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Nombres

Mayo, 2025

En esta nueva entrega, Pablo Fernández Christlieb se detiene en ese innevitable trámite que marcará la vida de una persona: el nombre. “Es un fenómeno de la historia cultural que en períodos de movilidad social, como crisis económicas, revoluciones, ascenso de nuevas clases, es decir, cuando se vuelven a barajar las cartas del estatus, la baraja de los nombres propios también se revuelve, ya que a cada posición en la jerarquía de la sociedad, supuestamente le han de corresponder nuevos nombres que estén a la altura”, escribe aquí.

Pobres víctimas del registro civil y la pila bautismal, apenas llevan tres días de nacidos y ya sus mayores les asestan el primer golpe irreparable para que vean de entrada lo que es amar a dios en tierra de indios: les ponen nombre, una cosa que van a arrastrar como brazalete electrónico de aquí a que se mueran.

Es un fenómeno recurrente de la historia cultural que en períodos de movilidad social, como crisis económicas, revoluciones, cambios de sistema, ascenso de nuevas clases, es decir, cuando se vuelven a barajar las cartas del estatus, la baraja de los nombres propios también se revuelve, ya que a cada posición en la jerarquía o ruleta de la sociedad, supuestamente le han de corresponder nuevos nombres que estén a la altura, que son los que los progenitores imaginan en sus febriles devaneos. Y desaparecen las Teresas, los Carlos, los Juanes (excepto Juanes), las Marías y los Josés.

En la tómbola de los nuevos nombres, los que mejor la libran son a los que les ponen nombres heredados de sus abuelos y bisabuelos, aunque sean muy feos como Cecilio o Walterio o Eduviges o Glafira, porque por lo menos la justificación (¿y por qué te pusieron así?) es lógica y todo el mundo se los perdona porque no es culpa de nadie; es más o menos lo mismo que ponerle nombre en honor de alguien concreto de carne y hueso, como Diana Laura o Diego Armando, que tienen la ventaja de que además suenan como de telenovela (¿habrá Claudias recién nacidas?).

Siempre se nombra en el nombre de alguien o algo, algún ancestro o héroe o mito, en el nombre de una idea a la que se le inventa un nombre; y los infames papás sacan sus más recónditas pulsiones y van y se lo enjaretan a su hijo(a), ya que lo trajeron al mundo para que sea el reivindicador, el vengador, de sus fracasos y frustraciones, o el afirmador de sus orgullos, y entonces quieren meter todas sus ansias de revancha y gloria dentro del nombre de su inocente vástago, que ya no sabrá luego qué hacer con su nombre, ni con su papá que se lo escogió. Y mientras más simbólico sea el nombre, peor les va.

Y parece que, efectivamente, el estira y afloja de la tensión cultural viene con nombre. Por un lado aparecieron (aparte de los nombres patrios de Cuauhtémoc y Guadalupe) nombres que remiten al origen prehispánico de este territorio, como en una especie de reclamo de identidad o de resistencia contra los embates aculturizantes de otras latitudes, y que, por una razón extraña e interesante, son todos nombres femeninos, como Citlalli, Quetzalli, Mallely, Yuriria, Zeltzin, Yatziri, a veces, por no dejar o por curarse en salud, acompañados de un segundo nombre más occidental que equilibre, algo así como llamarse Xochiquétzal Jacqueline, o Bertha Xóchitl.

Éstos al menos tienen raíces, porque hay otros que no es que tengan alas, sino que están pirados, y son los nombres que, proviniendo de cualquier idioma, región, religión, época —o de ninguna—, suenan tan emocionantemente raros que hasta parecen místicos y que siempre significan algo más, algo medio enigmático, misterioso y mágico; y vaya usted a saber qué tenía en la cabeza el/la que se los puso a los niños que no sólo tienen que explicarlo en público sino deletreárselo al de la ventanilla, como Aimlim, Daphne, Aleyda, Kenia, Shekina, Yamilet, que suenan como de princesa egipcia o persa o asiria. Tábata no cuenta porque éste viene de Hechizada.

Pero el nombre de Kevin es el más doloroso, y dicen que se expandió por toda la globalidad a partir de una película de Kevin Costner que fue un récord, no de taquilla sino de actas de nacimiento, tal vez porque es extranjero pero sonoro e inteligible; y junto con él, los de [sic] Íngrit, Rándal, Estéphanie, Vanessa, Mia, Ruth, Jonh, Jónnatan, Éthan, con profusión de igriegas, haches a destiempo y dobles letras especialmente enes y eses, porque son los hijos de una identidad repudiada que ya no quiere seguir siendo eso, ni siquiera quiere hablar español y cree que al ponerle nombre coloca a su hijo en otro país, otro idioma, otro color, otro destino. A su descargo tiene que son nombres extremadamente afectivos, repletos de emocionalidad, es decir, que a la hora de: ¿qué nombre le pondremos?, les salta a la mente como ráfaga de deseo alguno de estos nombres, de forma tan intensa que los padres no tienen la sangre fría de averiguar cómo se escribe, así que son arrojados al mundo bajo el nombre de Vayolet o Meriyein.

Pero no es cierto que sólo ciertas clases tienen aspiraciones arribistas, porque los que descalifican estos nombres fingiendo que ellos sí tienen buen gusto, tienen igualmente unas enormes ansias de abolengo castizo y cristianismo conservador, con el agravante de su cara de desdén, que le ponen a sus maravillosos retoños nombres dizque de antaño y pura cepa: estamos en el código postal de los Santiagos, las Ximenas y los Rodrigos (si tanto les gusta El Cid, anímense a ponerle Urraca a la primogénita), las Arantxas y las Montserrats. El de Juan Pablo lo adoptaron en honor de su santo padre enemigo de la teología de la liberación y protector de pederastas.

En suma, Brayan llegó para quedarse: su sola grafía ya lo pronostica; estos nombres no son un atentado al idioma o al santoral, porque en el mediano plazo se estabilizarán dentro del lenguaje, y seguro que ya no saldrá algún santo llamado así pero sí alguna celebridad. No hay nada de qué quejarse, porque pasarán a formar parte, tropicalizados, del español al uso. De hecho, todos los nombres convencionales provienen del griego, el latín, el hebreo, el celta o el alto alemán antiguo. Así que los portadores de todos estos nuevos nombres entenderán que provienen de un momento histórico en donde nadie sabía ni dónde estaba ni quién era.

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