impulsivas de negar todo valor a aquello que antes no se conocía, o que no existía,  puede (o podría) resultar hasta comprensible en las personas instaladas en la convencionalidad cotidiana, pero no en la gente abocada al pensamiento social, tal como ocurrió, en efecto, con Carlos Monsiváis; sin embargo, luego de que yo mismo lo acompañara a, y le diera a conocer, diversos hoyos fonquis —donde tocaban numerosas bandas roqueras clandestinas mexicanas— y le presentara a algunos músicos en los escenarios undergrounds de la Ciudad de México, fue modificando su punto de vista al grado de incluir al rock mexicano en su libro Amor perdido.

Pero ahora justamente que estamos viviendo algo completamente distinto en materia política, con un discurso nuevo y un presidente contestando injurias recibidas, tratando de tú a tú a la ciudadanía, la clase periodística, en su mayoría, rechaza con encono, llegando a la mofa insultante, este novedoso procedimiento endilgando, como nunca, adjetivos altaneros y denostaciones apresuradas a la figura presidencial, que es, en sí mismo, igualmente una nueva , o por lo menos desusada, forma de oposición opinativa, que ni en los tiempos decepcionantes de la lengua floja de Vicente Fox ocurrieron, quien, con cortedad intelectual, disminuía a sus contrincantes tachándolos, simplemente, de mariquitas sin calzones para dar por zanjado cualquier debate.

Fox, el presidente panista que pudo realmente haber cambiado las cosas políticas en el país, sencillamente no lo hizo apegándose a las normas establecidas por sus antecesores incluyendo, por supuesto, el control absoluto de la prensa repartiendo económicamente, de manera inequitativa, la publicidad oficial, de modo que con dicha distribución financiera pudiera conseguir sus fines convenientes, como lograr el despido, por ejemplo, de El Universal de Ignacio  Rodríguez Reyna, según él mismo lo ha expuesto, por acometer algunos reportajes en la revista semanal de ese diario donde implicaba a la familia presidencial en asuntos lesivos de corrupción.

Estando aún en El Financiero, fui el único periodista que denunció, en su  momento, a Sari Bermúdez, la presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en el foxato, como una prestanombres al aceptar firmar un libro (Marta, la fuerza del espíritu) que ella no había escrito, artículo que motivara a esa dependencia gubernamental no anunciarse en El Financiero mientras yo me mantuviera al frente de su sección cultural, donde permanecí hasta el primer año de Enrique Peña Nieto.

Pero esta discriminación publicitaria a nadie le importó, ni nadie fue solidario con ese periódico, simplemente porque cada medio atiende sus propios intereses económicos, sin importarle las calamidades ajenas: mientras en cada medio el dinero siguiera cayendo a raudales en los contratos con el Estado, ¿a quién le iba a importar lo que sucediera fuera de sus territorios informativos?

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Ahora las cosas se han puesto demasiado serias como para no tomarlas en cuenta, al grado, por ejemplo, de que un intelectual tan lúcido como lo ha sido siempre el poeta Javier Sicilia haya declarado, en CNN el lunes 21 de septiembre, que Andrés Manuel López Obrador está logrando el “silenciamiento” de los medios para conseguir el poder totalitario, perspectiva que ha alcanzado ya a muchos periodistas de respeto reflexivo que habían concordado en que todo lo que suene a “nuevo” perturba, siempre, a las sociedades acostumbradas a los conservadurismos rutinarios que no transgreden los entornos sociales.

Cada medio, unos más que otros (con la supresión silenciada de la prensa independiente, eliminada de la repartición publicitaria oficial, hábito indiferenciado por los medios placenteramente cooptados por el sistema), vivía cómodamente a expensas del gobierno que las proveía con generosidad, a las distintas empresas de comunicación registradas y reguladas, mediante un elevado pago previo, en el padrón controlador de medios avalado por la Secretaría de Gobernación, de modo que la solidaridad ha sido, históricamente, un término inusual entre los periodistas y la prensa misma, atenido cada uno a su propia búsqueda de beneficios y solvencia pecuniarios.

Imagen icónica del 68.

¿Desgañitarse un medio porque a otro no le dieron el dinero que acaba de recibir? ¿Ocuparse de un asalto político en Excélsior en 1976 cuando todos los otros medios no dejaron de recibir sus compensaciones económicas? ¿Alarmarse porque un medio independiente es desterrado sistemáticamente de la distribución monetaria oficial cuando todos los demás medios establecidos son remunerados consecutivamente sin remilgo alguno? ¿Descatalogar a un periodista venal cuando precisamente gracias a sus intensas relaciones políticas un medio es retribuido con gentileza económica? ¿Informar sobre uno o unos cuantos despedidos en algún medio cuando una empresa periodística entiende que mientras menos personal posea una empresa más dinero podría generar la directiva?

Una prensa comprada, o controlada, o sostenida por, o amparada en, el Estado (desde la tribuna se la denomina “prensa vendida”, como el título del libro de Rafael Rodríguez Castañeda) no iba a tener tiempo, nunca, de atender otros problemas que no fueran los suyos, así se tratasen de problemas generados en el mismo gremio: cada medio debía velar por sus particulares intereses. Y esta parecía ser, en efecto, una regla no escrita pero estrictamente llevada a cabo en cada medio.

Quizá, por eso mismo, en el momento en que las condiciones económicas empiezan a ser distintas en una nueva, inédita, condición con los medios es que las reacciones, ahora sí, comiencen a burbujear masivamente sólo porque los intereses económicos, por vez primera en más de siete décadas están siendo tocados, o rozados, o alterados, o quebrantados, o disminuidos, o detenidos, o mermados.

Lo nuevo esta vez ha afectado altaneramente los intereses monetarios. Y eso es algo muy delicado. De ahí que las cosas se hayan puesto, o se están poniendo, demasiado serias como para no tomarlas en cuenta.

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¿Pero por qué esta situación ha alarmado a periodistas y escritores de cavilosas y moderadas opiniones?

Esa es la pregunta inquietante, que me tiene aún sin una respuesta coherente ni esclarecedora. Porque, y que me disculpe mi admirado Javier Sicilia, yo no veo que los medios se hallen o se hayan silenciado en absoluto. Yo nada más escucho, veo y leo majaderías e iras contra las acciones gubernamentales, y no de modo silencioso.

Y todo esto ocurre justo en el momento en que los intereses económicos de los grandes medios comienzan a ser afectados en la repartición publicitaria del Estado, cosa que no ocurriría, y estoy cierto de mi afirmación, de no haberse tocado la nómina de los medios. Podría estar ligeramente en desacuerdo, digamos, la revista Nexos en ciertos decires con la Presidencia pero no habría pasado a mayores discusiones porque, finalmente, los millones de pesos continuarían entrando en las arcas de aquella revista.

Porque el dinero modifica criterios, sin duda.

¿Pero, repito, por qué esta situación ha alarmado a periodistas y escritores de cavilosas y moderadas opiniones?

Porque esta severa puntualización intelectual y este encono visible, y no creo estar equivocado en la apreciación, han surgido con mayor elocuencia después de que la revista Nexos fuese descatalogada de la publicidad oficial y castigada con dos años de suspensión de contratos federales por una ilegalidad en sus papeles descubierta por la Función Pública.

Pero, vamos, ni el propio Aguilar Camín estuviera en estos momentos ideando desplegados contra las manifestaciones políticas de López Obrador si el presidente de la República no le hubiera reducido a nada su economía personal. Y sé muy bien que lo que estoy diciendo es imposible de comprobar, pero el pasado de este intelectual, para su infortunio, habla con elocuencia de sí mismo.

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Escucho, una y otra vez, a distintos intelectuales hablar en la industria mediática sobre la corrupción (por ejemplo, un escritor no dejaba de recalcar los acomodamientos de Porfirio Muñoz Ledo desde el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz hasta acabar como izquierdista en Morena), ese mal, la corrupción, que ha simulado la democracia en México… ¡casi todos ellos al servicio de Héctor Aguilar Camín!, cuyo acomodamiento político lo ha convertido en un empresario exitoso desde hace poco más de cinco sexenios mirando sólo lo que le ha convenido compartir… ¡ante el silencio de su cofradía!

Porque esta verdad no tiene nada que ver con las posturas políticas: es decir no estar de acuerdo con el grupo Nexos no significa (o no significaría) estar adherido a la denominada Cuarta Transformación, como es manejado desprolijamente por los seguidores de este conjunto intelectual que no quiere admitir, o se empeña en negarlo, que el problema, como siempre en las sociedades contemporáneas, radica en factores económicos: el retiro multimillonario de la publicidad oficial a los medios de comunicación, que en ello basaban su supervivencia los más modestos o su franco enriquecimiento los más nutridos empresarialmente.

Pues uno de los problemas del gobierno de Andrés Manuel López Obrador se finca, o está fincado, precisamente, en el retiro, digamos inconsecuente, de este alimento económico de los medios, por lo menos en los no electrónicos, que no pueden vivir, de plano, de otro modo, de ahí los numerosos recortes de personal en varios medios porque la lógica capitalista no se altera ni en estas profesiones supuestamente nobles: los dueños de estos medios (los más de ellos) han visto mermados sus elocuentes emporios —y la única manera de exhibir sus irascibilidades es apretando las tuercas a la figura presidencial subrayando la inconveniencia de que todo, absolutamente todo, gire en torno del mandatario, como si esto no hubiera ocurrido nunca antes (Daniel Cosío Villegas incluso escribió un ensayo sobre el “estilo personal de gobernar” que remarcaba todas estas facultades impuestas por el Ejecutivo, apenas percibidas por los medios a casi medio siglo de aquella observación del intelectual que viviera 77 años de edad fallecido en marzo de 1976). Y no era, ni es, bueno que esto aconteciera tanto ayer como hoy.

Sólo algunos bocados: pese a reducir sus ganancias en un 70 por ciento, si las comparamos con el año anterior, Televisa y TV Azteca, como siempre, obtuvieron las más altas cuotas en 2019: 303 y 284 millones de pesos, respectivamente. Periodistas como Joaquín López Dóriga, Pablo Hiriart o Ricardo Alemán, por ejemplo, dejaron de percibir un quinto por sus portales personalizados (¡el primero había logrado contratos, sólo en 2018, por más de 40 millones de pesos!)… Enrique Krauze sólo recibió, por Letras Libres, poco más de 140,000 pesos en 2019 cuando un año antes, con Peña Nieto, había cobrado más de 4 millones. La empresa que edita TVNotas perdió más del 80 por ciento en 2019 de lo percibido en 2018: de 38 millones sólo obtuvo casi 5 millones. El Universal en un año ingresó sólo 68 millones de pesos, “perdiendo” aproximadamente 200 millones si comparamos la nueva cifra con la anterior de 2018. Se dice que El Heraldo vio reducido sus ingresos en un 70 por ciento mientras MVS perdió ocho pesos por cada diez que ganó en 2019. El grupo que publica Excélsior redujo en 2019 más de 350 millones de pesos al recibir sólo 140 millones de pesos, incluso mucho menos que La Jornada que obtuvo, en 2019, 200 millones de pesos, siendo la empresa periodística más beneficiada en estos tiempos lopezobradorianos. Se sabe, asimismo, que TC Milenio ascendió en sus montos federales por más del 60 por ciento comparado con 2018 y, por fin, periódicos locales como Tabasco Hoy y el meridense Por Esto fueron incluidos en la nómina publicitaria federal con poco más de 40 millones de pesos cada uno, con lo que se confirma, con estos dos últimos casos, que no hay como la cercanía con la clase política en el poder para ser considerado en la repartición presupuestaria oficial.

El dinero, o la falta de, acumula, o compila, rencores indecibles.

Cómo no.

Incluso con reacciones inesperadas, a veces.

(Y hay más de medio millar de medios inscritos en el padrón calificador, imagínese usted la circunstancia. El gobierno sólo repartió en 2019 una cifra cercana a los 3 mil 200 millones de pesos en publicidad oficial, con lo que la distribución monetaria tuvo que ser reajustada a los medios que, de antemano, (varios de ellos) daban por conquistados los merecimientos a obtener tales partidas presupuestarias sencillamente porque estaban acostumbrados a ello. Y al mirarse, y sentirse, excluidos de aquel beneficio se consideran arbitrariamente disminuidos, sujetos perjudicados por el nuevo gobierno, como si un derecho muy suyo les fuera arrogantemente arrebatado.

(Dos puntos. El primero: debido a estas cancelaciones abruptas o recortes presupuestarios en los contratos publicitarios con los medios es que puede entenderse, por ejemplo, la inmediata entrevista de López-Dóriga con Aguilar Camín —amigos ambos al fin— en el momento en que Nexos recibió la inhabilitación negociadora por dos años con cualquier dependencia oficial, porque ambos periodistas hablaban desde su propia intranquilidad al verse de pronto descatalogados del beneficio gubernamental. Y el segundo punto: durante su campaña presidencial, López Obrador hablaba de una revisión, no supresión, en la entrega de publicidad a los medios para, decía, equilibrar esta balanza enteramente parcializada… pero al otorgarle a La Jornada 200 millones de pesos sólo en el año 2019 e ignorar a muchas publicaciones independientes la equidad aún, visiblemente, no es la prometida; cuando retomé la dirección de La Digna Metáfora, en noviembre de 2018, y al acercarnos a la nueva Secretaría de Cultura, ya en 2019, para contemplar la posibilidad de algún anuncio en esta nueva etapa sexenal, ¡contestaron los nuevos funcionarios que no sabían quién era Víctor Roura, razón por la cual nos dieron con la puerta en las narices!… con la diferencia de que en este caso López-Dóriga no me llamó con urgencia para entrevistarme.)

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El punto principal del problema con los medios tendría que discutirse a profundidad sin rasgos voluntariamente sesgados: la presente repartición inequitativa del gasto publicitario (¿por qué a unos sí y a otros no, por qué a unos más y a otros menos, en qué se basa la aceptación de los contratos en unos y en otros no, está inmiscuida en estas elecciones la credibilidad, es considerada la simulación periodística, el consenso valúa la honorabilidad, también la venalidad?), igualito que en los sexenios anteriores (ahora es La Jornada como ayer El Universal, por ejemplo, ¿sólo por favoritismo?) con la salvedad de que antes nadie decía nada porque la repartición era, digamos, más agraciada a los medios y a los periodistas que siempre han vivido a costa del gasto público… y si reclamabas el desbalance te arriesgabas, peor, a ser jamás considerado entre los afortunados.

Habría que hablar, sí, de esta desproporcionada nueva lista de beneficiarios de López Obrador, pero apuntando que jamás antes hubiera existido esta discusión entre periodistas. Porque mientras siguieran recibiendo aludes de dinero los medios y los periodistas acomodados en la clase política nunca hubieran puesto el grito en el cielo ni desencadenado esta añeja estructura de la “libertad de expresión”, un término, por lo menos en México, demasiado voluble y tomado según las conveniencias de quien o quienes lo debatan.

Por eso hablo de la inequidad presupuestaria, otra vez, en la distribución publicitaria en la prensa, porque mucha de la irascibilidad mediática radica precisamente en ese asunto… que será siempre negado por los empresarios de la comunicación ya que de aceptar abiertamente este “ahogamiento” económico sería como  confirmar, a plenitud, la mancomunada alianza centenaria entre informadores y políticos desenmascarando, o poniendo en tela de juicio, la supuesta armadura ética expresiva de cada medio. En pocas palabras, si los mandatarios anteriores respetaban la libertad de expresión es porque ellos mismos la tasaban de acuerdo a los presupuestos con que contaban. Porque, sencillamente, estaba a la venta. Y se pagaba muy bien por ella para que funcionara, esa libertad de expresión, perfectamente a modo.

El debate debería girar en torno a estas sumas de contrariedades acumuladas desde hace veintenas de años, no convertir el debate para favorecer, tal como está sucediendo en estos momentos, a determinados o localizados periodistas cuyos bolsillos se han visto mermados (es un decir) por esta nueva (¿también infortunada?) repartición publicitaria gubernamental. ¿Por qué, por ejemplo, varios de los 650 personajes que aparecen firmando un desplegado convocado por Héctor Aguilar Camín no lo hicieron, si de verdad son de la creencia que la libertad de expresión está en asedio, por su cuenta y riesgo sino como respaldo a un intelectual que a todas luces, y nadie puede, ni se atrevería a, negarlo, ligado al sistema priista por convenir a sus particulares intereses pecuniarios?

Por eso se dice, sotto voce, en los ámbitos académico y periodístico que habla más el que no aparece en el desplegado que el que notoriamente se luce a espaldas del director de Nexos.

Cada quien habla con las palabras que mejor se ajusten a sus criterios.

Héctor Aguilar Camín y Enrique Krauze, unidos por una misma causa…

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Ahora se quiere hablar de censura gubernamental cuando en estos momentos, paradójicamente, hasta se pendejea de manera pública al presidente de la República sin que ocurra nada. En la televisión se hace mofa o burla, o escarnio de, o se ironiza a López Obrador por cualquier cosa que haga o diga cuando este uso de la palabra no era permitido en los sexenios anteriores. Cuando Carmen Aristegui sugirió que Felipe Calderón era un ebrio en Los Pinos o cuando habló de la Casa Blanca de Peña Nieto de inmediato sufrió censuras, continuadas por ingratitudes de su mismo gremio que se volcó contra ella (por la segunda información incluso fue castigada con el despido de la televisora MVS). Periodistas del mismo canal electrónico la acusaron de protagónica, pero nadie, curiosamente (sino nada más ella), hablaba de censura.

Censura yo recibí en el unomásuno y en La Jornada. Censura ocurrió en El Universal en 1971 cuando Juan Francisco Ealy Ortiz ordenó que no se hablara de Avándaro al finalizar este festival roquero por órdenes expresas del presidente Luis Echeverría, quien quería exhibir las “perversiones drogadictas” de la juventud mexicana. Un excolaborador de Letras Libres me dijo que había sido censurado en esa revista por escribir un ensayo con cosas inconvenientes sobre Estados Unidos, texto que publiqué entonces en las páginas de El Financiero. Censurado está mi nombre en Nexos. Pero para el medio intelectual estas anécdotas no eran censura, sino silenciosas conveniencias o ajustes editoriales. Carlos Payán, subdirector del unomásuno antes de dirigir La Jornada a partir del 19 de septiembre de 1984, me llamó a su oficina muy contrariado porque alguien le había informado que yo estaba escribiendo algo sobre las protestas de los trabajadores de Bellas Artes justo enfrente del Palacio de mármol.

—¡Aquí no vas a venir a armar ninguna campaña contra Bellas Artes, cabrón! —me gritó el subdirector ante mi turbación.

—¿Cuál campaña? —le respondí—, sería cosa nomás de que se diera una vuelta en la explanada de Bellas Artes que yo no he armado…

No dejaba de gritarme porque yo era, según él, el responsable de aquella protesta, lo cual evidentemente era una acusación absurda.

—¡No va a salir aquí ni una nota sobre eso! ¿No sabes que Bellas Artes paga anuncios en este periódico? —sentenció, zanjando la discusión.

Nada se podía decir en contra de los anunciantes que solventaban económicamente al periódico, ¿acaso no podía percatarme de ello?

Era una cortesía, no una censura.

Y me tenía que quedar muy claro ese asunto, ¡carajo!

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Antes la censura no era denominada censura, sino probablemente licencia económica para sufragar a la empresa periodística. La censura, aunque lo fuera, no era considerada como tal. No era censura la censura, porque uno debía entender que perjudicaba a su empresa.

—¿Para qué patear el pesebre donde te alimentas? —me llamaban la atención.

Porque antes de llamarla censura lo que debía conocer era el procedimiento interno de la prensa, que dependía irremisiblemente del Estado. Y si no entendía esta premisa, entonces el problema era enteramente mío, no del medio donde yo laborara, de manera que todos, periodista y prensa, tenían la obligación de entender que la censura no era el acto de supresión expresiva sino la necesidad de invisibilizar algunas cuestiones que no convenía dar a conocer para no exponer la economía propia.

Carlos Monsiváis censuró, al igual que Fernando Benítez. Pero esas censuras no tenían ninguna importancia. Es más, hasta parecían no ser censura sino actos de gracejadas inofensivas. La censura no era censura, aunque lo pareciera.

La censura en la intelectualidad es muy otra cosa, me advirtieron cuando yo emprendía mi carrera en el periodismo al principio de los años setenta.

—O debía recibir otro nombre —me instruían con severidad—. Porque un intelectual, cuando censura, no censura: alecciona a reflexionar de otro modo, o estimula a cavilar lo escrito hacia otras tesituras del pensamiento. Algún morigerado enemigo de las ideas, que nunca faltan, quizá se empeñe en mal llamarla cooptación, que no es la misma cosa que una censura si bien posee el dejo de la reprimenda dolosa. Los discípulos de Gramsci siempre andarán en la búsqueda de un adjetivo para tratar de inferiorizar a un intelectual que coincida con las suertes políticas.: estos deficientes juzgadores jamás entenderán que una censura no lo es en el medio intelectual. Ni tampoco se llama cooptación.

No olvido el calificativo de “los discípulos de Gramsci” para minimizar la posible crítica endurecida a los intelectuales y académicos perfilados en las simpatías del poder político, porque con ese adjetivo (“discípulos de Gramsci”) se escudaban a sí mismos previamente de cualquier alteración a su estirpe.

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José López Portillo dijo que no pagaba a los medios para que le pegaran, y los negociantes dueños de los medios lo comprendieron a cabalidad: la entrada de dinero a sus empresas no reñía con su moral periodística.

La censura tenía entonces otro nombre. Los censuradores en realidad no lo eran, sino acomodaban la información según los intereses de su directiva, y muchas veces incluso de ellos mismos.

¿Raúl Trejo Delarbre era un redomado priista cuando aceptó dirigir el suplemento cultural de El Nacional, el periódico del régimen salinista? Un periodista cultural, afamado, trabajó todo el tiempo con Sari Bermúdez mientras la locutora presidió el Conaculta sólo por haber sido, ella, amiga de Marta Sahagún, pero nadie señaló al periodista, nunca, de panista. Un literato un día me dijo, vía telefónica, que era “un gatillero” de Consuelo Sáizar cuando la editora fue presidenta del Conaculta en los tiempos de Felipe Calderón y no recuerdo que alguien lo llamara, despreciativamente, panista. Carlos Fuentes era amigo de Luis Echeverría y de Salinas de Gortari, sacando provechosa ventaja de ello, pero nadie lo considera priista. El novio de la hija de un poeta jamás debía ser considerado priista cuando fungió de autoridad en el departamento de literatura del gobierno peñanietista, pero sí debía clasificarse de irredento morenista a todo aquel que trabajara en el gobierno de López Obrador, calificándolo de supino laborista.

Un escritor, al invitarlo a escribir en Notimex, me dijo que no podría aceptar la invitación sabiendo que el presidente es un intolerante, desconcertándome su respuesta pues, sin saberlo, o sabiéndolo, este escritor era uno de los afectados de la propaganda política que afirmaba que AMLO representaba un peligro para México.

—Si me censuran en el periódico donde colaboro, ¿qué no me censurarán en Notimex de López Obrador? —me cuestionó.

Y yo le prometí que eso no sucedería.

—Si a mí me censuraran en el periódico para el cual colaboro renunciaría de inmediato —le dije, cosa que no hubiera sucedido, nunca, en la Notimex mientras yo estuviera al frente de la sección cultural.

Y de suceder esa villanía, yo renunciaba junto con el escritor en ese preciso momento.

Al decirle esto, mi amigo el poeta no volvió a dirigirme la palabra, ni a contestarme ni una sola vez más.

Pero hay una anticipación de los hechos inducida por la animadversión política.

¿Entonces quién censura a quién?

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Es curiosa la manera de trastocar las cuestiones: cuando yo describo ciertas situaciones periodísticas me hago la víctima de esas circunstancias, aunque no me queje de ellas; pero cuando hay lamentaciones de dichos sucesos, como ahora se lamenta Nexos, entonces son víctimas de lo mismo que padecen. No se hacen las víctimas, como yo, sino son verdaderas víctimas por padecer las sujeciones que están viviendo.

Las víctimas en el periodismo no existían en las pasadas administraciones, sino es una nueva figura del sexenio morenista: los periodistas ahora sí son víctimas, sujetos de incomprensión oficial, abandonados en sus requerimientos financieros. (¡Y hasta el mismo presidente de la República, en un acto sin precedentes, los nombra respondiendo —atreviéndose a responder— sus argumentos atizando muchas veces un fuego que antes era ignorado porque había otras maneras de apagarlo sin recurrir a ruidos mediáticos!)

La victimología periodística, por lo tanto, es también una novedad en este turbio sexenio.

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Uno de los problemas, si no el mayor, de los (aún) detentadores de la cúpula intelectual es el persistente culto a sí mismos, pues la historia nos ha mostrado que la mafia cultural se formó erigida por ella misma: los encabezadores de la lista suprema cultural se distinguieron por la propia detección de sus talentos. No hay más pensadores que ellos mismos. O, si los hubiere, no los contemplan, no los oyen, no los perciben. Nadie más que ellos, por consiguiente, tienen el derecho de poseer los beneficios que otorga el Estado. Por algo, el narrador Ricardo Garibay, al empezar a recibir un cochupo del gobierno diazordacista, se dijo merecedor de la mensualidad enriquecedora porque, adujo, era su mérito literario el compensado, no su persona. El dinero que se le daba en su propia mano, decía Garibay, lo merecía sin duda. Y todo aquel que lo cuestionara por esta recompensa era, sencillamente, un envidioso de su impar talento.

Y hay un sinfín de anécdotas con casos similares, donde el intelectual ha sido sobradamente estimulado por la clase política en un asunto que a (casi) nadie parece ahora importarle. Porque todo este irigote (“situación caótica y escandalosa que produce un conflicto”, define la palabra el diccionario) del asedio a la libertad de expresión está fincado, en efecto, en el reajuste de los dineros en el reparto publicitario del gasto público.

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¿Decir esto me hace una víctima del medio periodístico o revela, sólo, una gravedad para llevarla a la reflexión social?

En los primeros meses de 2019 fui invitado por Jorge Caballero a Jalisco a participar en un encuentro de periodismo musical en la Universidad de Guadalajara. Caminaba por los amplios y esplendentes pasillos de esa institución cuando un exfuncionario de la Secretaría de Cultura me saludó, intempestivamente. Luego de una breve y educada plática, me dijo que ya sabía que continuaba con mi proyecto de La Digna Metáfora. Hablamos, entonces, brevemente de ese periódico cultural.

Y me soltó la siguiente sentencia:

—El Conaculta priista por lo menos te daba algo de dinero, pero ahora no se te da ni mierda…

Miré hacia otra parte. De lejos vi a Pacho, el exbaterista de La Maldita Vecindad ahora director del Museo del Chopo. Miré a Sergio Arau, guitarrista de Botellita de Jerez. Miré a Nacho Toscano, activo promotor de la cultura (fallecido un año después, en 2020). Miré al periodista Sergio Raúl López, a mi lado, con el vaso lleno de vodka vuelto a llenar. Miré a la bellísima bailarina Tania Pérez Salas, que nos saludaba con amabilidad. Miré a Mardonio Carballo, que conversaba con uno de los roqueros Arreola. Miré el ambiente alegórico del festival y miré de nuevo al exfuncionario de la Secretaría de Cultura y no pude responderle nada.

Pedimos otra ronda de vodkas.

¿Contar todas estas historias me hacen una víctima del medio periodístico o revelan minucias del entramado periodístico?

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A veces ni el pensador más reflexivo es capaz de comprender la novedad que irrumpe de pronto, inesperada, impredecible.

Una nueva relación amorosa puede sorprendernos de manera frugal, pero también es posible que íntimamente nos llegara a decepcionar. Porque lo nuevo, precisamente por traer consigo algo desconocido, causará siempre una incierta inquietud. El mismo Jorge Luis Borges, ante el arribo inusual de los Beatles al mundo del arte, no sabía cómo debía contemplar ni qué decir del nuevo fenómeno musical, aunque confesaba, acaso con cierto reconcomio, que algunas canciones del cuarteto de Liverpool le atraían… mas no sabía cómo definirlas.

Sí, todo lo nuevo es inquietante, más aún si desde el inicio le empezamos a poner trabas porque no entendemos, o nos negamos a entender, los procedimientos inéditos con los que nos enfrentamos.

Y así ha sido siempre, desde la eclosión misma del mundo.

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