Julio, 2024
Tras el final de la Eurocopa y la Copa América le llega el turno a los Juegos Olímpicos. Durante 17 días —del 26 de julio al 11 de agosto—, París acogerá por tercera vez las olimpiadas, empatando a Londres en el número de veces que las han organizado. Y aunque tienen como pilar los llamados valores olímpicos —es decir, la amistad, la responsabilidad social, el respeto por los principios éticos fundamentales, por mencionar algunos —, éstos no siempre se cumplen. Como señala Víctor Roura en el siguiente texto: si la Olimpiada es un símbolo de la solidaridad mundial, ¿por qué, ante una injusticia, si es de veras visible, ningún deportista muestra sensibilidad, o un mínimo de solidaridad?
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Los recuerdos deportivos vienen y van.
Eran los Juegos Olímpicos de 2000, realizados en Australia. Y, sí, fue un escándalo. Los comentaristas de la televisión mexicana, prácticamente la única industria entonces mediática del país entero, no soportaron el derrumbe de su propio júbilo: cuando el marchista Bernardo Segura (Estado de México, 1970), poderoso atleta, hablaba con el presidente priista Ernesto Zedillo, un juez italiano, instado por el marchista polaco Korzeniowski, le mostró, ante la distracción de Segura, el tarjetón rojo que le significaba su descalificación inmediata. Los comentaristas, alarmados, pusieron el grito en el cielo. “¿Cómo es posible —dijo uno de ellos— que lo eliminaran en el momento de hablar con el Señor Presidente de la República, que lo felicitaba por su medalla de oro?”, aseverando, con enjundia, que nadie puede faltarle al respeto al primer mandatario en el momento en que tiene la palabra en la boca; pero esta añeja costumbre mexicana era desconocida, por supuesto, por la gente extranjera, de modo que, alterando la veneración nacional, el árbitro interrumpió el plácido diálogo desmoronando, con ello, el sueño de una nación.
Los locutores se ofendieron, Ponchito declaró la guerra no sé si a Sydney o a Italia, los federativos se alzaron de hombros exhibiendo su incapacidad regidora, los medios masivos le colgaron la medalla de martirologio al caminante desautorizando, así, la legalidad del Comité Olímpico.
José Ramón Fernández, no reprimiéndose el coraje y adulterando los ordenamientos internos de las televisoras que proscriben las majaderías, dijo que la decisión australiana no tenía madre. La Jornada, en su cabeza alarmista del día siguiente, ¡intituló “¡Qué poca…!” en su portada para avalar la rabia mostrada, la noche anterior, por la orgullosa televisión local.
Se habló de un robo descarado y de una consigna contra los marchistas mexicanos, los mejores del mundo en su especialidad, y, por lo mismo, a los árbitros europeos les encantaba aplacar su ánimo triunfalista [de los mexicanos, no de los propios árbitros], frustrados por la endeble participación de sus compatriotas.
Eso se decía en todas partes en aquel cierre del siglo XX, a punto de iniciar el PAN su triunfalista, ahí sí, poder político y económico en el periodo conocido como La Docena Trágica de México.
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Los hombres de la televisión, obviamente, no iban a abandonar tan rápidamente el escándalo que ellos mismos habían suscitado en la conciencia nacional. Sabedores de su vigorosa influencia, los locutores de Televisa, en franca, absurda y ridícula batalla con sus homólogos de Televisión Azteca (y al revés), ya encarrerados con la idea del suplicio y la urgente reivindicación deportiva, propusieron a Bernardo Segura, sin duda un atleta carismático, el Estadio Azteca para un pronto homenaje reparador. Como la otra televisora aún no poseía un estadio en la Ciudad de México, se quedó, ni modo, con las ganas, en ese momento, de ser el protagonista central de ese merecido desagravio. Ignoro qué estaría pasando por la cabeza del marchista Segura ante tanta alharaca mediática, pero, por su bien, me confié en que estas contingencias —muy propias del amarillento tono con que se desenvuelven las televisoras— no modificarían su calidad humana ni lo hicieran creer que había pisado escalones que, pese al glorioso espejismo de Sydney, aún no había logrado escalar.
Ante esta cuestión, me formulé entonces inquietantes preguntas que aún hoy nadie me ha sabido revelar. Para comenzar, si la Olimpiada es un símbolo de la solidaridad mundial, ¿por qué, ante una injusticia, si es de veras visible, ningún deportista muestra sensibilidad, o un mínimo de solidaridad? Cuando Tommie Smith, un negro norteamericano, recibió la presea de oro por haber ganado los 200 metros planos, el 16 de octubre de 1968 en la Olimpiada de México, y después de haber levantado, durante la coronación, el puño derecho en señal de protesta por la segregación racial en Estados Unidos y de luto por Martin Luther King (asesinato ocurrido el 4 de abril de ese 68, seis meses antes de los Juegos), fue suspendido ipso facto del equipo estadounidense y expulsado, esa misma noche, de la Villa Olímpica y desterrado por completo, a posteriori, del panorama deportivo. Ante este valiente gesto, su mujer le pidió el divorcio al no aguantar las presiones a las que se vio sometida su familia y, para poder vivir, Tommie Smith, ese atleta poseedor de once marcas mundiales, se dedicó a lavar coches a tres dólares la hora.
¿Hubo alguna protesta de siquiera un solo jugador olímpico por esa infamia?
No.
Nada.
¿Alguien se solidarizó con la norteamericana Mary Decker, campeona mundial, cuando, insólitamente, se derrumbó presa de un incontenible y súbito dolor en la cabeza, el 10 de agosto de 1984 en la Olimpiada de Los Ángeles, a unos metros de llegar a la meta luego de su recorrido de los 3 mil metros femeninos? ¿Alguien se ha solidarizado, acaso, con la bella rumana Andreea Răducan —entonces menor de edad—, obligada a devolver en Sydney su medalla de oro en gimnasia individual por haber dado positivo en un análisis de antidopaje, que resultó ser un medicamento contra la gripe (en cuyo contenido se halla la composición pseudoefedrina, una sustancia prohibida) que le prescribiera el médico del equipo olímpico, el inepto doctor rumano Ioachim Oana, quien fuera excluido de los juegos de Sydney e inhabilitado para participar, y bien merecido que se lo tenía, en las competencias de invierno de Salt Lake City en 2002 y en los Olímpicos de Atenas de 2004? ¿Tuvo alguna culpa Andreea Răducan de haber ingerido una pastilla proporcionada por su médico para paliar los efectos de una fastidiosa gripe?
Nada, nadie, ninguno mostró solidaridad en esos casos.
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Además, me puse a leer diversos periódicos del mundo para saber de su rabia por el injusto despojo de la medalla de oro a Bernardo Segura y… y… y… me topé con naturales, y despreocupadas, notas informativas que dieron como un hecho, incluso sin importancia y a veces hasta con cierta muestra de enfado por las trampas del compatriota, las faltas cometidas por el marchista mexicano.
“Para alguien no experto —comentó el diario El País, para recurrir a un medio castellano—, las imágenes de la televisión indican que todos los marchadores infringieron las normas. Pero no hay base para los acusadores de favoritismo: el polaco Korzeniowski, cuyo estilo cerebral contrasta con la visceralidad mexicana, fue descalificado en los Juegos de Barcelona 92 cuando vislumbraba la plata a 500 metros de la cinta. Fuera por astucia o porque no oyó el aviso, Segura siguió lanzado hacia la gloria, lo que provocó una situación tensa: la decisión oficial le llegó cuando hablaba por teléfono con el presidente de México, Ernesto Zedillo”.
Para todos los demás periódicos del orbe, la descalificación de Segura fue legítima, y punto.
Sólo los mexicanos lloraron la genuina descalificación, dijo un comentarista europeo.
La Olimpiada no es, en realidad, una celebración donde tenga cabida la solidaridad mundial; sí, en cambio, el (¿noble?, ¿enceguecedor?) acendrado patrioterismo, y con demasiada enjundia, quizá.