Felices por decreto
Junio, 2022
En sociedades como la nuestra, donde los superficiales discursos sobre la felicidad reverberan como estribillos de una mala y pegajosa canción, la psicología positiva deviene una especie de megáfono cuya función es la de difundir ideas y técnicas acerca de cómo se puede ser feliz. No obstante, la mayoría de los discursos y las ideas sobre la felicidad tienen un problema fundamental: tienden a confundirla con el bienestar y, obviamente, con sus efectos.
La preocupación por la felicidad, es cierto, no es nueva. Lo novedoso parece ser, por un lado, tanta perorata diaria alrededor de ella y, por el otro, tanta “tecnificación” para poder alcanzarla. A diario, en los programas de radio y televisión aparecen expertos (generalmente psicólogos) hablando sobre la importancia de ser felices, las formas en cómo se puede alcanzar la felicidad y los pasos que se deben seguir para poder ser felices. En las plataformas publicitarias como Facebook, a borbotones, también pueden encontrarse diversos discursos sobre la felicidad circulando libremente en forma de memes, frases célebres, pictogramas, infografías, publicidad, carteles, servicios, etc. Y en las conversaciones cotidianas ni se diga: la felicidad es un tema central para quienes han quedado convencidos, después de tanta perorata multimedia, que el objetivo de la vida o de estar vivos es uno: ser felices. No obstante, tanta alharaca y tanta preocupación rapaz en torno a la felicidad resultan sospechosas.
En las sociedades se suele hablar de lo que escasea, por lo que no es fortuito que en las conversaciones cotidianas se hable de dinero y de felicidad. Aunque el dinero abunda, no es de todos ni para todos. No es para las mayorías. Y la felicidad, más que una realidad, resulta ser un espejismo o una promesa, es un elemento esencial para edulcorar los ensueños publicitarios porque lo que realmente incentiva el consumo es la infelicidad. La promesa de la felicidad en los anuncios publicitarios se ofrece a través de relatos, historias, narraciones, etc., vinculada a imágenes que están descaradamente dirigidas a la esfera emocional de los consumidores en potencia y no tanto a su esfera racional. Está centrada —como lo identificó muy bien John Berger hace medio siglo en su libro Modos de ver— en las relaciones sociales y no tanto en los objetos. La publicidad, decía, no promete el placer, sino la felicidad. Bifo Berardi, ese escritor, filósofo y activista italiano dijo que el mecanismo comunicativo de la publicidad se funda sobre la producción de un sentido de inadecuación. El “sistema” no necesita consumidores satisfechos, sino consumidores insatisfechos para incentivar el consumo. Requiere de consumidores que sientan que la felicidad se les escapa con las “innovaciones”. Y, puestas así las cosas, estaríamos en un mundo lleno de infelices en potencia y no de personas felices y satisfechas.
En sociedades como la nuestra, donde los superficiales discursos sobre la felicidad reverberan como estribillos de una mala y pegajosa canción, la psicología positiva deviene una especie de megáfono cuya función es la de difundir ideas y técnicas acerca de cómo se puede ser feliz en un mundo como este. Talleres, cursos, diplomados, seminarios y charlas sobre cómo incrementar o alcanzar la felicidad se ofertan tratando de persuadir a los incautos de que una vez recibido el conocimiento que de tales fuentes emana, ellos cambiarán, y sus vidas también. No obstante, la mayoría de los discursos y las ideas sobre la felicidad tienen un problema fundamental: tienden a confundirla con el bienestar y, obviamente, con sus efectos. El sociólogo, escritor y político británico William Davies, en su libro La industria de la felicidad, destaca que los antecedentes del florecimiento del utilitarismo los podemos ubicar a finales del siglo XVIII a partir de las ideas de Bentham. Sí, el mismo filósofo, economista, escritor y jurista que Foucault utilizó como referente para popularizar la idea del panóptico. Bentham, además de haber tenido una faceta de ingeniero que lo llevó a concebir ideas como la de la prisión-panóptico, también pensaba que la acción política adecuada era la que producía el máximo de felicidad para la población en general. Aunque vivió una vida, digamos, infeliz, estaba convencido de que la política debía ocuparse no de la justicia, ni del derecho divino, sino de la felicidad. No obstante, el utilitarismo tiende a confundir felicidad con bienestar y a preocuparse por el bienestar ajeno, idea que no es tan mala, pero cuando pretende extenderla a cualquier ser vivo raya tanto en el absurdo como en la exageración.
El problema de los utilitaristas es que también tienden a considerar que los gobiernos tendrían que promover la felicidad de las sociedades por medio del castigo y la recompensa (¿le suena esto a discursillos filosóficos de moda?). ¿Cuál es el gran problema de estas concepciones que heredamos del siglo XVIII acerca de la felicidad y del bienestar? Que para poder identificar qué es lo que hace más felices a las personas, considerando que todos los sentimientos de todas las personas tienen el mismo valor, hay que eliminar el carácter subjetivo de las sensaciones placenteras (o dolorosas) y hay que identificar sus síntomas (o, más bien, los signos de la felicidad). No obstante, esta identificación quedaría, de acuerdo con la concepción de Bentham, bien en el cuerpo (la frecuencia cardíaca) o bien en el dinero.
Hoy día se asume que el dinero es una fuente de bienestar, pero desgraciadamente, y como ya se dijo, no es de todos ni para todos. Se necesita ser un imbécil consagrado para suponer que “llamando” al dinero con el pensamiento (que en ese nivel de razonamiento debe tener propiedades magnéticas), éste llegará a los bolsillos o a las cuentas del banco. Hoy ya no se asume que la frecuencia cardíaca sea el síntoma de la felicidad, pero sí se confía en las sonrisas (reduciendo los procesos sociales a procesos biológicos como suelen operar siempre las neurociencias). Con el paso del tiempo y el auge de la monitorización de los comportamientos y las reacciones humanas, la felicidad se ha convertido en una ciencia de las sonrisas. No sólo se habla hoy de la risoterapia y de los risoterapeutas (lo cual da mucha risa), sino que hay investigadores convencidos que ver caras sonrientes reduce el nivel de agresividad. Ideas que embonan bien con otras tan extrañas como las de “aléjese” de las personas tóxicas, las relaciones tóxicas, las situaciones tóxicas, etc. Es decir, de todo aquello que atente no precisamente contra la felicidad, sino contra el bienestar. “Enfócate en ti, en tus metas, en tu paz mental. La gente es pasajera. Quien quiera estar que esté y quien no que siga caminando”. Y no es que aquí se avale ese neologismo débil tan de moda, tóxico, lo que sucede es que ilustra de muy buena manera las claras inclinaciones de la ideología utilitarista de carácter hedonista e individualista que se han propagado tan bien en sociedades como la nuestra. Si algo se interpone entre ti y el placer o el bienestar, elimínalo. “Si algo se interpone entre ti y la felicidad simplemente hazlo a un lado”.
El World Happiness Report, que desde 2002 ha utilizado análisis estadísticos para determinar cuáles son los países más felices del mundo, en su edición 2021 situó a México en el lugar 35 entre 149 naciones, con una fabulosa media de 6.317 (en 2020 obtuvo una media de 6.465), tomando en cuenta que la media a nivel mundial fue de 5.53. Y, dicho sea de paso, quizá ya lo adivinó, Finlandia se ubicó como el país más feliz del mundo seguido de Dinamarca, Suiza, Islandia, Países Bajos, Noruega y Suecia. Y aunque la felicidad no pueda cuantificarse, lo que resulta interesante son las categorías que se monitorizaron para dar con esos simpáticos resultados: producto interno bruto per cápita, apoyo social, esperanza de vida saludable, libertad para tomar sus propias decisiones de vida, generosidad de la población en general y percepciones de los niveles de corrupción interna y externa. Esto podría decir dos cosas. Que los mexicanos somos pobres y felices. Y que los resultados de la monitorización “externa” son muy diferentes a la “interna”. De acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), en México se contabilizaron 55.7 millones de personas en situación de pobreza en 2020 de un total de poco más de 126 millones de habitantes. Y los resultados de la encuesta trimestral del INEGI publicada a inicios de 2022 indicaron que la denominada percepción de inseguridad aumentó de septiembre a diciembre de 2021 de 64.5 por ciento a 65.8 por ciento. Tome en cuenta el carácter utilitarista de los criterios para determinar la felicidad de las personas en los distintos países.
Ahora que la monitorización está de moda y los talleres de “autoconocimiento” también (“Una persona feliz se conoce a sí misma”), las interrogaciones filosóficas sobre la felicidad han sido desplazadas por la obviedad de dar por descontado que ser feliz es importante. Un ciudadano promedio de una urbe podría enumerar, sin chistar, diez maneras sobre cómo ser feliz. Pero si le preguntásemos ¿para qué la gente quiere ser feliz?, quizá se quede sin respuestas inmediatas. Y no, no se puede ser feliz por “decreto”, eso elimina la contingencia y la vida social en general. Elimina las circunstancias y los referentes de tiempo y espacio donde transcurren las interacciones. A diferencia de otras épocas y relatos, la felicidad ya no es el signo más emblemático del conformismo, de la mediocridad ni de la alienación. Hoy día es símbolo de realización social. Frente a la pregunta ¿es usted feliz?, lo más coherente que uno podría responder sería “a veces”, “a ratos”, “muy de vez en cuando” porque, por principio de cuentas, no es un afecto estable ni duradero y, como se ha dicho, las más de las veces se le confunde con el bienestar. En sociedades como la nuestra “ser feliz” se ha convertido en un imperativo, en una exigencia, en un signo de distinción social demasiado clasista, en una aspiración sin significado. ¿Será que a los infelices se les olvidó repetir las letanías que les habrían cambiado la vida?
La próxima vez que tenga la tentación de caer en las garras del pensamiento absolutista e inculto del “decreto”, repita conmigo: nuestras ideas sobre la felicidad tienen una base utilitarista que data de finales del siglo XVIII y que ha sido explotada por la psicología positiva y la monitorización para sacar provecho de aquella engordando los bolsillos de unos cuantos. Mientras haya seres infelices la ciencia de la felicidad seguirá triunfando, machacándoles aterradoras ideas como “Decreta y se te dará”, “Decrétalo para que se cumpla”, “Eres lo que decretas” y dislocadas cantaletas en positivo que provean de esperanza a quienes la han perdido. Sólo la psicología positiva y los aprovechados coaches de vida pueden atreverse a pensar que la felicidad es una “elección personal” y que se logra por “decreto”. Frente a todo lo anterior: imagine el mantra de la infelicidad.