Las mujeres conquistan el nuevo cine documental mexicano
Luego de casos aislados durante el siglo pasado, como el de las documentalistas pioneras Adriana y Dolores Elhers, junto con el repunte de la producción cinematográfica nacional en la segunda década del nuevo siglo, ha aparecido una serie de realizadoras comprometidas con muy diversos estilos y temáticas que ha logrado hacerse de un lugar importante en la industria. No sólo por su cantidad creciente o por sus premios en festivales locales e internacionales, sino por la destacada calidad de muchas de ellas. Aquí un repaso.
Eduardo de la Vega Alfaro
Los primeros trabajos cinematográficos hechos por mujeres detrás de las cámaras en México, todos ellos de carácter documental, fueron emprendidos por las hermanas Elhers, ambas nacidas en el puerto de Veracruz en la última década del siglo XIX. Aficionadas desde pequeñas a la fotografía, primero montaron una taller en su ciudad natal y, en 1916, viajaron a Boston para perfeccionar su labor fotográfica. Gracias a la promoción del presidente Venustiano Carranza, fueron becadas durante un tiempo para aprender los secretos de la cinematografía en los estudios de la Universal Pictures, en Nueva York.
De regreso a México, en 1919, Dolores y Adriana filmaron varios documentales (Un paseo en tranvía por la Ciudad de México, La industria del petróleo, Las pirámides de Teotihuacán, Museo de arqueología, etcétera), promovieron la refundación de un departamento de censura fílmica —lo que por supuesto les atrajo severas críticas por parte de varios sectores de la cultura nacional— y, a partir de 1922 y hasta 1929, produjeron y dirigieron el noticiero cinematográfico Revista Elhers, uno de los pioneros en su género en México. Si nos situamos en aquel periodo, la labor de las Elhers puede considerarse toda una hazaña.
Actualmente ya no parece haber duda de que las hermanas Elhers sentaron las bases de una especie de tradición que se prolongaría con los contados pero significativos casos de documentalistas: Elena Sánchez Valenzuela, realizadora de Michoacán, un largometraje hecho en 1935 para celebrar la política implementada por el gobierno del general Lázaro Cárdenas; Carmen Toscano de Moreno Sánchez, hija del ingeniero Salvador Toscano Barragán y productora y directora de dos documentales de montaje: Memorias de un mexicano (1950) y Ronda revolucionaria (1976); Marcela Fernández Violante, quien filmó en 1972 el laureado corto Frida Kahlo, y Nancy Cárdenas, realizadora de México de mis amores (1976), un documental de montaje que rendía homenaje al cine mexicano de la Época de Oro.
A partir de 1977, el número de documentalistas mexicanas se irá incrementando de forma más o menos constante gracias a la consolidación del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC, ahora Escuela Nacional de Cinematografía, ENAC) de la Universidad Nacional Autónoma de México, y del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC), institución adscrita al sector oficial de la industria fílmica. Por su marcada vocación para ejercer como “documentalistas puras”, es decir, dedicadas por completo o en gran medida al cine testimonial, destacan tres casos: Alejandra Islas Caro, María del Carmen de Lara y Guadalupe Miranda. Las dos primeras, egresadas del CUEC; Guadalupe Miranda, del CCC.
Más o menos marcadas por las secuelas del movimiento popular estudiantil que estalló en México en 1968, las tres cineastas han desarrollado carreras en las que el ejercicio del cine documental va muy ligado al compromiso político y social desde claros enfoques de izquierda o centro-izquierda. Ejemplos a la mano serían No es por gusto (1981), No les pedimos un viaje a la luna (1986) y Alaíde Foppa, la sin ventura (2014), de María del Carmen de Lara; Muxes: auténticas, intrépidas y buscadoras de peligro (2005), Los demonios del Edén (2007), El albergue (2011) y La luz y la fuerza (2017), de la muy prolífica Alejandra Islas Caro; así como Las compañeras tienen grado (1995) y Relatos desde el encierro (2005), de Guadalupe Miranda.
Aumento en la producción
Ahora bien, luego de vivir un periodo de crisis profunda asociado a las políticas neoliberales, a partir de 2010, y gracias a diversas estrategias pero, sobre todo, gracias a la exención de impuestos para las empresas que apoyen la producción fílmica, la cinematografía mexicana ha ido incrementando sus volúmenes de producción y, de forma concomitante, puede observarse un aumento constante de la realización de documentales, en particular de los dirigidos o codirigidos por mujeres, la mayoría de ellas egresadas de escuelas de enseñanza cinematográfica tanto nacionales como extranjeras. Muchos de esos trabajos han sido reconocidos con premios en festivales locales o extranjeros y abarcan una extensa gama temática y estética. Esta labor implica, a su vez, el empoderamiento femenino en una de las ramas más significativas de la cultura desarrollada en México a lo largo de una etapa sumamente convulsa e, incluso, aterradora por la expansión del narcotráfico y de la inseguridad.
Si nos atenemos a las cifras oficiales de producción fílmica mexicana, podemos observar que de los 15 documentales de largometraje realizados en el año 2010 —cifra que conformó el 21% del total de la producción fílmica de ese lapso—, sólo cinco fueron dirigidos o codirigidos por mujeres. Para el 2014, la situación ya se había modificado sustancialmente: de los 49 documentales de largometraje realizados en ese año —que conformaron el 35% de la producción total—, 13 fueron hechos por mujeres o en codirección. Y ya en el 2018 la tendencia a la alza en quedó plenamente confirmada en ese rubro: de los 89 largometrajes documentales hechos, una parte de ellos fueron coproducciones con empresas extranjeras —que a su vez integraron el 45% de la producción total del año—, 32 fueron realizados o codirigidos por mujeres. Para decirlo de manera sintética, del total de 410 largos documentales producidos y coproducidos en México durante el periodo 2010-2018, una tercera parte, es decir, 136, han sido dirigidos o codirigidos por mujeres. El salto cuantitativo de ese fenómeno en comparación con épocas pretéritas es, entonces, no sólo evidente, sino contundente.
Pero así, en bruto, esas cifras pueden decir muy poco, sobre todo si consideramos que fenómenos análogos se han producido en muchas otras partes del mundo, gracias también a las nuevas tecnologías digitales. Al menos eso es lo que señalan algunas cifras al respecto. Más significativo resulta apuntar que, en cuanto al terreno temático y estético de al menos una parte de esos 136 largometrajes documentales, poseen y aún ostentan una visión femenina, que no necesariamente feminista. Pero si consideramos que ese ya muy significativo número de documentales mexicanos de largometraje ha sido, asimismo, terreno propicio para el trabajo creativo de otro buen número de mujeres, tenemos que han ganado también un lugar en áreas como la producción, la elaboración de escaleta o guión, la fotografía, el sonido, la edición y demás rubros técnicos y tecnológicos.
Mirada y perspectiva crítica
Si los clasificamos por los temas generales abordados, podemos decir que una buena parte de estos documentales, como es lógico esperar, se acercan desde perspectivas casi siempre críticas a la problemática padecida por las mujeres en México y en otras partes del mundo. Un notable ejemplo de lo anterior es Batallas íntimas (2016), de Lucía Gajá Ferrer, otra egresada del CUEC, quien, en 87 minutos, plantea la historia de cinco de mujeres de diferentes países y culturas —México, España, Finlandia, India y Estados Unidos— que han sufrido violencia doméstica, y las alternativas encontradas para poder superar este tipo de manifestación de poder ejercido en el seno del hogar de forma sistemática, pero apenas perceptible. La cinta, cuyo desgarrador tema es tratado con gran sutileza y sensibilidad, se torna todavía mucho más intenso si se considera que es, asimismo, una continuación, sólo que en otro plano, de Mi vida dentro (2007), la notable ópera prima de Gajá Ferrer, en la que se denunciaba un oprobioso caso de injusticia contra una joven mexicana acusada de una muerte por omisión durante el ejercicio de su trabajo como cuidadora de niños en Estados Unidos. Otros casos sobresalientes en esa línea son Tempestad (2016), de Tatiana Huezo, y Retratos de una búsqueda (2014), de Alicia Calderón, que captan con sofisticados recursos, tanto visuales como sonoros, la situación de varias víctimas femeninas de la desaparición forzada, lacerante problema asociado a las actividades del crimen organizado que se enfocan desde ángulos diferentes pero a la vez complementarios.
Sin embargo, los intereses de las recientes documentalistas mexicanas se aproximan a otros temas que también revelan situaciones límite, al tiempo que demandan un despliegue de capacidades y de rigor estético. Destacan, en primer término, realizadoras que ya podrían ubicarse como veteranas: Ana Cruz y Trisha Ziff. Durante el periodo que estamos revisando (2010-2018), Ana Cruz pudo filmar Las sufragistas (2011), una serie de retratos históricos de un grupo de mujeres que lograron la concesión del voto femenino en México hacia principios de la década de los cincuenta del siglo anterior, y Humboldt en México: la mirada del explorador (2017), sobre el famos naturalista alemán cuyos trabajos contribuyeron a forjar una conciencia nacional.
Por su parte, congruente con sus intereses y búsquedas artísticas, la fotógrafa de origen inglés Trisha Ziff ha realizado, en este mismo lapso que analizamos, dos espléndidos trabajos que profundizan en el rescate de la imagen fotográfica como testimonio y documento histórico-social: La maleta mexicana (2012), acerca del proceso de recuperación de parte de los trabajos que Robert Capa y Gerda Taro hicieron durante el periodo más conflictivo de la Guerra Civil Española y que se creían desaparecidos para siempre, y El hombre que vio demasiado (2015), homenaje a los temas y el estilo recurrentes de Enrique Metinides, extraordinario fotógrafo de temas policiacos o de “nota roja” en varios diarios y revistas de fama nacional. La particular visión de esta autora se prolonga en la coproducción Witkin & Witkin (2017), celebración del arte de los gemelos neoyorkinos Jerome (pintor) y Joel-Peter Witkin (fotógrafo) a partir de una exposición de ambos montada en México.
Diversidad de temas y estilos
El amplio abanico temático de las documentalistas mexicanas no podía hacer a un lado el retrato del cine mexicano mismo y su reconocida, al fin, significación cultural. En Perdida (España-México, 2010), de Viviana García Besné, descendiente de una de las familias de empresarios fílmicos más conocidos, se establece un recuento entre nostálgico y crítico de la trayectoria de buena parte de los integrantes del clan Calderón Stell y de las típicas películas que produjeron a lo largo de varias décadas. Y en Bellas de noche (2016), de María José Cuevas —hija del afamado pintor, escultor y cinéfilo José Luis Cuevas— , se hace un cálido repaso a la vida de cinco afamadas vedetes que prestaron sus figuras al muy exitoso (en taquilla) cine prostibulario y de “ficheras”, que no por casualidad dominó la producción industrial allá por las décadas de los años setenta y ochenta.
Flor en Otomí (2011), de Luisa Riley; La danza del hipocampo (2012), de Gabriela Domínguez Ruvalcaba; Mi amiga Bety (2012), de Diana Garay; Memoria oculta (2014), de Eva Villaseñor; Tiempo suspendido (2015), de Natalia Bruschtein; Juanicas (2015), de Karina García Casanova, y Titixe (2018), de Tania Hernández Velasco, son dignísimos ejemplos del llamado documental subjetivo, pero, a partir de vivencias personales y familiares, cada uno se propone reflexionar sobre aspectos de gran complejidad social y cultural. Y, lo mejor, todos ellos arriesgan mucho en cuanto a las estructuras narrativas y la concepción de formas. Entre estos trabajos, sobresale el caso de Memoria oculta, que a partir de los recuerdos de seres allegados permite a la cineasta, Eva Villaseñor, reconstruir un periodo de enajenación completa sufrido, tiempo atrás, por ella misma, en condiciones a veces sumamente terribles. El ejercicio catártico mostrado en pantalla resulta tan desgarrador como conmovedor, pero a su vez es una muestra del enorme potencial creativo del género documental.
Temas ecológicos, artísticos, educativos, sexuales, carcelarios, relativos a la migración y a la salud, políticos, costumbristas, deportivos, sicológicos y otros muchos, son vistos —algunos de ellos por vez primera en el cine mexicano— desde una perspectiva femenina. Pero, como suele suceder, “no todo es miel sobre hojuelas”. De los trabajos que se incluyen en la optimista cifra dada en los párrafos anteriores (los 136 largos documentales mexicanos que fueron dirigidos o codirigidos, entre 2010 y 2018, por mujeres), pocos profundizan en sus respectivos asuntos o lo hacen de manera convencional, demasiado convencional, en cuanto a las formas se refiere.
Por lo pronto, festivales, muestras y programas de televisión dejan constancia de que, como van las cosas, el documental seguirá siendo un medio de expresión privilegiado de cineastas mexicanas, lo cual resulta estimulante en un país que desde hace muchos años se mueve contra la corriente pero, por fortuna, todavía no parece estar completamente fatigado.
Eduardo de la Vega Alfaro (Ciudad de México, 1954), es profesor-investigador de la Universidad de Guadalajara. Publica ensayos y artículos en revistas especializadas en México y en el extranjero.
Publicado originalmente en la revista impresa La Digna Metáfora, septiembre de 2019.