Abril, 2023
—Nada como La Playa —dijo el chofer salmantino mientras explicaba brevemente lo que era la noche en esa ciudad de tierra adentro. El pasajero aisló la frase y así, fuera de su ámbito natural, la encontró absurda y extraña: si convertía el pronombre en verbo resultaba una orden, un consejo, había que nadar como la playa lo hacía, con su vaivén, a su ritmo… Pero no se trataba de eso: era agradable pensar que en ese momento podría ir al mar y meterse en sus aguas e incluso ser como ellas, fundirse en el oleaje, mas el mar estaba lejos y lo que ocurría era que entre las opciones que ofrecía la vida nocturna de esta Salamanca no española, sino mexicana y guanajuatense, el chofer sopesaba dos sitios de nombre acuoso para recomendar a su pasajero: Los Pantanos o La Playa, curiosa disyuntiva, y ese último le parecía el lugar en donde, por lo menos así le ocurría a él, se sentiría más a gusto: nada, pues, como La Playa.
—A La Playa iremos entonces —pidió el hombre, el pasajero, que había llegado al mediodía para una serie de reuniones de trabajo que continuarían a la mañana siguiente. Tenía varios meses realizando ese viaje quincenal y comenzaba a apropiarse de la historia de Salamanca, en el principio una ciudad hostil a la que ahora creía entender un poco, acaso porque le recordaba otra ciudad conocida por él, la de Tampico, a la que solían llevarlo sus padres en la infancia durante las vacaciones de verano, una ciudad también atada o crucificada por una refinería petrolera. El olor a combustible era el mismo, y le penetraba igual cuando pasaban en tranvía por la refinería de su niñez, precisamente en camino hacia la playa, que ahora, cuatro décadas más tarde, en esta noche de octubre en que era conducido a esa Playa sin mar que era el antro salmantino.
Gloriosa e iluminada, imitando un poco en su silueta a la central eléctrica de Battersea de Londres, a lo lejos gobernaba la refinería. En su ascenso, las volutas de humo se perdían en la oscuridad hasta convertirse en ese olor penetrante, ya propio de la ciudad como una segunda piel, que acaso no se irá de aquí ni siquiera cuando el país agote sus recursos petroleros. Le pareció curioso el cruce de caminos, cómo las cosas, en él o para él, habían comenzado a relacionarse. Una tarde, al abrir la ventana para intentar refrescarse un poco, fue de pronto agredido por ese aroma de la infancia que era el del petróleo quemado. Le habían referido, pero hasta entonces lo sentía como un cuento ajeno, cómo era que Salamanca de ser una tranquila ciudad del interior se transformó por completo al convertirse en el espacio en donde fue construido un moderno complejo petrolero, lo que implicó la llegada del dinero y de la gente distinta, los que venían de Ciudad Madero y Tampico (con costumbres, habla y vestimenta diferentes, más abiertos en sus ropas y en sus maneras), y otras metamorfosis que se irían manifestando al correr de los años. Presumían los salmantinos un gran río, el Lerma, cuyas orillas los fines de semana eran el sitio preferido de las familias para el día de campo. Y en alguna parte del Lerma se formaba un promontorio de arena conocido como “la playa”: se nadaba hasta ahí y se descansaba, fingiendo que se estaba en el mar. Quizá bautizaron al antro (al que era ahora conducido, en esta noche última de octubre) en recuerdo de ese oasis perdido, esa extinta playa de río convertida por la memoria en un refugio nocturno de buena o mala muerte.
Por eso prefirió ir a La Playa, porque le recordaba con el nombre tanto a esas playas de la infancia con olor a chapopote como a esa otra playa del Lerma perdida para la ciudad de Salamanca con la llegada de la refinería. Una tarde, le habían contado, se empezaron a escuchar las sirenas de los bomberos, y en la ciudad circuló una frase acaso tan absurda y extraña como aquella de “nada como La Playa”: era que se estaba incendiando el río. ¡Qué imagen!, se dijo entonces, cuando le refirieron ese relato, ahí se concentraba la degradación de una comunidad. El río ya no era potable ni nadable sino que se convirtió, además, en río de fuego, por los desperdicios de la refinería que en él circulaban.
Imaginó, esa noche en que era llevado por un chofer a La Playa, el espectáculo nocturno del río envuelto en llamas, y congregó en las orillas del Lerma, como una ficción armada al vuelo, a la gente de Salamanca contemplando ese hermoso y terrífico paisaje, mientras los bomberos echaban agua al agua, agua al río, para apagar el incendio acuático.
Eran casi las diez de la noche. El automóvil tomó las orillas de Salamanca, bordeó el río y regresó a la zona urbana. Pasaron por una colonia lúgubre en donde grupos de muchachos, en las esquinas, se intercambiaban botellas y cigarrillos.
—Ni se le ocurra caminar por aquí de noche —advirtió el chofer—, es un barrio de maleantes. Para volver, mejor pida un taxi al chico de la puerta.
Llegaron a una calle iluminada donde estaban varios coches detenidos y un puesto ambulante de hot-dogs y hamburguesas. Se entraba por un estacionamiento abierto, al aire libre; al fondo estaba La Playa, un bodegón poco sofisticado. Pagó una cantidad ridícula al entrar, como cover, y vio la pista de baile y las mesas desnudas.
—Es temprano. Las chicas apenas están llegando y se van a disfrazar por el Halloween —le explicaron.
Planeó estar un par de horas. Tomaría sólo cerveza y pediría al mesero que la destapara en su presencia, no fuera que le quisieran servir bebidas adulteradas. Al escoger mesa se sintió como el que hubiera navegado por horas a remo en un mar bravío y llegara, luego de múltiples penurias, a buen puerto: lo agobiaban el viaje en autobús de cuatro horas, las largas sesiones de trabajo… Por fin un descanso.
Tomó un trago, dos; acabó pronto un par de botellas. Desfilaron frente a él, como en una cámara lenta ocasionada por el sopor que le inundaba, chicas o señoras en ropa deportiva o de calle que ingresaban a La Playa como ciudadanas comunes, y que luego de un rato en el vestidor salían convertidas en figurantes de carnaval. Se preparó para un espectáculo grotesco de pirujillas obligadas a cambiar su vestuario regular, tampoco muy honroso ni despampanante, por el de fantasmas, brujas o muertas vivientes… aunque esto último lo eran ya de algún modo y para siempre.
El lugar se fue llenando de parroquianos, vestidos todos de civil, y espectros femeninos. La orquesta estaba integrada por vampiros de rostro poco amable a quienes sus labores parecían provocar un aburrimiento atroz. Si su facha era desguanzada la música se escuchaba alegre, como nacida de otro temperamento. Circulaban por la pista de baile y sus costas, como faros iluminados o islas a la deriva, algunos bellos senos, que eran más fruto de la arquitectura de brasieres y escotes que de naturalezas voluptuosas o juveniles, y que si se acercaba uno a ellos languidecían como pulpos muertos. Bailó el hombre una o dos veces pero no se animó a llevar a alguna de esas “chicas” a la mesa, porque olían a sudor y vejez. Ante el paisaje que se le presentaba pensó en la palabra “bizarro”, que por degeneración anglófona o incluso francófona ha pasado a definir en castellano, sin que la RAE aún lo acepte, no lo valiente sino lo extravagante o grotesco. Se quedó conforme con “grotesco”.
Siguió viendo, aunque de modo más aislado, a mujeres que ingresaban a La Playa con ropa común y entraban al vestidor para cumplir su metamorfosis. Algunas no eran ya tan maduras, mejoraba el panorama. Se distrajo de nuevo entre la cerveza y el baile; y cuando ya se sentía un poco alegre, y en medio de una vueltecita de rumba o mambo, vio al fondo en una mesa a un par singular: una era una Alicia y la otra un Sombrerero Loco, con disfraces no comprados en la plaza sino como confeccionados en casa por algunas manos hábiles. De buena factura se veían, trajes y cuerpos. Pese a la indumentaria y el maquillaje, las adivinaba no mayores de treinta años.
Volvió a su sitio y llamó al mesero, le pidió que le trajera a Alicia. Con prontitud éste le explicó el asunto a la dama y señaló al hombre desde la distancia; ella se levantó contenta, susurró algo al oído del Sombrerero Loco y caminó hacia la mesa. Saludo, beso en la mejilla, sillas que se acercan, lo normal en este tipo de encuentros en los que hay el sobreentendido de que el que invita trago o botella tiene derecho a tomarse ciertas libertades con la dama. No esperaba un diálogo literario. Se enteró que Alicia y el Sombrerero Loco eran hermanas, y que una de sus películas favoritas, en un videocasete muy querido por ellas visto y revisto hasta que la cinta se rompió, era la adaptación que de los libros de Lewis Carroll hizo Walt Disney. Eran ellas de Michoacán; trabajaban en Guanajuato porque sentían que ahí sus amistades estaban lejos y era difícil encontrarse con alguien que las reconociera, aunque se habían llevado ya sus sorpresas.
Le gustó Alicia porque era Alicia, mas ella quiso traer a la mesa al Sombrerero Loco. Calculó el hombre el costo de los tragos y pidió que no lo hiciera ahora sino un poco más tarde, porque, pensó para sí mismo, había que multiplicar la compañía entre dos y podía no alcanzarle el efectivo. Con la tarjeta de crédito era igual de receloso que con los tragos, y prefería no sacarla para que no le fueran a clonar el plástico.
—¿Y qué puedo hacer contigo?
—Muchas cosas —murmuró Alicia.
—¿Hasta dónde podemos llegar?, ¿cuáles son los límites?
—No hay límites.
—¿Y eso cuánto cuesta?
Ella le explicó con frialdad: mira, al fondo del salón hay un cuarto, es tanto para mí y tanto para la casa, ¿cómo ves?, ¿te animas, cariño?, ¿quieres que invite a mi hermana?
De lo que siguió no guarda un registro claro. Había, sí, una habitación de espejos y una cama. Mas si le preguntaran los detalles de lo sucedido, en la prosaica realidad de un asalto, mezclaría el hecho cierto con sus lecturas de los libros de Lewis Carroll y sus imaginaciones delirantes en torno a un posible encuentro carnal del reverendo Charles Lutwidge Dodgson con la inocente Alice Lidell, instantáneas que esa noche fueron parte integral de sus visiones. Es decir, en su recuerdo habría mucho de fantasía literaria pero también agresiones más que reales, todo sumido en un remolino de mareo alcohólico y dolor. Confundiría además los rostros de Alicia y el Sombrerero Loco (conocidos en el medio prostibulario como Carmelo y Rafael), volvería a sentir golpes duros en el rostro, el estómago, las partes bajas… Y se vería luego, náufrago de sí mismo, desnudo a orillas del Lerma, como fue encontrado el sábado a media tarde, percibiendo en el ambiente un repulsivo olor a chapopote. En la zozobra sintió que de un momento a otro el río comenzaría a arder.