Paulo Freire, el soñador
El 19 de septiembre se cumplen 100 años del nacimiento de Paulo Freire, uno los teóricos de la educación más importantes e influyentes del siglo XX. Sus ideas y su pensamiento no sólo han recorrido el mundo, también han trascendido su Brasil natal para constituirse hasta el día de hoy en una referencia ineludible de la pedagogía crítica y del movimiento pedagógico latinoamericano. En su centenario natal, desde luego que lo queremos homenajear…
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Si hubiese vivido en Utah, por ejemplo, o, mejor, en Nueva York, quizá Paulo Freire habría muerto no abandonado y sin gloria. El educador brasileño, nacido el 19 de septiembre de 1921, fue clave, teórico fundamental, para entender los años cambiantes a partir de los sesenta del siglo XX. Probablemente ocurriera con Freire ese fenómeno extraño de la difuminación socialista que hizo diluir no sólo las ideas contumaces de esta corriente política sino, también, a los mismísimos ideólogos. ¿Quién iba a suponer, apenitas en los setenta, que Karl Marx sería un fantasma en los noventa?
Pero cabe suponer que ese regionalismo tan arraigado en Freire —su persistencia de sumergirse en asuntos brasileros o particularmente latinoamericanos: su obsesiva reticencia norteamericana— asimismo lo distanciara de los formales academicismos curriculares que dictan su cátedra en las universidades estadounidenses: la validez ideológica pasa su feroz prueba en el centralismo imperial. Y Freire vivía muy lejos de esta sede de las aprobaciones. Por eso su fallecimiento, acaecido el 2 de mayo de 1997 en Sao Paulo, transcurrió tras un velo de silencio e indiferencia. ¡Ah, si Freire hubiese tenido su residencia en París o en Washington!
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A pesar de su fortaleza teórica, en los últimos años de su vida los pensadores de la cosa política se habían empecinado en disminuir (¿o tal vez fuese más correcto decir desvanecer?) las poderosas ideas del educador brasileño, a quien se le veía más como un iluso sugeridor de propuestas extemporáneas en un mundo que, desde 1989, oscureció la fase socialista para traducirse en un orbe rabiosamente capitalista. Los propulsores avanzados del socialismo, entonces, de pronto, sorpresivamente se vieron fuera de lugar: idealistas ingenuos, utopistas en una tierra sin crédito. ¿No el mismito Joan Manuel Serrat se percató de este acto mágico de la desaparición de las ideas socialistas y lo cantó en su bella canción “Disculpe el señor”: “Si no manda otra cosa, me retiraré. / Si me necesita, llame… / Que Dios le inspire o que Dios le ampare, / que esos no se han enterado [Serrat se refiere a los pobres, a los hijos desafortunados, desclasados, desvalidos de esta vida contemporánea] que Carlos Marx está muerto y enterrado”?
Los transformadores se convirtieron en ideólogos improcedentes.
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Tal el caso del querido Paulo Freire, que creyó hasta el último segundo de su existencia en sus ideas. Portavoz de una generación encendida, la de los sesenta, Freire aclaró, con inusitada claridad, los problemas educativos que se suscitaban en los países sometidos. Creador no de modas teóricas (acaso como A. S. Neil con su, ahí sí, impracticable, ¿e inoperante?, escuela Summerhill, por ejemplo), ni de alzamientos rebeldes gratuitos, Paulo Freire era, es, sin duda el pedagogo que entendió a cabalidad el fenómeno de la masificación de los nuevos tiempos, que significaba a su vez, peligrosamente, la desindividualización de los seres en las sociedades cada vez menos personalizadas —sobre todo ahora con la Internet.
De ahí su afanosa revisión de la adaptación y la integración: “La integración resulta de la capacidad de ajustarse a la realidad más la de transformarla, que se une a la capacidad de optar, cuya nota fundamental es la crítica. En la medida en que el hombre pierde la capacidad de optar y se somete a prescripciones ajenas que lo minimizan, sus decisiones ya no son propias, porque resultan de mandatos extraños, ya no se integra. Se acomoda, se ajusta. El hombre integrado es el hombre sujeto. La adaptación es así un concepto pasivo, la integración o comunión es un concepto activo. Este aspecto pasivo se revela en el hecho de que el hombre no es capaz de alterar la realidad; por el contrario, se altera a sí mismo para adaptarse. La adaptación posibilita apenas una débil acción defensiva. Para defenderse, lo más que hace es adaptarse. De ahí que al hombre indócil, con ánimo revolucionario, se le llame subversivo, inadaptado”.
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Autor de la clásica obra Pedagogía del oprimido (1969), Freire siempre se reveló, tal vez a su pesar, como un hombre sin ataduras, un teórico heterodoxo que siempre hallaba un pelo en la sopa exquisita. Si bien en su obra hay un estudio empecinado por las cuestiones brasileñas, no por eso sus libros dejan de interesar en el resto de Latinoamérica. Al contrario. Pareciera estar hablando de cada una de las naciones que integran el continente americano, si hacemos a un lado, por supuesto, la región del norte.
En La educación como práctica de la libertad (1969), Freire está en contra del aprendizaje masificador: “¿Cómo aprender a discutir y a debatir con una educación que impone? Dictamos ideas. No cambiamos ideas. Dictamos clases. No debatimos o discutimos temas. Trabajamos sobre el educando. No trabajamos con él. Le imponemos un orden que él no comparte, al cual sólo se acomoda. No le ofrecemos medios para pensar auténticamente, porque al recibir las fórmulas dadas simplemente las guarda. No las incorpora, porque la incorporación es el resultado de la búsqueda de algo que exige, de quien lo intenta, un esfuerzo de recreación y de estudio. Exige reinvención. No sería posible formar hombres que se integren en este impulso democrático, con una educación de este tipo. Y no sería posible porque esta educación contradice este impulso y hace resaltar nuestra inexperiencia democrática”.
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Empeñado en modificar la costumbre pasiva de la educación, Freire se nos fue de este mundo acaso desesperanzado porque no le fue posible visualizar el cambio radical que lúcidamente proponía. En la educación se traslucen los modelos políticos. En una sociedad deseducada, la manipulación del Poder político sobre la turba es un asunto que no requiere ningún esfuerzo: “La educación de las masas se hace algo absolutamente fundamental entre nosotros. Educación que, libre de alienación, sea una fuerza para el cambio y para la libertad. La opción, por lo tanto, está entre una educación para la domesticación alineada y una educación para la libertad”.
Su empeño, hay que decirlo, fue inútil. Hoy, Freire prácticamente pasa inadvertido en las aulas ya no digamos universitarias sino primarias. Este miedo a la libertad, como decía Erich Fromm, se ha convertido en una rutina académica. Peor aún, este miedo a experimentar la transición democrática educativa se afianzó al final del siglo XX debido a ese estimulante respaldo que significó el medio electrónico televisivo, que curiosamente al diluirse el socialismo unificó (¿codificó?) a la masa imponiéndole endebles ideologizaciones, siempre cercanas al Poder político.
Cuando don Paulo Freire se sentaba a escribir sus teorías, aún la televisión no era el monstruo educativo en que luego se convirtió.
Porque la educación (ya no digamos la educación democratizada, como la concebía el querido Freire) hoy en día emana precisamente no de las aulas escolares ni de los recintos hogareños, sino de las pantallas digitales: los educadores modernos poseen un micrófono y se llaman locutores, o poseen diversos canales en la red social, se hacen llamar, dogmáticamente, influencers atentos a las ocurrencias, a veces divertidas a veces escalofriantes, habidas en esta sociedad ahora tan, ¿ay!, irritada e irritable.
Freire no recibió un premio que Cuba le habría otorgado exactamente el día de su deceso. Cuba, no Harvard, porque Harvard no tenía, ni tiene, en su catálogo a teóricos ilusos como Freire que pensaban obstinadamente en la salvación de las masas…