Mayo, 2025
Paulo Tavares es arquitecto, docente e investigador y combina la práctica arquitectónica con el comisariado de exposiciones y el activismo. Tavares ha hecho una amplia investigación en torno al legado colonial en Brasil, su país natal, con varios libros ya publicados al respecto, el más reciente de ellos La naturaleza política de la selva; se trata de una serie de ensayos sobre arquitectura, ecología y derechos no-humanos, donde investiga y reflexiona sobre la violencia del Estado moderno y las marcas imborrables del colonialismo. ¿Puede un bosque ser a la vez archivo, monumento y ruina? ¿Qué desafíos presenta la Amazonia como problema para la investigación en arquitectura? El periodista José de Montfort ha conversado con él.
José de Montfort
En 2024, el arquitecto, escritor e investigador brasileño Paulo Tavares publicó La naturaleza política de la selva (Caja Negra), una serie de ensayos sobre arquitectura, ecología y derechos no-humanos, donde investiga y reflexiona sobre la violencia del Estado moderno y las marcas imborrables del colonialismo, así como la herencia espacial del paisajismo de las comunidades xavantes, ixiles, kinjas y guaraníes. Tavares piensa el paisaje amazónico como “una primera memoria para la recepción de formas de subalternidad”, como afirma Alejandro Limpo González en el prólogo del libro.
La de Tavares es una visión heterodoxa y activista de la arquitectura, proponiéndonos una lectura del bosque amazónico que desafía los elementos heredados de la concepción colonialista de la naturaleza, mezclando el diseño con las culturas visuales y la crítica decolonial, y así articula un estudio materialista de la naturaleza poscolonial. Para Tavares los mapas y las cartografías son espacios de intervención política, de creación de una nueva realidad política, entendiendo la Amazonía como una memoria de la tierra misma, las enredaderas y las palmeras como monumentos históricos y ruinas, el bosque como un patrimonio urbano.
El arquitecto nos obliga a pensar la reparación ecológica alineada con la reparación histórica, resignificando con su idea de la arquitectura disidente que se basa en la lectura vegetal del bosque e interpretando la Amazonía a través de la sintaxis del diseño urbano, invitándonos, desde al arte, la imaginación y la creatividad de los pueblos originarios a reelaborar el concepto de lo urbano para que nos permita incorporar la naturaleza construida que presenta el bosque. Conversamos con él, tras su visita a España, invitado por el CCCB de Barcelona, para participar en el seminario Amazonías. Políticas de la selva.
—Me gustaría comenzar preguntándole sobre su idea de la “resignificación disidente” de la arquitectura, o lo que podríamos llamar una arquitectura contrahegemónica.
—Esa idea, que también podríamos considerar como contra-arquitectura, está muy relacionada con la comprensión de que la arquitectura es un instrumento de poder, un instrumento de poder físico: un poder material sobre los cuerpos. La organización de los cuerpos en el espacio, la producción de la subjetividad, las relaciones entre dentro y fuera: los que tienen acceso, los que están excluidos, la idea de confinamientos espaciales; la idea de, por ejemplo, zonas de estado de excepción o las zonas de refugio.
“Una vez que comprendes eso, que la arquitectura no es algo intrínsecamente positivo, como las personas la suelen interpretar, como que es algo bueno per se para la comunidad, sino que también tiene un grado de violencia, comienzas a pensar en modos de subvertirlo. Con ello, quiero pensar en la arquitectura, en sus medios y sus instrumentos también como instrumentos de resistencia y ponerlos al servicio de la justicia y de la democracia y, finalmente, de la reparación”.
—Otro de los retos que afronta la arquitectura es lo que usted considera su interactividad. Háblenos un poco más de ello.
—Cuando hablamos de arquitectura, a mí me gusta citar una referencia muy temprana que es un texto de Walter Benjamin, un texto clásico, donde habla de la recepción de la obra de arte, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Claro que Benjamin estaba pensando en la fotografía y sobre todo en el cine, pero lo que es interesante para mí en ese texto es la relación de la arquitectura y la interactividad. Benjamin habla del punto de vista del observador, del receptor de la obra de arte: la obra de arte está ahí, en el museo, en las paredes y tú la observas como espectador. Y Benjamin va a decir: bueno, la experiencia del cine es distinta, porque la experiencia estética del cine es como si tu cuerpo estuviera dentro del espacio cinematográfico. Y para hacerle entender al público esta nueva forma de recepción, Benjamin se va a referir a la arquitectura, porque a la arquitectura la has de penetrar, no se trata sólo de observarla de manera pasiva, sino es que tu cuerpo está dentro de la arquitectura, y así tiene una gran influencia sobre ti. Y ahí me parece que hay una noción de interactividad mucho más interesante que esa clásica noción juguetona, un poco de entretenimiento. Cuando miramos a la arquitectura, tenemos que partir del hecho de que es el arte interactivo por excelencia, nuestros cuerpos se mueven con ella: estamos, de hecho, inmersos en ella, y somos hechos por la arquitectura. Y ahí veo una idea política de la interactividad: en el sentido que la relación con los objetos tiene un profundo impacto político ya que conforma la manera en la que se construyen nuestros cuerpos. Me gustaría pensar la arquitectura como una especie de matriz estética: una interactividad entre cuerpo y espacio que influye políticamente.

—Una de las ideas que maneja en su libro es el de las “naturalezas diferentes”, y sobre cómo la modernidad podría salirse de su concepción monolítica de lo que es la naturaleza para incorporarlas.
—Bajo la modernidad había un contrato social, una construcción de la sociedad en la que había una sola naturaleza y luego diferentes culturas. Es lo que los antropólogos llaman multiculturalismo. Dentro del punto de vista político, las izquierdas y los agentes progresistas van a hablar de la hegemonía cultural, de cómo el poder de los imperialismos no opera sólo a través de sistemas políticos o económicos, sino que también está relacionado con formaciones culturales, que son maneras de condicionar la subjetividad, y así el imperio conforma también un aparato cultural.
“Desde el punto de vista de la emancipación de la gente es importante dar una contestación a esta idea de la hegemonía cultural. Muchas de las políticas a partir de los años sesenta del siglo pasado están muy relacionadas con la historia de las guerras culturales, de cómo las diferentes culturas se volvieron espacios políticos importantes. Para mí, sin embargo, lo importante ahí no es tanto la idea de la cultura o la imposición de una idea de la cultura, sino más bien la imposición de una idea de naturaleza fija, en tanto que objeto, como mero recurso natural, fuente de extracción y espacio para la dominación humana. De forma análoga a la hegemonía cultural, se nos ha impuesto una hegemonía natural, se nos ha intentado imponer una idea de la naturaleza. Pero si te fijas en muchos estudios antropológicos de sociedad no occidentales, te darás cuenta de que ninguna de estas sociedades tiene esa división binaria entre naturaleza y cultura propia del pensamiento occidental; tienen una visión diferente sobre la naturaleza.
“Los pueblos originarios tienen una visión mucho más compleja del mundo natural. Para ellos, no es un objeto, sino que son seres con quienes conviven. Así, si en un momento una de las tareas fundamentales fue abrir el campo cultural para que adquiriese una mayor diversidad, incorporando nuevas voces y dando cuenta de la complejidad cultural de nuestro mundo, quizá ahora, en la época del cambio climático, una de las tareas más importantes, desde el punto de vista político, pero también artístico, que tenemos al frente, es la de dar visibilidad a estas otras formas de relación con el mundo natural. Tenemos que deconstruir esta idea hegemónica de naturaleza y posibilitar otras imágenes, otros pensamientos de lo que es el mundo natural. Por ejemplo, con los pueblos quilombolas podemos aprender que la naturaleza no es un objeto de apropiación humana, sino una especie de compañera, de pariente, una comunidad que va más allá de lo humano”.
—A este respecto, es inevitable tratar dos de los temas importantes que hay en el libro, y que están basados en la idea de conseguir el estatus de sujeto de la naturaleza; entre ellos hay uno esperanzador y otro un tanto frustrante. Por un lado: el activismo legal, útil para avanzar en la conquista de derechos, pero, por otro lado, la imposibilidad de calibrar exactamente la magnitud de los daños cuando se produce un desastre natural, lo cual es un poco paradójico.
—Sí, es paradójico, pero lo que dices es muy cierto. Y es que tenemos que entender que todavía estamos en el inicio. Pensemos un momento en la idea de derechos humanos. ¿Cuánto tiempo le tomó a la comunidad internacional desarrollar una carta que decía, “mira, esto es el mínimo de lo que nos hace humanos y comunes”? Una carta donde se decía “si tú violas eso, estás realizando un crimen contra la humanidad, porque estás violando la propia idea de humanidad”. ¿Hace cuanto tiempo que se hizo esta carta? ¿70 años?
“Y todo surge tras el holocausto, en la Segunda Guerra Mundial, porque no había ningún sistema de protección ante el genocidio. Así, la propia idea de genocidio es una idea de mitad del siglo XX, o sea que es muy reciente. Y todavía tenemos problemas con los poderes políticos que ven genocidios en tiempo real y no hacen nada.
“Muy despacio hemos ido desarrollando instrumentos; conseguimos que los derechos humanos se volvieran derechos socioeconómicos, ambientales y de garantía de la diversidad, por lo que hemos ido expandiendo esta idea de los derechos. Con los derechos de la naturaleza me parece que apenas estamos empezando. Me refiero a que apenas estamos comenzamos a entender lo que es posible: sabemos que hay un proceso de violencia contra la naturaleza, pero no sabemos cómo hacer la reparación. Por ello, es necesario que seamos creativos, es necesario que imaginemos una realidad radicalmente distinta.
“Te voy a poner un ejemplo que me parece muy hermoso: cuando hubo el accidente de la ruptura de un pozo que hizo explotar la plataforma ‘Deepwater Horizon’, de la petrolera BP, en 2010 (se llegaron a verter casi 800 millones de litros de crudo al mar), en el Golfo de México, fue muy paradigmático. Los activistas de Ecuador, junto a otros activistas del mundo, hicieron una petición para la corte constitucional de Ecuador bajo el principio de la jurisdicción universal, que es un principio de los derechos humanos que tú puedes accionar en cualquier corte en cualquier parte del mundo si el crimen es un crimen de lesa humanidad. Y, con ello, nos dijeron: tiene que haber una reparación para el mar, porque hubo una violencia contra el mar, así que le vamos a pedir a BP para que lo haga. Hasta ese momento, lo que se hacía era pedirle al causante del desastre que pagara por los desperfectos, se miraba solo desde el punto de vista económico; empero, los activistas ecuatorianos dijeron: ¿y quién está reparando la naturaleza? Y lo que hicieron fue pedirle a BP que dejara la misma cantidad de petróleo debajo del suelo de la que derramó en el océano.
“Y esta idea me pareció genial, porque podemos pensar en una reparación a nivel de la escala geofísica del planeta, pensando en el propio clima, en el propio mar. ¿Pero lo logramos? No. La razón es que todavía estamos muy lejos de que las corporaciones y los estados comprendan esta idea de la reparación a la naturaleza. Sin embargo, tenemos que pensar que, a pesar de no haber logrado un éxito en aquella ocasión, no es menos cierto que hubo un sentido pedagógico-político en hacerlo, pues comenzamos a colocar ideas en el mundo, conseguimos que se discutieran estas cuestiones y, aunque despacio, creo que vamos creando los pasos necesarios para conseguir llegar a pensar lo que podría ser la justicia desde el punto de vista de la naturaleza… Tenemos que tomar en consideración que a estas cosas les lleva tiempo, que no son de un día para otro”.

—Comenta en su libro una idea muy poderosa y es la de que, a pesar de que a la naturaleza se la ha dado por acabada y muerta muchas veces, sin embargo, ahora mismo la vivimos con toda su fuerza, y no sólo con la fuerza del desastre, sino que notamos que está viva, muy viva.
—Hay gente que dice que la naturaleza se está tomando una venganza, una revancha. Me parece, de todos modos, que había antes una idea de control sobre la naturaleza, más que el considerar que estaba muerta, que está bajo la sumisión de los hombres, y en todas sus dimensiones. Pero ahora nos estamos dando cuenta de que esto no es así. En primer lugar, sabemos que no tenemos control de la naturaleza, sino que somos parte de ella, y nos estamos dando cuenta de que tenemos que trabajar junto a ella.
“Yo creo que es como si la naturaleza nos quisiera decir algo: cuando vemos estos grandes desastres, estas grandes catástrofes habríamos de entenderlas como un mensaje. La naturaleza nos está queriendo decir algo, está tratando de comunicarse con nosotros. Así, si consiguiéramos escuchar lo que la naturaleza está queriendo decirnos quizá podríamos cambiar la manera en cómo la tratamos… Pero, ojo, que también nos dice cosas la naturaleza a través del silencio”.
—En relación a lo que hemos venido hablando, la arquitectura y la naturaleza, usted defiende la necesidad de ampliar el concepto de ciudad, vinculándolo con sus estudios en la Amazonía, pero también la idea de los bosques como ruinas.
—La idea de la naturaleza sobre la que hemos venido hablando fue construida en gran medida basándose en la idea de que el bosque y los pueblos del bosque eran la representación más fiel de la naturaleza sin modificación humana. Fue una construcción colonial y muy conectada con el racismo de matriz europea y occidental, y se vuelve una construcción científica a través de la etnografía y la arqueología, que vienen a decir que los pueblos primitivos lo son porque no tienen tecnología; pues que, en suma, no modificaron su medio ambiente. Con ello, la arqueología considera que en el bosque no hay ruinas, que no hay sitios arqueológicos, que no había ciudades ni civilizaciones complejas.
“Pero se produce una revolución en los años ochenta del siglo pasado en la antropología, la etnografía y la arqueología y los arqueólogos comienzan a ir a la Amazonía. Entonces comienzan a entender que el bosque, en realidad, no era un elemento completamente natural, sino que había muchas modificaciones humanas; de hecho, el bosque estaba lleno de ruinas, de sitios arqueológicos, solo que no eran como la imaginación Europa y occidental creía, porque no son como rocas o templos, sino cosas más relacionadas con la propia estructura del bosque. Entonces, desde la zootopografía se comienza a entender que ciertas especies vegetales, ciertas configuraciones botánicas y ciertas modificaciones en la tierra evidencian la interferencia de construcciones de agencia humana.
“Hay una metáfora muy interesante en esto, y es que estamos ciegos para ver que el bosque no es una construcción urbana, porque no necesitamos buscar la imagen de la ciudad tal como la conocemos, sino que tenemos que entender que el bosque, la selva, la Amazonía, quizá nos permita comprender o imaginar la posibilidad de una urbanidad, de una ciudad, de una polis, de un espacio político que es radicalmente distinto, porque en él no hay una separación entre la naturaleza y los seres humanos, entre lo humano y lo natural”.