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¿Qué fue primero, Huemanzin o el Canal 22?

Elegía por la cultura como concepto encarnado en la televisión estatal

Octubre, 2025

Con la participación de Sergio Raúl López, Andrea Monserrat, Leopoldo Navarro y Leticia Sánchez, moderados por Juan Jacinto Silva, el pasado 14 de octubre, en la edición 53 del Festival Internacional Cervantino, se llevó a cabo un homenaje a Huemanzin Rodríguez, quien dedicó su carrera y su vida al periodismo cultural desde Canal 22. Nacido el 6 de marzo de 1974 y fallecido el pasado 21 de agosto de 2025 a los 51 años, Huemanzin cubrió como reportero de la televisora estatal mexicana más de dos décadas de vida cervantina. Reunidos en el patio principal del Museo de la Universidad de Guanajuato, los ponentes recordaron —desde el cariño, la admiración y el respeto— la trayectoria y la vida del periodista mexicano, también el afecto y aprecio que le tenía al festival. Por cierto, como parte del homenaje la Secretaría de Cultura federal, el gobierno de Guanajuato y la directiva del FIC entregaron, in memoriam, la Presea Cervantina a Huemanzin Rodríguez, en reconocimiento a su labor. Reproducimos aquí las palabras del periodista Sergio Raúl López, leídas en este conversatorio que reunió a colegas, amigos y televidentes.

Como espectador televisivo, él miraba las transmisiones especiales del gran Cervantino —con artistas en mayúsculas y presupuestos que administraban la riqueza— que pasaban por el viejo canal 8 de Televisa, que en ese entonces era cultural y que dirigía nada menos que el dramaturgo y director escénico Miguel Sabido; pero al mismo tiempo como niño actor-conductor del programa infantil de la televisión pública, los pequeños exploradores del Canal 13 de la entonces Imevisión —antes de que el paquetazo de medios salinista lo privatizara y teveaztequizara—, aprendió las artes de la conducción frente a cámaras y la producción televisiva profesional apenas a los 9 años de edad. Huemanzin Iyolocuauhtli Rodríguez Méndez era la estrella del programa, el único conductor principal, acompañado por una troupe de infantes que, en realidad, le acompañaban esporádicamente y sin ningún tipo de protagonismo que le hiciera competencia.

Ambas experiencias acumuladas significan que, desde la precocidad de su profesionalismo infantil en ciernes, ya tenía la experiencia suficiente como para saber conducir y realizar la cobertura de las intensas y pesadas jornadas anuales que significa cada edición del Festival Internacional Cervantino para todo periodista cultural. Así que su primera cobertura como reportero acreditado por el Canal 22, en su vigésimo cuarta edición, se desarrolló con total naturalidad y profesionalismo, a sus 22 años de edad.

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Una vez formado como periodista por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional, incluso aún como estudiante, supo abrirse camino destacando por su trabajo realizado con ahínco y sobriedad. Recordemos que en aquellos años el Canal 22 apenas tenía tres años al aire y, más que periodistas, como buena institución creada bajo el amparo y sombra del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, prefería contratar escritores, gestores culturales o artistas, antes que a periodistas egresados de las carreras especializadas o preparados para este exigente oficio en las redacciones de periódicos, suplementos o revistas. Preferir a la élite cultural por sobre los reporteros formados tenía una ventaja: permitía acceder con mayor facilidad al resto de artistas, funcionarios y promotores, al ser figuras que pertenecían a esas mismas esferas, que nadaban dentro de esas mismas esferas de autoconsumo y autopromoción.

Sorprendentemente, el joven imberbe —sí, aún menos barbado que en su adultez—, con su vista guarecida detrás de unos lentes cuadrados y larga coleta lacia, con saco y camisa y una voz todavía más aguda que la engolada y controlada que acabó desarrollando y que lo caracterizaría posteriormente, se forjó un sitio relevante entre esa fauna privilegiada, de manera que fue convirtiéndose en uno de los rostros más reconocidos y emblemáticos del canal cultural oficial de la gran institución del subsector cultura de la administración federal, la actual Secretaría de Cultura.

Y así es como lo recordamos, pues el nombre de Huemanzin —derivado de Huemantzin, con t, un astrónomo y sacerdote tolteca, que guió a su pueblo al altiplano para fundar urbes como Tula o Huapalcalco— se convirtió prácticamente en un sinónimo del veintidós.

El periodista cultural Huemanzin Rodríguez. / Fotos: Facebook personal H.R.

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Gustaba, desde muchos años atrás, de cargar consigo sus juguetitos audiovisuales, sus gadgets: desde handycams y otro tipo de videocámara hasta las GoPro, teléfonos inteligentes, cámaras fijas y, en fin, todo tipo de auxiliares audiovisuales. A mí, he de confesar, me resultaba difícil de entender la razón, si viajaba acompañado siempre de equipos de producción con camarógrafos profesionales y cámaras televisivas de alta definición que, además, eran colegas suyos muy entrañables y queridos. Era un exceso tecnológico, solía pensar para mis adentros. Ocurre que como hombre de los medios electrónicos y no escritos, que justo fue atravesado —como todos nosotros— por la transición digital y al video de los varios K’s, ya vislumbraba el panorama que se vendría con el Internet y las Redes Sociales Digitales.

Sin llegar a ser un influencer ni de lo que mal llamamos creadores de contenidos —cosa que hubiera podido dominar y a un alto nivel, sin dificultad alguna—, lo cierto es que esa sempiterna inquietud por mantenerse actualizado —y no sólo por ser una persona cultivada— lo mantenía pendiente por innovar en su quehacer y también por aportar y enriquecer su trabajo diario, así fuera con planos panorámicos, de 360 grados, en contrapicado o, simplemente, con contraplanos creativos. Esa voluntad de romper cartabones y limitaciones de la televisión del Estado mexicano era muy clara, si bien resultara poco notoria al espectador. Algo, sin embargo, quedaría de todo eso en la intuición de quien miraba sus cápsulas, preparadas reposadamente y con total rigor de la exigencia autoimpuesta.

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Sin embargo, la tecnología era lo de menos. Mantenía una legítima preocupación por el medio en que se desempeñaba y laboraba, de tal manera que distinguía muy claramente la distancia que existía entre los medios públicos —esos absolutamente independientes del Estado como la BBC británica, la NPR estadounidense, la Rai italiana o la RTVE española—, con respecto del Canal 22 y otros medios mexicanos parecidos, a los que nombraba como medios de servicio público, sin la independencia de las instituciones gubernamentales y carentes de un consejo ciudadano que los encabece, ya que la emisora ha dependido históricamente —y aún lo hace—, del funcionario —o de los funcionarios— en turno para encabezar y ordenar sus directrices y criterios editoriales.

De nuevo, y como solía ocurrir con su persona, Huemanzin vislumbró el peligro antes que arribara tan clara y directamente en la figura del intelectual priista Raúl Cremoux, que acabó por montar una cacería de brujas que descabezó y desarticuló al Canal 22 y que motivó que el área de Noticias 22 se pronunciara públicamente con una fuerte denuncia y lograra conjurar la amenaza.

Empero, la censura y el control a la libertad de expresión no siempre es tan abierta y explícita como lo fue en este caso, sino que suele ocultarse y efectuarse de manera sordera, sigilosa, para ir avanzando como la humedad. Lastimosamente ocurrió que incluso un rostro tan conocido y familiar, un profesional incontestable de la conducción como era, fuera objeto de rencillas y desplantes azarosamente intermitentes y paulatinos que provocaron que se fuera desencantando del que siempre había sido su trabajo ideal.

La pandemia del virus SARS-CoV-2 le haría faltar por vez primera en 24 años al Guanajuato de sus amores y en la temporada otoñal de esa cita anual que le entusiasmaba profundamente. Volvería alguna vez, cierto es, pero se le fueron acumulando las tragedias familiares junto con una posición cada vez menos firme, más endeble, le hizo irse pensando dos veces las cosas que antes le parecían seguras, ciertas. Concientizó al fin, pienso, que en este medio nadie es indispensable.

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Eso sí, siempre fue una figura elusiva, repleta de elipsis y altibajos. Se equivoca todo aquel que piense que con mirarlo en la pantalla, o mirar la imagen que proyectaba en sus stands, o en sus enlaces en vivo y en directo, significaba y bastaba para conocerlo. No me cabe duda que Hueman era un enigma laberíntico e inasible. Podía encerrarse en su hotel para concentrarse en el trabajo durante interminables horas, aislarse para leer o simplemente reposar e, incluso, darse el lujo de ser, ocasionalmente, antisocial y hasta introspectivo, de una parquedad insospechada. El celo con el que cuidaba de su privacidad era fortísimo y no hacía concesiones al respecto. Su mundo interno, me atrevo a inferir, era tan amplio y profundo como su desarrollo como brillante figura pública. Como ese niño audaz que fue al volver los viajes turísticos en misiones culturales en el programa Los pequeños aventureros —en la mejor tradición de Carlos Monsiváis o de José Emilio Pacheco en la emisión radiofónica Los niños catedráticos de la XEQ—, era proverbial. Dos mundos aparentemente incompatibles le habitaban y le conformaban.

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Las coberturas cervantinas integrales, es decir, sin relevo, son cada día más raras. Pero a él le embelesaba, así se volvió adicto a permanecer en la cobertura noticiosa los 19 días o más de actividades que, hasta hace poco, conformaban el Cervantino, para sentir esa craqueladura, esa disminución de las fuerzas, ese tour de forcé de las incontables funciones, de las cientos de entrevistas, de las varias reseñas diarias, de las crónicas tan emocionales que lo van agotando tanto a uno como lo alimentan y enriquecen, en una adictiva sensación que no tiene parangón.

El FIC ha sido —o al menos lo fue—, la gran escuela formadora del periodista cultural y él lo sabía, primero intuitivamente y más tarde con absoluta certeza. Acaso por eso siempre participó gustoso en los varios encuentros de periodismo cultural que organicé tanto en el Centro Cultural de España en México como en Morelia, durante el festival de cine y, claro está, en el Mesón de San Antonio tan extrañado y recordado como la guarida o el cuartel más que como la sala de prensa cervantina. Hicimos los dos también algún especial sobre la materia ante las cámaras del SIRTH de esta casa de estudios guanajuatense y, en fin, fuimos contertulios por largos años e intercambiamos numerosas teorías y puntos de vista, así que daré un ejemplo de este interés legítimo.

Durante muchos años ya en los días postreros de cada edición del Festival Cervantino, nos convocaba a un bar que ya no existe en el callejón de Galarza, casi llegando a Positos, que era muy de su gusto quizás por la privacidad que ofrecía, para entrevistar a los reporteros acreditados que cubríamos el festival —ojo, no a los críticos, funcionarios ni artistas, sino a la tropa periodística— para entrevistarnos y encuestarnos sobre esa particular edición, sin censura ni línea, en un acto de colega y de amigo. Claro está, con una cantidad ingente de cervezas de por medio más para convivir entrañablemente que para aflojarnos la lengua.

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En los años posteriores al confinamiento descubrimos muy pronto que el mundo se había transformado del todo y accedimos a una nueva forma de sociedad. Quizás el ritmo frenético de vida con el que se retomó esa supuesta normalidad nos impida notarlo, pero así ocurrió. Los valores que conocimos, los medios en que solíamos trabajar, las redacciones clásicas y la forma en que hacíamos periodismo se extinguieron, mutaron radicalmente, tanto, que en ocasiones pienso que nos hace desconocer a aquellos que fuimos e inclusive a lo que actualmente somos en una otredad insabora y despojada de aromas, justo como aquellos síntomas tan conocidos del covid.

En fin, no lo sé con certeza pero puedo inferir que todos esos factores y otros más orillaron a Huemanzin a un retiro prematuro de este oficio que le resultaba tan caro, sobre el que giró la mayor parte de su vida. No se trató de un retiro formal ni visible, claro está, sino de un alejamiento inclusive radical de su ser público. Quizás ocurrió por melancolía —no me atrevo a nombrarla como depresión— que lo llevó a un silenciamiento discreto pero radical. La geografía escandinava fue el lugar elegido para construirse una otra realidad, una nueva familia, una vida matrimonial —cuya unión ocurrió en un lugar sibarita de comida y jazz, El Convite—, lo que también era un rasgo emblemático de su personalidad: los constantes viajes, las largas caminatas, las visitas a museos de los que sabemos muy poco porque ya no se transmitían en televisión alguna sino que esporádicamente aparecían en alguna publicación esporádica de su Facebook: playas, bosques, ríos, ciudades impronunciables o incluso el rústico escritorio de la austera cabaña en la que Ludwig Wittgenstein intentó echar abajo todo el entramado de la filosofía occidental, nada menos —y que miramos en la fotografía de la invitación a este homenaje en la Cátedra Cervantina.

Así que con el aviso inesperado sobre su muerte se nos reveló la secrecía que él mismo impuso sobre su enfermedad, lo mismo que sobre sus últimos viajes a México para despedirse de su núcleo familiar así como de su profesión, para retirarse con discreción e irse difuminando de nuestra percepción.

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Sinónimo de lo culturoso y de lo culto, del gran lector de novelas pero también se filosofía, de sociología, de historia, de todo saber humano. Conocedor de la música de Wagner y de Ligeti, de Mozart a Penderecki, de Alfonso X a Revueltas, de The Beatles a Nick Cave —el fatídico día del anuncio, José David Cano y yo repetimos hasta el cansancio “Death is Not the End”, entre una desolada cantidad de caguamas. Fuimos vecinos de puesto en los premios Ariel en los que descubrimos que también era un cinéfilo rapaz que visitaba con frecuencia a Jorge Ayala Blanco para aprender más del gran maestro, así como también reanimó la carrera de Gustavo García, su profesor en Ciencias Políticas, a quien llevó a la pantalla de Canal 22 para darle un espacio semanal que acabaría transformado en la emblemática Marquesina 22 por obra de otro de sus hermanos, Julio Yahir López Peralta, que continúa su propio desarrollo periodístico como buen discípulo suyo.

Empero, el Hueman era aún más profundo, sapiente y cultivado fuera de cámaras que frente a ellas. No vimos, claro está, aquello que no vimos. Es decir, a ese personaje público en todo su esplendor. El encorsetamiento, la brevedad, lo sucinto y comprimido del medio televisivo le impidieron, considero ahora, desarrollarse en toda la plenitud de sus capacidades. Alguna vez hablé de ello con su propia madre, queridísima y bellísima mujer, en medio de la Alhóndiga de Granaditas. Le dije entonces que su hijo era aún más enterado y conocedor de lo que aparecía a cuadro.

Ella simplemente me contestó: ¡Verdad que sí! ¡Es lo que siempre le digo!

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Claro que una figura tan afamada, tan ligada no sólo a la cultura sino a lo culto no podía pasar desapercibida. La noticia de su fallecimiento desencadenó una inimaginable cantidad de esquelas institucionales, de publicaciones en redes, una semana entera de transmisiones a su memoria en el programa que condujo y en el que mayormente se desarrolló, Noticias 22. Pero no saben cómo deseo que esa relevancia y reconocimiento hubiera ocurrido cuando estaba vivo. Lo mismo que este homenaje y tanta reivindicación a su figura que nos confirman a esa persona de sonoras y templadas carcajadas fuera del aire, de perfecta dicción, modulación y oratoria a cuadro. Ese famosísimo ente cultural que en él encontraba síntesis.

Lo mismo que sus comentarios mordaces, sus bromas pesadísimas, su gusto por la buena comida y por los buenos tragos, el tabaco de pipa que tantas veces compartimos —como buenos hobbits que nos pensábamos— así como esas terribles pinzadas que nos hundía con sus dedos en el trapecio y que llegaban de sorpresa para someternos y tirarnos al piso.

Y muchas, muchísimas otras vivencias que tuvimos pero que no repetiré aquí en público, bastan para saber lo que más valió la pena que fue la amistad y el colegaje, los viajes y la complicidad que mantuvimos cuando la ocasión fue propicia, y, si no, pues bien sabíamos que ya habría ocasión y tiempo. Y ese tiempo juntos fue invaluable.

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