Agosto, 2025
En 1945, hace justamente 80 años, fallecía de tifo, en el campo de concentración nazi de Bergen-Belsen, Ana Frank. De origen judío, había nacido en Frankfurt, Alemania, 15 años antes, el 12 de junio de 1929. Su diario, en el que describe su vida a lo largo de los dos años en que vivió escondida con su familia y otras cuatro personas debido a la persecución nazi durante la Segunda Guerra Mundial, es hoy uno de los testimonios más leídos del siglo XX. “He llegado a la conclusión de que, por duro que sea, el sufrimiento forma parte de la vida (…) Las personas libres jamás podrán concebir lo que los libros significan para quienes vivimos encerrados (…) Tengo miedo de que nos descubran y nos fusilen. No sólo a nosotros, sino también a quienes nos están ayudando. Eso es lo que más me atormenta”, fueron algunas de las frases que escribió Ana Frank en los meses anteriores a su captura. El periodista Víctor Roura la evoca en las siguientes líneas.
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El encierro de dos años hace madurar, vertiginosamente, a Ana Frank: “Escribía para sí, nada más que para sí, sin complacencia de ninguna especie, sin ninguna preocupación por mejorar el retrato ni tampoco por asombrar —aseveraba el francés Daniel Rops (1901-1965) en el prólogo del Diario, editado por Porrúa—. El resultado es un diseño tan exacto, tan puro, de una conciencia de muchacha muy joven, que ante algunas de sus observaciones se sienten ganas de detenerse y de decirse a sí mismo: ‘¡Qué verdad debe de ser ésa!’ Esta mezcla, como ella diría, de ‘alegría celestial y de mortal tristeza’, que es precisamente la dominante de la juventud, rara vez se logra exteriorizarla de manera tan justa, tan simple, tan exenta de énfasis”.
Huelga decir que esta formación, “tan fácil de señalar en el transcurso de los dos años que duró el diario, tomó elementos de los seres humanos que Ana podía observar. De todos ellos —decía Rops— habla con la misma lucidez apacible”, y lo que algunos han señalado como “amoralismo” (pues en ningún momento pierde la confianza en los hombres, ya que ni de los nazis, sus mismos verdugos, habla con odio), Rops prefiere descubrir en Ana Frank la intacta “virtud de la infancia”.
Annelies Marie Frank nació en la alemana Fráncfort el 12 de junio de 1929, falleciendo 14 años después de tifus, en febrero o en marzo de 1945, en el campo de concentración nazi de Bergen-Belsen en la Baja Sajonia. Según sus apuntes, Ana Frank quería ser periodista: “Se trata de estudiar para no ser ignorante —escribió en su famoso diario el martes 4 de abril de 1944—, para adelantar, para llegar a ser periodista, que es lo que yo quiero; estoy segura de poder escribir, de ser capaz de escribir. Aquí, yo soy mi solo crítico, y el más severo. Me apercibo de lo que está bien o mal. Quienes no escriben desconocen lo que es esa maravilla; antes, yo deploraba siempre no saber dibujar, pero ahora me entusiasma poder al menos escribir. Y si no tengo bastante talento para ser periodista o para escribir libros, ¡bah!, siempre podré hacerlo para mí misma”.
Y vaya que lo tenía, el talento.

Si hemos de creer, y no habría razones para no hacerlo, en su padre Otto, el único sobreviviente de la familia Frank (nacido el 12 de mayo de 1889 y fallecido 91 años después, el 19 de agosto de 1980 en Suiza), el diario de Ana fue realmente escrito por esa prodigiosa quinceañera. Otto, liberado de los campos de concentración, “supo que su esposa había muerto en Auschwitz, pero albergaba la esperanza de que sus hijas Ana y Margot todavía estuvieran con vida —leemos en el libro catálogo de la exposición La casa de Ana Frank, que periódicamente se exhibe en el Museo del Holocausto de la Ciudad de México—. Al igual que tantos otros insertó un anuncio en la prensa con la esperanza de que alguien contestara. Después de unas semanas, a principios de agosto de 1945, unos ex internados de Bergen-Belsen le informaron de la muerte de las niñas”.
En ese momento, una de sus protectoras durante el encierro de la familia Frank (en Ámsterdam, antes de ser trasladados al campo de concentración), Miep Gies, entregó a Otto lo que llamara la “herencia de su hija”, que los policías nazis habían dejado tirado en el suelo. Se llevó todos los escritos de Ana a su antiguo despacho, situado debajo de las habitaciones de “la casa de atrás” [donde habían permanecido ocultos durante los dos años, hasta el aciago 4 de agosto de 1944 en que la feldpolizei hizo irrupción en el anexo], y se puso a leerlos inmediatamente: “En las semanas que siguieron, Otto comenzó a pasar a máquina los párrafos del diario que consideró más significativos con objeto de dárselos a leer a parientes y amigos. Para su madre, que vivía en Suiza, tradujo partes del texto. Algún tiempo después hizo una copia más completa del diario, basándose asimismo en la segunda versión de la propia Ana. Las cartas las reelaboró y convirtió en una historia corrida. Así nació Het Achterhuis (‘La casa de atrás’), el libro al que ahora llamamos Diario y que más o menos se corresponde con el libro que Ana había pensado publicar: no una novela de ficción, sino un informe basado en hechos reales, que Otto fue dando a leer a un grupo cada vez más grande de amigos y conocidos”.
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Pero el Diario no es el mismo diario que Ana Frank escribió.
El libro-catálogo del museo así lo hace ver: “A comienzos de 1946 se hicieron los primeros intentos serios de publicarlo. Sin embargo, durante el primer año de la posguerra no existía el menor interés en las cosas que recordaran a esa época infante. Los holandeses [que es donde radicaban los Frank] preferían mirar hacia adelante y no hacia atrás, y estaban volcados en el futuro y en la reconstrucción del país. El carácter personal del diario y las referencias a la sexualidad incipiente de Ana constituían asimismo un obstáculo para algunos de los editores interesados. Finalmente, el famoso historiador holandés Jan Romein [1893-1962] dio el empujón decisivo al proyecto. El manuscrito había caído en sus manos y lo había impresionado profundamente”.
Publicó un sentido y elogioso comentario en el periódico Het Parool, de Ámsterdam, el 3 de abril de 1946, que hizo que la Editorial Contact se interesara en el asunto.
“En el verano Contact tomó la decisión de publicar el diario. En los meses siguientes se preparó el texto para su impresión. Visto que Ana había escrito dos versiones [la segunda cuando más convencida estaba de su pasión por la escritura, que la hizo volver a reescribir sus apuntes desde el inicio] y gran número de textos sueltos que en realidad también formaban parte de su diario, el trabajo de redacción no fue fácil y llevó mucho tiempo. A ello se sumó que el propio editor introdujo algunos cambios, no sólo alterando el estilo y el vocabulario sino también eliminado párrafos que en esa época se consideraban ‘poco apropiados’ para su publicación. Aunque de este modo los escritos de Ana perdían algo de espontaneidad, en opinión de Otto [que tuvo la fortuna de vivir todavía tres y medio décadas más] se conservaban las partes esenciales, por lo que estuvo de acuerdo con los cambios. En junio de 1947, dos años después de que terminara la guerra [oficialmente se dio por finalizada el 2 de septiembre de 1945], el diario se publicó con el título de Het Achterhuis, el nombre que la propia Ana había pensado en su momento darle a la obra”.

A punto de derruirse en los cincuenta, la finca de Prinsengracht 263 es hoy el Museo de Ana Frank, inaugurado como tal en mayo de 1961. “La casa de atrás no se ha modificado —dijo Otto Frank—. La biblioteca giratoria original todavía está, aunque ha sido reforzada con barras de hierro. La almohadilla de virutas de madera de la que habla Ana ya no está; también falta el cierre de por dentro. El papel de las paredes de las habitaciones ha sido renovado empleando el mismo dibujo de antes, pero una parte del antiguo papel, donde Ana pegó las estampas y recortes en su habitación, todavía se conserva, y también son originales las partes que muestran el mapa de Normandía, y las rayas que indican el crecimiento de las niñas”.
Seguramente, todo este proceso posterior del Holocausto no fue nada sencillo para el padre de Ana, dedicado por entero —a partir de 1953— a resaltar y, por qué no, mitificar la figura de su adorada hija, cuyo diario seguirá conmoviendo, y conmocionando, a los lectores que den fin, lo haya o no escrito ella de esa manera, a la lectura de su angustioso libro que no es sino, paradojas literarias, un hermoso canto a la vida.
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El sábado 15 de julio de 1944 Ana Frank escribe en su diario una frase que no recuerda en qué libro la había leído pero que rondaba indeleble desde entonces en su cabeza: “En el fondo, la juventud es más solitaria que la vejez”.
¿Es posible que nuestra permanencia aquí [recluidos en la parte trasera de su casa, ocultos de los nazis por su origen judío] resulte más difícil a los mayores que a los jóvenes?, se preguntaba Ana.
“No, indudablemente, eso no es verdad —se respondía—. Las personas de edad ya tienen formada una opinión sobre todo, y no tienen esta vacilación ante sus actos en la vida. Nosotros los jóvenes tenemos que hacer doble esfuerzo para mantener nuestras opiniones en esta época en que todo idealismo ha sido aplastado y destruido, en que los hombres revelan sus peores taras, en que la verdad, el derecho y Dios son puestos en duda”.