Horas extra
La noche caía.
Por lo tanto, el tráfico comenzaba a empeorar cada minuto. Los coches avanzaban con lentitud. En la vuelta prohibida vimos que los conductores tomaban, raudos, esa dirección, con la aquiescencia de dos policías en cuya patrulla miraban, tranquilos, la escena sin proferir ningún impedimento. Más de siete autos pasaron, y ella, que me llevaba a casa, preguntó si también nosotros podíamos hacerlo. Ya era nuestro turno, y los cláxones, atrás, nos instaban a seguir el ejemplo de los demás.
Ella se decidió, sin esperar mi respuesta.
Pero en ese momento la sirena de la patrulla empezó a aullar, y a seguirnos.
Nos detuvimos en la siguiente esquina. Yo le acaricié la mano para apaciguarla.
Se acercó un oficial.
—¿No saben que cometieron una infracción? —preguntó.
Ella no podía creer tal desvergüenza. Vi en su rostro la sorpresa. Me bajé del coche. Le dije al policía, casi gritando, que todos se estaban desviando. Y le señalé que todavía lo estaban haciendo varios conductores.
—Yo no veo nada, no vi nada, sino sólo a ustedes cometiendo una infracción —repitió.
Ella, desde el coche, lo miraba, perpleja.
—Basta con que voltee para mirar cuántos coches están haciendo lo mismo que hicimos nosotros —dije.
No volteó. Sino comenzó a tomar fotografías al carro de mi amiga.
—Esa vuelta es muy peligrosa, pudieron haber causado un grave accidente —dijo.
Y seguían los coches dando la vuelta prohibida, uno tras otro, sin parar.
—Pero, poli —dijo ella desde su asiento—, ¡mire cuántos están cometiendo la misma infracción que nosotros cometimos!
Y el policía volvió a decir:
—Yo no veo a nadie, yo sólo los vi a ustedes —continuaba fotografiando el coche.
Ella no podía creerlo. Yo conozco bien a estos tipos. Siempre están detenidos allí.
—Si los demás cometen esa infracción no quiere decir que también ustedes puedan cometerla —dijo el policía, y tuve que darle la razón.
Me encogí de hombros.
—Los tenemos que remitir al corralón, a menos que… —añadió.
Negué con la cabeza, y en cuanto me vio hacer ese gesto indicó que lo siguiéramos.
—Unos tres mil pesos les va a costar su imprudencia —dijo, retirándose hacia la patrulla.
Y mi amiga, entonces, se bajó y fue a hablar con él.
Regresó, vi que sacaba un billete de su cartera y retornaba a la patrulla. Los policías sonreían.
Cuando encendió la marcha, me dijo que no cargaba su licencia de conducir, y que eso pudo haber agravado el hecho.
—Lo bueno fue que no me pidieron los papeles —dijo.
Les dio un billete de quinientos pesos. Yo le dije que en cuanto cobráramos nuestros emolumentos la ayudaba con algo, pero me dijo que no era necesario, que el dinero va y viene, que era su culpa por no haber repuesto su licencia.
Me dio pena su desconsuelo, pero también en este caso, como con el policía un momento atrás, tuve que darle la razón.
—Ojalá ya resuelvas ese problema de la legalidad —le dije, y le pedí que me dejara en ese lugar, que me había revuelto el estómago aquel indigno acto de soborno, que compraría una cerveza para aliviar el mal humor, porque en esos asuntos de la corrupción soy muy, muy, muy riguroso. Le dije, hastiado, que me dejara allí mismo, que yo caminaría hasta la casa. Ya no estaba muy distante, al fin y al cabo.
Se fue severamente compungida por mi aniquilamiento moral.
Al rato, los polis me alcanzaron para darme parte de sus ganancias: en un mes les había ya emboscado a nueve incautos, amigos frágiles que incluso han agradecido mis intervenciones para aminorar las exorbitantes cantidades que piden estos alterados polis, también amigos frágiles que luchan en la vida, como yo, para ganarse con el sudor de su frente el indispensable pan cotidiano.
Porque algo tiene que hacer uno para completar la exigua quincena, después de todo.