Abril, 2023
Una vez, por las calles de Guanajuato, César Alejandro Márquez Aguayo me dijo: tengo una historia pero no tengo quién la cuente. Dímela, le dije, y te prometo contarla.
En el Paraíso, en ese entonces, las cosas eran tal como ahora las recordamos. Los peces habitaban el agua, las aves el viento inmemorial y los cuadrúpedos las llanadas pastosas. Desde luego que paradisíacas amibas circulaban por sus intestinos plagados de alimentos primigenios. En esa oquedad, como ya sabes, creció el primer hombre. Andaba a solas de allá para acá; sin mucho regocijo, pero con bastante asombro. Y a este animal le daba tal nombre; y al otro, otro. La serpiente estaba ansiosa en el árbol eterno, con una impaciencia infernal (valga la palabra) en espera de que por fin se le diera origen a la mujer. Y se formó a la mujer tal como se debía. Y el hombre y la mujer dijeron: no es bueno que Dios esté solo, vamos a darle compañía. Y comieron del árbol en el que se enrolla la serpiente. Y el hombre y la mujer vieron que eso era bueno. Y tuvieron descendencia.
Pero esa no es la historia que tengo, señaló Alejandro. La historia comienza, en realidad, con la descendencia de nuestros primeros padres, aquellos que se compadecieron de la soledad de Dios. Tenían, como sabemos todos, un par de hijos. Uno de ellos era pastor y el otro era agricultor. En fin, que iban caminando por las afueras del Paraíso y observaron algo curioso: cuando el sol alumbraba el lago, cristalino lago de entonces, los grandes peces que se acercaba a la orilla (por ver si aquellos también eran capaces de conferirles nombres como lo era su padre) formaban en el fondo del agua una figura análoga y opaca. Y cuando las aves bogaban en la transparencia de arriba, iban marcando con cruces oscuras el suelo, cruz análoga de las alas abiertas a los lados del cuerpo. Y así también los árboles y las piedras. Todo tenía una sombra correspondiente a la figura. Sólo ellos dos, hijos del primer hombre, carecían de sombra. Y no recordaban haber visto sombra a su padre y a su madre. Fue allí que comenzaron a discutir acerca de por qué todos los animales y cosas tenían sombra y ellos no. Caín planteó una explicación; y Abel señaló su creencia. Se oponían, terriblemente. Y el diablo, que es la sombra de Dios, los fue circuyendo sin que cayeran en la cuenta. A los pocos instantes estaban enardecidos defendiendo sus puntos de vista opuestos, prefigurando un diluvio de injurias, una babel de malentendidos, una crucifixión. Ya no escuchaban al otro: gritaban y defendían su posición como si en esos tiempos primeros ya se contuviera la semilla de los dogmas, de las cruzadas y de la inquisición. Que la sombra es por esto. No, que la sombra es por lo otro. Abel volteó hacia el lago para verificar su fe. En ese parpadeo, Caín tomó una mandíbula de asno y la levantó por el aire. La sombra de la mandíbula pelada se proyectaba ominosa sobre el polvo del mundo. La descargó, serpenteando furiosamente, sobre el cráneo distraído de su hermano. Una vez muerto el enemigo, Caín levantó la mandíbula de nuevo para asestar el golpe de gracia. De inmediato, sobre el suelo se proyectó la sombra del hueso junto con la sombra de Caín.
Una revelación surcó la espina dorsal del asesino. Tembló. Miró su sombra apenas adquirida; y corrió a esconderse. Pero Dios, al ver la sombra del fugitivo, supo que había pecado.
Esa es la historia, concluyó Alejandro. Y mi promesa está cumplida, le repliqué.