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José Gomes Ferreira, cuatro décadas después

Literatura portuguesa

Julio, 2025

No toda la literatura portuguesa es, ciertamente, José Saramago. Conocido sobre todo por su gran obra poética, José Gomes Ferreira fue uno de los escritores más importantes de su generación. Poeta y prosista nacido en Oporto, fue además periodista, crítico de cine, así como melómano. En el campo literario, Gomes Ferreira ejercitó la poesía, la ficción, la crónica, el ensayo, también dejó memorias y cuentos. En este 2025 dos efemérides cruzan su figura: se cumplen 125 años de su nacimiento —vio la luz el 9 de julio de 1900—, y se conmemoran 40 años de su partida —pues fallecería el 8 de febrero de 1985. Víctor Roura lo recuerda.

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No toda la literatura portuguesa es, ciertamente, José Saramago. Y si bien estos brasileños europeos no poseen la inefable magia de sus vecinos distantes de la América del Sur, también son, en efecto, muy otra cosa en el panorama escritural.

Dice José Gomes Ferreira (fallecido hace cuatro décadas, el 8 de febrero de 1985, a la edad de 84 años, cuyo aniversario natal número 125 se conmemora este 9 de julio) que aunque las personas adultas aleguen que con el castigo y la humillación a los niños sólo pretenden salvarlos de sus diablitos de rubios cabellos y moños color de rosa en los cuernos, “la verdad es que en los sótanos de todas esas bellas construcciones de defensa retórica existe siempre el lodo húmedo y resbaladizo de la crueldad. Sólo esta palabra puede definir con precisión la lividez de ciertos instantes terribles en los que las profesoras con la palmeta en la mano hacen que brote sangre de las uñas de los pequeños seres confiados al cuidado de su educación, o a la deliberación gélida de algunos papás que, al oír la denuncia de sus consortes con la voz mecánica de su queja, resuelven por la noche:

“—Ah, ¿estás durmiendo?… Pues mañana ajustaremos cuentas.

“Y de hecho, al día siguiente, sin energía, con la boca amarga y con la negrura de sueño en los ojos y en el alma, los patanes agarran las correas que les sirven de cinturones y con la frigidez de la falta de razón se ponen a azotar a sus hijos con un finimiento de cólera que acaba por embriagarse de su propio ritmo de venganza vacía sobre aquellas pobres víctimas fáciles en las que todo está permitido”.

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Gomes Ferreira despreciaba, con verdadera enjundia, a toda esta fauna paterna. Su cuento “El bolerito”, de su libro O mundo dos outros (publicado hace tres cuartos de siglo, en 1950), incluido dentro de la treintena de relatos que contiene el volumen Antología del cuento portugués del siglo XX (traducción, prólogo y selección de Mario Morales Castro, colección “Torre Abolida”, Conaculta, 2001), es una muestra, cargada de espeso humor negro, de esta rabiosa iracundia por los cotidianos escenarios de la crueldad humana.

“Después, concluida la flagelación —continúa Gomes Ferreira—, los azotadores, con la serenidad de las mañanas que empiezan bien, se acomodan las corbatas, se peinan sus cabellos, ensayan en los espejos el brillo humano de los ojos e indiferentes a las señales que dejaron, tal vez para siempre, estriadas en las almas y en las pieles de los niños que se retuercen por ahí desesperados por la injusticia (‘calladito, si no, te pego más todavía’), salen de sus casas, ligeros de remordimientos, para apretar las manos de todo el mundo y atreviéndose aun a hablar de sus hijos —¡miserables verdugos del crimen impune!

“Sólo la palabra crueldad también puede explicar plenamente la apariencia de rigor áspero de ciertos caballeros implacables que, simulando una autoridad que no poseen, dan voces arbitrarias de prisión a los niños agarrados en el flagrante delito de sacar la lengua o de otras faltas de respeto semejantes y los llevan a rastras como costas de lágrimas sin dignarse a escuchar las súplicas que hacen partir el corazón con sus gritos:

“—¡Déjeme, déjeme, no lo vuelvo a hacer!

“Pero a los malditos poco les importan aquellos dolores de diez años. ¡Tienen músculos de hielo, los brutos!”

Acaso para compensar la existencia de dichos torturadores, acostumbran en esas ocasiones aparecer en escena “nuevas comparsas de otro tipo: los señores de emociones excesivas con nidos de ángeles en los ojos que, para alejar el tedio de la monotonía del Chiado y de la Rua do Ouro, dicen unas palabras por su poquito de ternura. Por desgracia, no obstante, esos compasivos corazones de paloma poseen músculos débiles y nunca intervienen en el mundo. Se complacen solamente en sacudir la abstracción secreta de sus alas de piedad, murmurando un lloro recóndito que nadie oye o, cuando mucho, cambiando miradas de bondad cómplice con éste o con aquel vecino también de alma inocentísima, y en un terrible silencio de protesta (no hay protesta más terriblemente cómoda que la del silencio), mientras el niño va por ahí arrastrado de sus brazos o de sus cabellos, no sé cómo, bajo la amenaza de cárcel, del calabozo incomunicable, del cadalso, de la guillotina, de la gehena, ¡del infierno!”.

En resumen, advierte Gomes Ferreira, “los signados públicos padecen en silencio. Como es su deber, echan las paladas del carbón necesarias para alimentar la hoguera tierna que les arde en su corazón y siguen su camino tranquilamente, como almas agradecidas. Nada más”.

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Y nos pasa a contar a Gomes Ferreira la anécdota del bolerito ocurrida la tarde de ayer, misma que lo satisface plenamente. Era un niño de unos doce años, “con su overol roto en las rodillas, ojos de cinc, cuello velludo y zapatos enormes, al que un policía se sorprendió cuando iba de mosca en un tranvía con riesgo de caer de espaldas sobre el asfalto”.

El guardia, atento al orden en la ciudad, lo detuvo ante el júbilo de la muchedumbre.

—¡Bribonzuelo, ven conmigo a la delegación! —gritó la policía.

El bolerito se dejó llevar sin resistencia.

“Inmediatamente corrió ahí mucha gente hambrienta de dolor del prójimo. Los pasajeros del tranvía se levantaron ávidos de ver correr lágrimas —apunta Gomes Ferreira—. Las damas extrajeron los pañuelos de sus bolsos. Y un señor ya grande que observaba desde un taxi hizo parar el coche para sufrir mejor”.

No obstante, en contra de lo previsto, el bolerito “no soltaba un solo quejido ni se revolcaba con protestas, ante el asombro del guardia que no escondía su incomprensión por aquel silencio fuera de toda regla.

“¡Qué diablos! Un chavo en esas circunstancias debía patalear, llamar a su mamacita, ponerse rojo con gritos de aflicción, llamar la atención del mundo, revolcarse en el polvo de la calle!

“¡Así no se valía!”

Pero como el muchacho ni pío, sino se dejaba conducir como un buen mozo, empezó a crearse, obviamente, un ambiente de engaño alrededor. “Los pasajeros, al ver perdidas sus esperanzas de asistir al espectáculo de lamento y lágrimas que corren, se dejaban caer en sus asientos, decepcionados por la fatiga. Y hasta el pobre policía, buena persona en el fondo, con dos pequeños en casa y que pretendía solamente pegarle un susto al granuja, parecía agobiado”.

Ante la impasibilidad del bolerito, acabó por liberarlo, y, en seguida, instó al público decepcionado a que circulara: el espectáculo se había frustrado por la frialdad de carácter de aquel mocoso.

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Pero así como quien no quiere la cosa, el narrador, que es decir el propio Gomes Ferreira, siguió al bolerito muy de cerca durante un breve recorrido. Lo vio fumar el resto de un cigarrito abandonado, oyó cómo, ya solo, gritaba a los frustrados espectadores que eran unos imbéciles, y en ese momento, al pasar un niñito de pocos años (“todavía mocoso de inocencia”), le propinó un severo madrazo en la cara que casi lo tira al suelo. El pequeñito, amarillo, raquítico, se dejó caer sobre las piedras para llorar con estridencia. A punto estuvo Gomes Ferreira de gritar a la turba que regresara, que el espectáculo acababa de comenzar, que no se fuera… pero se guardó para sí el entusiasmo, tal vez, y he ahí la impiadosa crueldad, “con la vaga esperanza de ver al niño golpear a otro más pequeño todavía”.

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