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La revolución de los seis minutos: Bad Bunny contra el muskismo

Enero, 2025

¿Qué tan subversivo puede ser detenerse, hacer una pausa, en un mundo que no perdona la quietud, que castiga la inmovilidad como si fuera un crimen contra el progreso? En el siguiente texto, Luna Beltrán, a partir de “Baile inolvidable”, una canción del nuevo disco de Bad Bunny, reflexiona al respecto: “¿Quién tiene tiempo para seis minutos en un mundo donde todo se mide en segundos y se consume en milisegundos? ¿Qué pasaría si el progreso se detuviera, aunque sea por seis minutos? ¿Y si la pausa fuera el verdadero acto revolucionario?”

Despertar en Starbase Village no tiene nada de épico. Aquí, el futuro suena como máquinas desgarrando el aire, una ópera industrial que comienza antes de que salga el sol. Entre la bebé llorando, el perro arrastrando las patas y el café frío, el primer milagro del día es lograr salir de casa con las llaves en la mano. Pero es cuando llego a la carretera que el verdadero espectáculo comienza.

Coyotes que cruzan con calma, como si entendieran mejor el tiempo que los humanos. Humedales se aferran al paisaje como un recordatorio de que la resistencia puede ser silenciosa. Los halcones flotan en el aire con una indiferencia que parece un acto político, mientras los venados atropellados al borde del camino nos cuentan otra historia: aquí, nadie tiene tiempo para detenerse. El muskismo no perdona la pausa.

Dejo a mi hija en la escuela, y en el camino de regreso, el horizonte se abre como una pintura absurda. El cielo amarillo, el sol inmenso, y al fondo, los boosters y Starships monumentales, bañados en un naranja que podría ser poético si no fueran los heraldos de algo que no entiendo del todo. Así se anuncia Starbase, el proyecto de Elon Musk, un lugar donde se sueña con Marte mientras la Tierra se desmorona. Mi compañero trabaja aquí, construyendo casas para el futuro, mientras yo escribo, intentando descifrar qué significa vivir en este lugar donde todo avanza tan rápido que uno empieza a preguntarse si quedarse quieto es un delito.

Cuando camino por estas calles, el muskismo se despliega ante mí como algo más que una filosofía tecnológica; es una religión moderna. Elon Musk, con su ambición de colonizar Marte, ha asumido el papel de un nuevo mesías del capitalismo, predicando un evangelio de progreso que se mide en kilómetros recorridos hacia el espacio. Pero este lugar no fue construido para las personas; fue construido para los cohetes. Las personas que vivimos, y no trabajamos aquí, parecemos meros decorados, piezas secundarias en un escenario diseñado para conquistar otros mundos.

Y sin embargo, basta con recordar que el Río Bravo está a apenas 20 kilómetros de Starbase Village, siempre tan cerca, para subrayar que la colonización no es ninguna novedad. Al borde de esta frontera líquida, el sueño de Marte se revela como una versión reeditada de un relato antiguo, uno donde los límites no se cruzan, se imponen. ¿Qué dice de nosotros esta obsesión por ir tan lejos, cuando todavía no podemos cruzar un río sin perpetuar la violencia?

Pongo música en mis AirPods para intentar escapar de estas preguntas, y entonces suena “Baile inolvidable” de Bad Bunny. Una salsa. Seis minutos. ¿Quién tiene tiempo para seis minutos en un mundo donde todo se mide en segundos y se consume en milisegundos? Pero eso es lo que lo hace perfecto: una pausa. Bad Bunny me da algo que este sistema detesta, algo que el muskismo nunca podría tolerar. Cierro los ojos y dejo que el ritmo me invada. Por un instante, me imagino cómo sería si todos aquí en Starbase se detuvieran a bailarla. Los ingenieros soltando sus herramientas, los programadores abandonando sus pantallas, y hasta Elon Musk, con su mirada fija en Marte, moviendo los pies al compás de la música. ¿Qué pasaría si el progreso se detuviera, aunque sea por seis minutos? ¿Qué tan peligrosa es la pausa cuando vivimos en un sistema que no la permite? Es una fantasía absurda, lo sé. Aquí no hay espacio para pausas; el tiempo no nos pertenece, es del sistema. Pero, aún así, cierro los ojos y dentro de mi fantasía Walter Benjamin susurra una pregunta: ¿y si la pausa fuera el verdadero acto revolucionario? ¿Qué tan subversivo puede ser detenerse en un mundo que no perdona la quietud, que castiga la inmovilidad como si fuera un crimen contra el progreso?

Escena del video “Baile inolvidable”, de Bad Bunny. (Captura de pantalla).

Cuando abro los ojos, el coyote sigue ahí, caminando lentamente por el humedal. El coyote, con su pausa y su resistencia, se convierte en un maestro silencioso; en ese pequeño momento reflexiono que la pausa es peligrosa porque desnuda la maquinaria. Aquí, en el corazón del muskismo, detenerse es un acto de disidencia. Una pausa, aunque sea de seis minutos, interrumpe el flujo, descompone el engranaje. Nos obliga a mirar de frente el sistema, a entender que no estamos viviendo para el progreso, sino siendo devorados por él. El progreso es un verbo disfrazado de sustantivo, una mentira que se nos vende como destino inevitable. Pero ¿y si no lo fuera? ¿Y si el progreso fuera un concepto que podemos reescribir?

Bad Bunny, con su salsa, con su ritmo, se vuelve una grieta en la narrativa dominante. Seis minutos que no encajan en un mundo optimizado para la rapidez. Seis minutos de salsa no detendrán un cohete ni cerrarán una fábrica, pero sí pueden desarmar, aunque sea por un instante, la maquinaria que me devora. Esos 360 segundos no producen, no avanzan, no optimizan. Pero son suficientes para devolverme al cuerpo, para recordar que no soy una extensión de la máquina, que no necesito ganar tiempo porque ya lo tengo, aquí y ahora.

Y ese es el gran fenómeno que una figura como Benito representa: una grieta en la narrativa implacable del progreso capitalista, una pausa colectiva que no pide permiso para existir. En un mundo donde el contenido está restringido a canciones de promedio dos minutos, diseñadas para ajustarse al algoritmo y maximizar reproducciones, Benito logra algo casi subversivo: colocar una salsa de seis minutos, con ritmos latinos y clásicos, mezclados con reguetón, un género muchas veces calificado como vulgar por los paladares más eurocentristas. Esa etiqueta no es casual; es otra manera de colonizarnos, de deslegitimar lo que surge del cuerpo, del placer, de nuestra herencia cultural. Porque lo que está en juego no es sólo la música, es algo más profundo: el control del tiempo, del ritmo, de nuestras formas de gozar.

El cuerpo y el placer han sido históricamente territorios en disputa. Colonizados, reprimidos, transformados en engranajes de producción o mercancías para el mercado. Pero en esos seis minutos, Benito se atreve a desactivar esa lógica. Nos ofrece una salsa que no es sólo música: es un quiebre. Una pausa que, al subvertir las reglas, interrumpe el flujo incesante del capital. ¿Qué sucede cuando el cuerpo, en lugar de obedecer, decide moverse por placer y no por mandato?

Mientras algunos sueñan con colonizar Marte, Benito nos recuerda lo inaplazable: habitar esta Tierra, este instante, este cuerpo. Porque la revolución, lejos de los cohetes y los algoritmos, puede ser un baile. Un gesto mínimo pero inmenso, en el que lo único que importa es el vaivén sincopado de un cuerpo que se niega a ser domesticado. ¿Qué es un baile si no la afirmación de la existencia frente a un sistema que nos quiere inertes y funcionales?

Tal vez la revolución más urgente no sea escapar hacia otros mundos, sino regresar al que habitamos, reconquistarlo. Tal vez el acto más radical no sea avanzar, sino detenernos, respirar, bailar. Regalarse seis minutos que no producen nada útil, pero que devuelven lo esencial: la posibilidad de ser humanos en un mundo que insiste en que seamos máquinas. Tal vez, en el pulso de una salsa, está el recordatorio más potente: todavía podemos ser libres.

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