Enero, 2025
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”… Es, sin duda, la obra literaria más universal escrita en español. Hace 420 años, el 16 de enero de 1605, salía en el mercado ibérico la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Y un año antes del deceso de Miguel de Cervantes Saavedra, ocurrido el 22 de abril de 1616, apareció en 1615 el segundo tomo, hace ya 410 años. Víctor Roura ha querido celebrar ambas efemérides.
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Hace 420 años, el 16 de enero de 1605, salió en el mercado ibérico la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Y un año antes del deceso de Miguel de Cervantes Saavedra, ocurrido el 22 de abril de 1616, a sus 68 años de edad, apareció en 1615 el segundo tomo, hace ya 410 años.
Y Don Quijote siempre es, y va a ser siempre, una obra fundamental en las letras castellanas.
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En el vigésimo capítulo de la primera parte de Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes Saavedra otorga, acaso sin querer, las bases de lo que, pasado el tiempo, serían los talleres literarios.
Le pide Don Quijote a Sancho que le cuente algún cuento para entretenerle, de modo que el buen Sancho Panza confiesa que se esforzará en decir una historia que, “si la acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias”. Por lo tanto, le pide a Don Quijote una esmerada concentración: “Érase que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar… Y advierta vuestra merced, señor mío, que el principio que los antiguos dieron a sus consejas no fue así como quiera, que fue una sentencia de Catón Zonzorino, romano, que dice: ‘Y el mal, para quien le fuere a buscar’, que viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quedo y no vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos éste, donde tantos miedos nos sobresaltan”.
Don Quijote lo insta a continuar, que no se ande por las ramas: “Sigue tu cuento, Sancho, y del camino que hemos de seguir déjame a mí el cuidado”.
“Digo, pues —prosigue Sancho—, que en un lugar de Extremadura había un pastor cabrerizo, quiero decir que guardaba cabras, el cual pastor o cabrerizo, como digo, de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba; la cual pastora llamada Torralba era hija de un ganadero rico; y este ganadero rico…”.
Por segunda vez, le reconviene Don Quijote: “Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente y cuéntalo como hombre de entendimiento y, si no, no digas nada”.
Pero Sancho no se amilana: “De la misma manera que yo lo cuento se cuentan en mi tierra todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me pida que haga usos nuevos”.
Se resigna Don Quijote, entonces: “Di como quisieres; y, pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte, prosigue”.
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“Así que, señor mío de mi ánima —prosigue candorosamente Sancho—, que, como ya tengo dicho, este pastor andaba enamorado de Torralba, la pastora, que era una moza rolliza, zahareña, y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos bigotes, que parece que ahora la veo”.
De nuevo, interrumpe Don Quijote: “Luego, ¿conocístela tú?”
“No la conocí yo —responde Sancho—; pero quien me contó este cuento me dijo que era tan cierto y verdadero que podía bien, cuando lo contase a otro, afirmar y jurar que lo había visto todo. Así que, yendo días y viniendo días, el diablo que no duerme y que todo lo añasca [enreda], hizo de manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviese en omecillo y mala voluntad; y la causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que ella le dio, tales, que pasaban de la raya y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció de vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante, que, por no verla, se quiso ausentar de aquella tierra e irse donde sus ojos no la viesen jamás. La Torralba, que se vio desdeñada del Lope, luego le quiso bien, más que nunca le había querido”.
“Esa es natural condición de mujeres —dice Don Quijote—: desdeñar a quien las quiere y amar a quien las aborrece. Pasa adelante, Sancho”.
Y Sancho se sigue de largo, en un párrafo trascendental: “Sucedió que el pastor puso por obra su determinación, y, antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Extremadura para pasarse a los reinos de Portugal. La Torralba que lo supo, se fue tras él, y seguíale a pie y descalza, desde lejos, con un bordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro de un peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara: mas llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo, sólo diré que dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y arte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado de la otra parte, de lo que se congojó mucho, porque veía que la Torralba venía ya muy cerca, y le había de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y lágrimas; mas tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía junto a sí un barco, tan pequeño, que solamente podían caber en él una persona y una cabra; y con todo esto, le habló y concertó con él que le pasase a él y a trescientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco, y pasó una cabra; volvió y pasó otra; tomó a volver, y tornó a pasar otra. Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento y no será posible contar más palabras dél. Sigo, pues, y digo que el desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por otra cabra, y otra, y otra”.
Don Quijote, desesperado, impaciente, lo apura: “Haz cuenta que las pasó todas, no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año”.
Pero Sancho estaba en sus cinco: “¿Cuántas han pasado hasta agora?”
“Yo, ¿qué diablos sé?”, responde Don Quijote, a lo que Sancho responde, determinante y contrito: “He ahí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues, por Dios, que se ha acabado el cuento; que no hay pasar adelante”.
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“¿Cómo puede ser eso? —pregunta el inquieto, y aturdido, Quijote—. ¿Tan de esencia es saber las cabras que han pasado, por extenso, que si se yerra una del número no puedes seguir adelante con la historia?”
Pero Sancho, por algo, le había advertido que pusiera atención en las cabras que van pasando, y como Don Quijote a la mera hora no supo contabilizar cuántas habían pasado en ese momento [iban apenas seis, lo que faltaba por trasladar a doscientas noventa y cuatro todavía], a Sancho Panza, ese ingenuo pero divino escudero, le viene la desconcentración y olvida cuanto le quedaba por contar.
“¿De modo que ya la historia es acabada?”, cuestiona el sorprendido Don Quijote.
Y Sancho, concluyente: “Tan acabada es como mi madre”.
Tanto no sabe contar el contador como no prestar su atención el oyente, y de dicho modo es imposible la literatura, e impracticable un taller de la escritura.