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Juan Marsé, un lustro después

Rabos de lagartija

Julio, 2025

Nació en Barcelona en enero de 1933 y su vida se apagó en julio de 2020. Fue guionista, periodista, traductor, y, sobre todo, cuentista y novelista. Inició su carrera literaria en 1958, y, desde ese momento, ya no se detuvo, convirtiéndose con el paso de los años —y libro tras libro— en uno de los referentes de la literatura española. Ahora que se cumple un lustro de su partida, Víctor Roura recuerda a Juan Marsé.

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Seis años después de haber publicado su anterior novela: El embrujo de Shanghai (misma que tardara ocho años en confeccionar luego de su colección de relatos, aparecida en 1986, Teniente Bravo), el barcelonés Juan Marsé —nacido el 8 de enero de 1933, fallecido 87 años después el 18 de julio de 2020—, autor ya conocido por estos rumbos sobre todo por Últimas tardes con Teresa (1966) y Si te dicen que caí (1973) —ésta prohibida por la censura franquista y editada por vez primera en México—, por fin publicó otro libro en el año 2000: Rabos de lagartija (Areté, Lumen, 354 páginas), una historia sumida en el descorazonamiento y el desconsuelo de la gente que, acaso involuntariamente, oscila entre los sueños y las ilusiones a falta de condiciones propicias para sobrevivir en, y soportar, la comedia diaria que es esta vida. Marsé no se olvida, nunca, de los desheredados de este mundo.

La novela transcurre a mediados del siglo XX. El adolescente David es hijo de Rosa Bartra, la hermosa pelirroja embarazada cuyo esposo ha desaparecido del mapa por cuestiones políticas, perseguido a su vez por el implacable inspector Galván que, tal vez contra su propia iniciativa, se ha enamorado de la mujer del hombre a quien tiene la obligación de atrapar, pero es insistentemente acechado por el pequeño David, quien no soporta la presencia del policía porque tiene la ligera sospecha de que su madre, desesperanzada del retorno de su hombre, suele tener demasiada confianza con el vigilante de su padre. Sin embargo, es precisamente el inspector Galván, por esa su terca pesquisa y por andarse metiendo en los rincones que no le corresponden, el único que sabe el secreto de David, mismo que pone en jaque al niño: su visible homosexualismo (de grande quisiera ser, según una indiscreta confesión, “Shirley Temple con sus tirabuzones de putilla viciosa”), que lo hace visitar, con extraña alegría, los cines por la tarde con su amigo, el gordo Paulino, donde ambos, en la placentera oscuridad, se toquetean sin miedo con los pantalones desabrochados. El inspector lo sabe, y David sabe que el inspector lo sabe, de ahí también su incipiente odio hacia ese tipo que, según David, quiere ocupar el lugar de su padre llevándole regalos a la hermosa pelirroja.

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Pero lo que nadie sabe es que David posee un sexto sentido extraordinario, que es el poder hablar shakespeareanamente con las personas distantes, e incluso muertas. Se comunica, por ejemplo, con su hermanito aún en el vientre de la madre, y con su padre, herido de muerte, quien le cuenta, valerosamente, de la defensa de su ideología y de las penurias que le ha causado a su madre, pero también de la ingente coquetería de la pelirroja, arrobada por un piloto, Bryan O’Flynn, amigo de su padre, quien no sabe si efectivamente el hijo que espera es suyo o del piloto, pero al inspector Galván no le preocupa la procedencia sino el estado de la madre, a quien mima en exceso.

La novela es un concierto de voces intangibles (hasta con su perro muerto, Chispa, habla David, que gusta vestirse con las faldas que halla en la casa), tan etéreas e incorpóreas voces —¿no son, las voces, de suyo incorpóreas?— como la del otorrino Rosón-Ansio, fallecido el 8 de agosto de 1936 ametrallado por el general García Valiño en la plaza de toros Badajoz durante la Guerra Civil española, otorrino al cual David le explica sus problemas auditivos: “Primero fue igual que si me entrara el mar en los oídos”, dice David excitándose al poder contarlo. “Como cuando acercas una caracola a la oreja y oyes el mar de verdad. No pensé que era nada malo, doctor, no me asusté ni nada. ¡El mar en mis oídos! Pero lo segundo que sentí fue peor. Le cuento. Estaba yo ese día agachado en el fondo del barranco, donde los desperdicios, en compañía de Paulino, y tenía en cada mano la mitad de un disco roto que acababa de encontrar, Arrullos de amor por Rina Celi, y me lamentaba de que no tuviera arreglo la voz rota, esa que dice cuando escucho tu voz que parece un arrullo de amor etcétera, encajaban bien las dos mitades del disco, pero ni modo de pegarlas, joder… ¡Pues que tuve que soltarlo porque de pronto me dio como un calambre! Tenía una mitad del disco en cada mano y sentí la voz estrangulada de esa cantante que me subía por dentro de los brazos y se metía en mis orejas, en algún rincón del caracol auditivo. Solté los trozos del maldito disco y me tapé los oídos con las manos, ¡hostia puta, qué es esto!, grité, ¡qué cosas más raras pasan dentro de mis pobres orejas!”

Un talento de niño, eso es lo que era David, pero todos lo ignoraban. A su tierna edad, los catorce años, preocupándose de todo y por todos, queriendo averiguar lo imposible, buscando desesperadamente a su padre, cuestionándolo, revelando a su hermanito aún no nacido sus problemas sexuales, intranquilo por la ligereza de su hermosa madre pelirroja.

Juan Marsé. / Foto: rtve.es.

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—Humm. Tú crees que hablas solo, pero en la mayoría de los casos no es así —dictamina el otorrino muerto a David—. Estas patologías de oído engañan al más pintado. La causa podría estar en las cervicales, aunque yo no creo en los diagnósticos demasiado complacientes con la realidad. Hay en esta dolencia un componente misterioso que debemos respetar.

David pregunta si es grave.

—No es hereditario —dice el doctor—. También podríamos considerar una terapia de silencio bajo control en la cavidad timpánica, pero éstas son sutilezas que ya han sido estudiadas con resultados poco satisfactorios.

David pregunta qué es lo que tiene.

—Una flor venenosa crece en tus oídos, muchacho —responde el otorrino—. No hay remedio conocido para esos ruidos y zumbidos, debes aprender a convivir con ellos y a domeñarlos, a manejarlos, a trampearlos. Debes engañarles y confundirles, o ellos acabarán contigo. Haz como que no oyes. Atiende a otras voces y llamadas, recoge otros vientos, otros ecos. Ahoga el silbido de la serpiente con otro ruido más soportable. Porque ya para siempre, hasta que mueras y el plomo de la nada se funda en tus oídos y te regale una eternidad de silencio, esos ruidos irán contigo y perforarán tus días y tus noches como los gusanos barrenan la tierra bajo el verde césped. Habrás de defenderte con uñas y dientes, muchacho.

Pero David oía de más, y acomodaba las situaciones como su dúctil criterio le daba a entender, jamás pudo defenderse con uñas y dientes de las voces que lo acosaban, y una actitud suya acabó por derrumbar su vida, y la de quienes lo rodeaban, y se fue de este mundo sin dejar ninguna huella, oscurecido por las ensordecedoras voces que nunca lo abandonarían sin permitirle esculpir una propia personalidad. Ni la colección de los rabos de lagartija, amuletos de la suerte, consiguió que David tuviera una reposada y parsimoniosa vida.

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