El placer
Noviembre, 2024
El placer se refiere a la experiencia de que algo (cosa, acción, sentimiento, etc.) se siente bien, que implica el disfrute de algo. Pero en el orden del mundo, escribe Pablo Fernández Christlieb en esta nueva entrega, no hay nada que pueda continuar indefinidamente. Y entonces, ni modo —no hay de otra—: uno tiene que pasar a dedicarse a otras cosas, como los asuntos que hay que arreglar, y los favores, los encargos, las rutinas.
El de estar fregando con la lengua la muela que le duele, o el de escuchar música, o el placer de odiar. No importa cómo se siente o qué se siente, porque eso no es lo que lo define, sino más bien esto: el placer es una cosa que se quiere que siga, que continúe; y cuando ya no se quiere que siga —aunque se sienta bonito—, se acaba el placer. Paul Valéry dice que lo interesante de acariciar un gato es que después de pasar la mano una vez la pasa otra y otra y así sucesivamente. Y eso no se hace para nada, sino nada más porque sí, para que siga.
Pero en el orden del mundo no hay nada que pueda continuar indefinidamente. El placer de tomar una cerveza se acaba a la cuarta, y ya después lo único que uno está haciendo es beber; como si se le perdiera la gracia aunque sea lo mismo. Y entonces, ni modo —no hay de otra—: uno tiene que pasar a dedicarse a las cosas que sí quiere que se acaben, como los días y como los asuntos que hay que arreglar, y los favores, los encargos, las rutinas. Así que de hecho parece que la vida consiste en todas las cosas que mejor que se terminen; o que los placeres, comer, dormir, rascarse la comezón, sirven para ver cómo se acaban uno tras otro.
Quizá por eso todos buscan que sus placeres sean fuertes, intensos, vertiginosos, incluso agotadores, de sudor y adrenalina, de chamoy y chile verde, como si para que valieran la pena hubiera que desgastarse con ellos; pero ésos son justamente los que se acaban prontísimo, lo cual quiere decir que han de ser placeres un poco brutos, porque lo que se quiere que siga es lo más rápido que se acaba. Parecen juegos mecánicos medio tontos, sin ninguna inteligencia adentro, toda vez que un placer más inteligente buscaría mantenerse, que dure más que tomarse un helado o darse un pericazo.
Por lo tanto, parece que el más sensato, el más largo, el mejor placer, es el de no hacer nada; pero nada de nada, sino sólo estar allí, sin necesidad de intensidades ni vértigos ni agotamientos. No hacer nada —ni siquiera descansar— no requiere ni de dinero ni de buena salud ni de saber cómo se hace. Y también se acaba, pero es el que dura más tiempo. Es de los placeres que son plácidos, palabra que también quiere decir placer, pero que se inventó porque se colaba en el sonido la idea de paz, de pacífica, de apacible.
Pero en la dialéctica del mundo siempre ha habido clases sociales que para obtener el placer de no hacer nada le impusieron a otras el trabajo a fuerzas. Y santo remedio. Pero algo les falló. Porque de tanto no hacer nada ya están abotagadas sin placer alguno. Y es que la dialéctica del placer consiste en que para poder no hacer nada primero hay que ponerse a hacer algo, ese algo que es justa y precisamente lo que van a no hacer cuando no hagan nada: para no hacer nada se requiere saber qué es lo que no se está haciendo.
Parece que Marx se la pasaba pensando en esos temas, porque la sociedad feliz que se le ocurría era aquélla en que la ocupación principal de la gente fuera no hacer nada, para lograr lo cual, era necesario, no obstante, no sólo no hacer nada, sino algo que no hacer o que dejar de hacer para empezar a no hacer nada, y como no podía ser el trabajo a fuerzas y no podía forzar a los demás a hacerlo, tenía que ser el trabajo libre, asociado, entre todos, cantando, creativo, que es más o menos a lo que llamaba comunismo, que es algo así como ir alistándose o preparando durante el día para el momento de no hacer nada excepto mirar por la ventana, acariciar gatos, o acordarse de lo bien que les salió el trabajo y todas las actividades que acompañan al acto de no hacer nada como escoger si se sienta en la silla o en el suelo. Debido a que es lo contrario del placer, el trabajo forzado ha de ser el dolor, eso que sí se quiere que se acabe; o sea que los sindicatos —y los obreros—, que están en contra del trabajo, en rigor se oponen al dolor; y por eso el baquetón de Paul Lafargue —yerno de Marx— escribió El derecho a la pereza, a la placidez.
Pero en la paradoja del mundo, mientras que a Marx sólo le gustaba hablar del trabajo, a Freud, que sólo le gustaba hablar del placer, nada más se le ocurrieron unas ideas fuertes, intensas, desgastantes y, como decía Lord Chesterfield, de postura ridícula. Y la paradoja podría concluir tal vez en que, en verdad, la sociedad y la humanidad está hecha para no hacer nada, y sin embargo, sólo le ha salido ser un poco bruta y medio tonta, y por eso únicamente se interesa en los placeres frenéticos y veloces, para que se acaben más pronto, y así poder seguir y seguir con puro trabajo forzado.