Vaya mundo en el que vivimos
Esa mañana Gunter Smith, de 32 años, caminaba hacia su trabajo con pereza y resignación. Avanzaba lentamente, cruzando calles, escuchando voces, percibiendo olores variados y viendo con una mirada penetrante a las personas mientras atravesaba la pequeña ciudad en la que vivía.
Gunter no era un hombre feliz. Pocas veces lo había sido. Se había acostumbrado a una rutina de desesperanza y enojo hacia el mundo, al que culpaba de su suerte. De esa misma manera detestaba a su esposa. Declaraba amarla, pero siempre la hacía responsable de cualquier cosa mala que le sucedía.
Mientras caminaba, Gunter pensaba en cómo la gente no para nunca de hablar. Le molestaba que aquellas voces extrañas interrumpieran sus reflexiones en las que constantemente juzgaba de manera silenciosa a todos los que lo rodeaban. No había otra cosa que a Gunter le resultara más entretenida que criticar.
Tras avanzar varias calles se detuvo. El semáforo y los automóviles que corrían a alta velocidad le impedían el paso. Unos cuantos transeúntes, lejos de él, esperaban también la señal que les permitiera continuar su camino. Gunter había crecido en una familia medianamente acomodada. Su padre, político, estuvo ausente casi todo el tiempo, dedicando su vida a lo que le era más importante: su trabajo. Su madre, ama de casa, se pasaba el día entero manteniendo el hogar impecable, lo que le dejaba poco tiempo para prestarle atención a su hijo. Además, no tenía hermanos, por lo que siempre fue solitario.
Mientras esperaba para cruzar la avenida, junto a Gunter se situó una señora que tomaba de la mano a una niña que, como ella, era de piel morena y tenía el cabello largo y negro. De inmediato notó que la pequeña llevaba un uniforme escolar muy percudido y algo roto, pero remendado. Sus zapatos estaban gastados y su mochila no era de buena calidad. Al observar todo esto, Gunter pensó: “No es posible. Pobre criatura. Vive en un estado terrible. De seguro esta señora es su madre: son igualitas. ¿No le dará vergüenza mandarla así a la escuela? Si de verdad la quisiera ya la hubiera dado en adopción a una familia que sí la cuidara. Esta gente floja que no se esfuerza en ganar más dinero para usarlo en algo bueno o, al menos, en sus hijos. Vaya mundo en el que vivimos”.
Justo es decir que Gunter no gastaba ni un céntimo en cuidar siquiera su propia salud y que no quería hijos porque aseguraba que los niños son unos parásitos. La luz roja del semáforo se apagó y la verde se iluminó. Todos caminaron.
Gunter siguió avanzando rumbo a su trabajo dando una vuelta a la izquierda en la siguiente cuadra, caminando luego tres calles, una vuelta a la derecha y… había llegado a la zona en la que un puente pasaba por encima de un río de polvo que alguna vez llevó mucha agua y les permitía a los automóviles y a los peatones cruzar.
Al continuar, vio sobre el ancho puente a una persona pidiendo dinero: usaba un saco gris andrajoso, un sombrero negro muy parecido al que esa mañana llevaba Gunter y una taza de aluminio donde colectaba las monedas. Inmediatamente, los engranes de su mente prejuiciosa comenzaron a girar, por lo que pensó: “Vaya, la gente sí que es floja y conformista. Pudiendo trabajar prefiere, como una sanguijuela, sacarle dinero a las personas trabajadoras y honestas. Son los parásitos de la sociedad”. Al pensar esto, Gunter olvidaba las incontables ocasiones en que él mismo le sacaba dinero a sus amigos manipulándolos o que seguía en el mismo miserable empleo, como solía referirse a su propio trabajo, desde hacía 15 años. Olvidaba incluso que en no pocas ocasiones había robado dinero a la compañía para su beneficio.
Por fin llegó a su trabajo. Entró al edificio haciendo mala cara a la recepcionista. Sólo tenía en mente llegar, sentarse en su escritorio a cumplir con sus tareas habituales, comer, regresar a su casa, dormir y realizar el mismo proceso al día siguiente. Así que ingresó al elevador. No había nadie más que él. Por eso en cuanto vio que una persona se aproximaba, presionó con urgencia el botón para cerrar las puertas y vio cómo éstas se juntaban muy lentamente dejando afuera al extraño. Cuando estaba a punto de apretar el botón de su piso, tuvo lugar una pequeña falla eléctrica. Las luces se apagaron por unos segundos antes de volver a la normalidad. Gunter se encogió de hombros. Pero al mirar de nuevo los botones notó que habían cambiado. No podía decir en qué, pero eran diferentes. Tal vez más cuadrados. Tal vez más gruesos. Tal vez estaba imaginando cosas.
El elevador comenzó a subir, un poco lento, lo que le molestó bastante. Empezó a impacientarse y dio un paso hacia el frente. Al mirar sus zapatos notó que una alfombra de color verde cubría el piso del elevador. “¿Esta alfombra siempre ha estado aquí?”, se preguntó extrañado. Finalmente las puertas se abrieron, salió del elevador y se enfiló hacia su lugar de trabajo. A los pocos metros se percató de que todo era distinto: la iluminación, las ventanas, el acomodo de los escritorios y hasta las plantas del interior. Una sensación extraña comenzó a recorrer su cuerpo. ¿Se estaba volviendo loco o todo eso ya había estado ahí antes y él simplemente no lo había notado?
Gunter observó con detenimiento y se dio cuenta de que en ese lugar todos usaban un tipo de ropa diferente a la habitual. Sí, era ropa de oficina, pero no exactamente como la que todos traían apenas ayer. Había corbatas extrañas y vistosas; varios usaban pantalones con tirantes y, otros, camisas rayadas. Además, todos aquellos rostros le parecían desconocidos. ¿Se habría equivocado de piso? Decidió avanzar en dirección a su escritorio y se percató de que alguien ya lo ocupaba. Una joven se encontraba trabajando sentada frente a un monitor de computadora de rayos catódicos. Se detuvo en seco sin aproximarse. Varias personas que Gunter nunca había visto en su vida estaban en ese momento tecleando, enfocadas en sus tareas para el día. Comenzó a asustarse.
“¿De dónde salieron tantas personas nuevas y por qué se visten de manera tan peculiar?”, pensó. Algunos de los empleados habían comenzado a fijar la vista en él. Otros susurraban mientras lo miraban. Se puso rojo de vergüenza y caminó directo hacia los baños para esconderse, pero antes de llegar observó a la distancia un calendario. No estaba seguro de haber leído correctamente lo que decía, así que se acercó para dar un vistazo. Se podía leer perfectamente: 29 de agosto de 1991. ¿Cómo? ¿Agosto? Él recordaba claramente que era el 7 de julio de 2019.
Cada vez más asustado decidió dar vuelta sobre sí mismo y, apresurado, regresar al elevador para bajar. Sin embargo, al notar que empezaba a ser observado con intranquilidad por varias personas, decidió no esperar el ascensor y tomó las escaleras que conducían a la planta inferior. Bajó corriendo, lo que hizo que se tropezara al menos tres veces sin llegar a caer.
Cuando salió del edificio vio lo que lo rodeaba. ¡La pequeña ciudad en la que Gunter vivía estaba completamente cambiada! Los carros eran modelos antiguos, varios locales tenían enormes marquesinas sobre su entrada y la gente, al igual que en la oficina hace un momento, iba vestida con ropa muy distinta a la que estaba acostumbrado a ver.
Gunter, quien siempre caminaba hacia su trabajo con pereza y resignación, ahora corría hasta su casa más preocupado que nunca. Pero al llegar ahí se llevó una terrible sorpresa: en el lugar sólo había un terreno vacío. ¿Era la dirección correcta? Tenía que serlo. Había seguido la ruta de siempre. La calle tenía el mismo nombre. Además, al lado de aquel terreno solitario se encontraba la casa del viejo señor Baker, pero ésta se veía menos antigua, con colores más vivos, y las plantas aún crecían abundantes en el jardín. El frondoso naranjo del viejo señor Baker que a Gunter le provocaba tanta envidia, no tenía más que unas tímidas ramas apenas con hojas. Sí: seguro se encontraba en agosto de 1991, como había visto en el calendario de aquella oficina. ¿Ahora qué?
Gunter se sintió abatido. Se dio cuenta de que no tenía trabajo, ni casa, ni amigos, ni familia, ni comida, ni refugio, ni dinero. ¿Qué podía hacer? ¿Acaso volver con sus padres a su antigua casa, presentarse con ellos y decirles que era su hijo? ¡Eso le pareció absurdo! Para entonces él tendría apenas cuatro años. Claro, lo lógico es que buscara un trabajo y poco a poco empezara a poner su vida en orden. Pero, ¿acaso alguna de sus identificaciones podría resultarle útil? ¡Ni pensarlo! ¿Quién lo contrataría sin documentos o, peor aún, con documentos “falsos” que tenían plasmada una fecha futura? ¿Cómo había terminado en esa situación? Cayó en la cuenta de que las únicas cosas que ahora realmente le pertenecían eran su maletín y su sombrero negro.
De este modo Gunter terminó vagando por la ciudad, yendo de un lugar a otro por muchos años. Al principio buscó que alguien, quizás un maestro o un amigo de sus padres, lo reconociera. Buscó que, al menos, alguien lo acogiera, pero pronto se rindió, acostumbrándose a su nueva existencia. Ahora, casi tres décadas después, sólo poseía un viejo saco gris, una fea taza de aluminio en la que alguna vez le dieron agua y su ya viejo sombrero negro que siempre guardaba con recelo.
Gunter llegó a enloquecer a tal punto que a veces no recordaba siquiera su nombre. Perdido, encontró refugio debajo de un puente que hacía posible que los automóviles y los peatones libraran un río de polvo que alguna vez llevó mucha agua. Este sitio se convirtió por un tiempo en su hogar. Ahí, sobre el ancho puente, se ponía a pedir dinero. Algunas personas le daban, la gran mayoría no.
Pese a que Gunter ignoraba cuánto tiempo había transcurrido desde aquella mañana en que por última vez caminó hacia su trabajo, podía darse cuenta de que su condición, ya de por sí deplorable, era cada vez más crítica. Un animal lo había mordido y la herida, insignificante los primeros días, empezó a empeorar deprisa, provocándole fiebre, inflamación y dolores en varias partes del cuerpo.
Gunter tuvo miedo de morir. Su instinto lo llevó a sacar su viejo y estropeado sombrero y se dispuso a mendigar sobre el puente. Entonces observó un rostro que le pareció familiar. Era el de un hombre de unos 30 años, quien caminaba con pereza y resignación cargando un maletín y que se dirigía, quizá, rumbo a su trabajo. Poseía una mirada penetrante, de aquellas que juzga cada centímetro de las personas que observa. Notó, sin embargo, que llevaba un sombrero nuevo muy parecido al suyo. Confiado, le acercó su taza de aluminio esperando recibir su socorro, pero fue ignorado.
Esa misma noche, recostado bajo el puente, con intensos dolores y fiebre extrema, Gunter recordó con todo detalle la indiferencia del joven de mirada penetrante que le había negado su ayuda en la mañana. Masticando su sentimiento una y otra vez, dijo:
—Ese peatón es un egoísta, no sabe que es importante proporcionar ayuda a los más necesitados.
Y antes de cerrar los ojos, desfalleciente, con su último aliento exclamó:
—Vaya mundo en el que vivimos…