Relatario: Edición Especial

Los negociadores

Abril, 2025

Una cosa rarísima. Sacas a pasear a tu perro al parque, lo llevas sin correa porque tus amigos y vecinos dicen que es lo más decente: no amarrar al pobre. Así que, para quedar bien, te pones a entrenarlo por seis meses hasta que logras que sea obediente y no corra detrás de cada pajarito que vea.

Pero esa noche tu perro decide tirar todo eso por la borda y sale corriendo detrás de una gran rata blanca. La verdad, dudas por una fracción de segundo ir detrás de él.

—Igual y regresa, o, si no, que ya se pierda —dices para ti, pero luego te sientes culpable y piensas en lo que te van a decir tus amigos y vecinos, así que vas detrás de él y llegas justo a tiempo para ver cómo entra en un agujero al pie de un árbol.

Gritas el nombre Calcetines —como le pusiste a tu perro y luego te arrepentiste— esperando que saliera, pero siempre ha sido un poco cretino (vomita en tu colcha y se orina en tus pantuflas) y no lo hace. Vuelves a contemplar la opción de abandonarlo, cuando de pronto ladra, y como ves que el hoyo es tan grande decides entrar a buscarlo.

“No más paseos por al menos un mes”, piensas mientras vas a gatas por el túnel de tierra.

De pronto ves su cola peluda y estiras los brazos para atraparlo, pero el camino se tuerce y empiezas a caer por una especie de pozo.

Caes rápidamente, pero el pozo parece tan profundo que te da tiempo para pensar, por ejemplo, en que esta situación te suena de algo, pero no sabes qué. Luego te das cuenta que es como Alicia en el País de las Maravillas sólo que a tu alrededor únicamente hay tierra y todo está muy obscuro. Deseas haber seguido a un conejo que habla en vez de a una rata blanca.

Miras, de súbito, un puntito de luz bajo tus pies que rápidamente se va haciendo más grande y notas que estás cayendo directamente a la copa de un árbol. Das el primer impacto, que te duele hasta el alma; luego intentas sujetarte y fallas. Te percatas de que estás cayendo exactamente sobre el mismo árbol con el hoyo a sus pies por el que entraste.

Llegas al suelo y te quedas ahí, sin poder moverte, porque seguro te rompiste un brazo y Calcetines, que ha estado contigo durante toda la caída, se queda echado a tu lado como si nada.

Ha pasado un par de minutos cuando oyes que alguien se acerca y no puedes creer lo que ves: frente a ti hay alguien igual a ti, ¿o eres tú? Y lo más inteligente que se te ocurre hacer es preguntarle (o preguntarte) si estás muerta.

—¿Muerta? —contesta aquella mujer igualita a ti—. Si estuvieras muerta, lo sabrías, no me tendrías que preguntar. Aquí lo extraño es lo mucho que nos parecemos, ¿no crees?

La mujer ofrece llevarte a su casa y no puedes evitar confiar en ella. Después de todo, es igualita a ti. Te lleva por un sendero igual que por el que llegaste al parque (van con lentitud por tus dolencias), platican de la caída, de Calcetines y del perro de ella que se llama Tenis, el cual nunca saca a pasear porque dice que es un cretino, de lo mucho que se parecen, y crean teorías como que tal vez ambas fueron gemelas separadas al nacer; ¡en eso ella se detiene justo en frente de tu casa y te dice que ese es el lugar donde vive!

Entras a la casa, esperando que te salga alguien con una cámara gritando que es una broma, pero no pasa nada.

Piensas que tal vez estás confundida por la caída, pero mientras recorres la casa encuentras detalles sutiles que la diferencian de la tuya, como el color de algunas paredes o decoraciones que nunca has visto. Te recuestas sobre el sofá y lees los títulos del librero que está enfrente. No te suena ninguno, tampoco los autores. Y tú lees, y mucho, pero no conoces a ninguno.

Te sugiere llevarte al médico para atender tu brazo que francamente se ve muy hinchado y morado. Vas de copiloto en lo que parece tu propio carro, aunque los sistemas de medición de velocidad son algo diferentes.

Entran a un túnel donde una camioneta que va por la vía contraria se mete en tu carril y choca de lado al auto que está justo enfrente de ustedes. Julia (como se llama la mujer igualita a ti) logra frenar y tú vuelves a golpearte el brazo. De la camioneta sale un hombre aparentemente ebrio y empieza a maldecir.

El asiento del conductor del otro carro quedó destrozado y preguntas a Julia si el hombre que lo manejaba estará bien.

—No, seguro ha muerto. No creo que lleguemos pronto al hospital, debemos esperar a que lleguen los negociadores para que abran el camino, déjame ver si traigo en la guantera algo para tu brazo.

Ves llegar a la policía, a la ambulancia y a los agentes de las empresas aseguradoras. Ves que todos hablan entre sí y luego se quedan parados como esperando algo.

—¿Qué esperan? —preguntas a Julia.

—A los negociadores, claro.

—¿Negociadores?

Antes de que Julia pudiera contestar, un rayo con una luz muy brillante cae junto al auto y con ella aparece un hombre alto, joven, con cabello blanco y muy sonriente. Acto seguido, después de una breve vibración, como salido de la tierra, surge otro hombre también bastante alto, barbado con cabello y traje negro. Ambos sujetos se dan la mano y sacan de sus bolsillos una especie de piedra con forma cuadrada y empiezan a observarla y tocarla como si fuera un smartphone.

—Por fin llegaron —dice Julia.

—¿Quienes?

—Los negociadores, ¿de donde tu vienes no tienen negociadores?

La verdad no entiendes nada de lo que está pasando y pides a Julia que te explique.

—Bueno, cuando mueres llegan los negociadores. Son los encargados de decidir si vas al cielo o al infierno. Ven, tal vez podamos oír como negocian.

Bajas del auto y te unes a la bolita de curiosos que rodean a los negociadores.

—Sí, Monty, sé que no te han tocado muchos últimamente, pero esa no es razón para que te regale éste —dice el hombre de traje negro.

—Ambos sabemos que los dos últimos te los ganaste con un poco de trampa —contesta el hombre de traje gris en tono serio.

El hombre de traje negro suelta una carcajada y sigue presionando su piedra en la que aparecen y desaparecen gráficos y estadísticas. Lo mismo el hombre de traje gris.

—¿Y eso sucede cada vez que alguien muere? —preguntas.

—Pues sí, debe existir un proceso justo antes de que decidan a dónde vas a parar en la eternidad.

—Tú has visto muchas de estas, ¿cómo dices?, ¿negociaciones?

—No realmente, esta sería la tercera, y la verdad no es muy divertida. Cuando murió mi abuelo estaba toda la familia. El pobre tuvo un agonía larguísima y cuando por fin se fue, y llegaron sus negociadores, no se pudieron poner de acuerdo como por tres horas, discutían y discutían. Fue muy divertido, sobre todo por el acto final. Creo que también los negociadores se caían mal entre sí y eran mayores. Éstos se ve que se llevan bien y son jóvenes.

—¿Acto final?

—Sí, ¿ves esas cosas que tienen en sus manos? Es como un aparato que transforma en números todas las acciones de tu vida: buenas, malas y neutrales. Sin embargo, tu última acción, aunque tiene un gran peso, no aparece ahí. No sé muy bien cómo funciona, pero el acto final es algo así como el 30 por ciento de todas tus acciones, por eso la frase “vive la vida como si siempre fuera tu acto final” es muy famosa.

—¿Y cómo deciden si tu acto final es bueno o no?

—Los negociadores llegan a un acuerdo. En el caso de mi abuelo, la mayor parte de su vida fue neutral, como la mayoría, y el problema es que su acto final fue un poco negativo: decidió que a su funeral no fuera su hermano, porque siempre peleaban. Son las reglas, ¿sabes?, realmente a nadie le importaba si iba su hermano o no, pero al final fue al cielo. Fue duro, ambos negociadores terminaron sudando, pero la familia se alegró de que todo terminará así. A veces es un poco de suerte. Mira, ya llegaron a un acuerdo.

Frente a ti los negociadores se dan la mano.

—Está bien, Monty, ganaste por hoy. Como siempre, un placer negociar contigo —dice el hombre de traje negro con una gran sonrisa y ambos desaparecen de la misma forma en como llegaron.

Una cosa rarísima.

Regresas a casa de Julia luego que el médico sólo te puso una venda. Al día siguiente, después de meditarlo toda la noche, decides que entrarás por el agujero nuevamente a ver si así regresas a tu hogar.

Calcetines y tú entran por el hoyo y después de gatear por un rato finalmente empiezan a caer, esta vez esquivas las ramas y caes directo al suelo. Te levantas y Calcetines emprende la carrera y tú vas detrás de él, gritas y esperas que pare, pero antes que puedas alcanzarlo un coche lo atropella.

El hombre que conducía el auto se disculpa, pero luego te dice que todo es tu culpa por no ponerle correa y se va. Te preguntas si los perros también tendrán negociadores. Esperas que caiga un rayo o que vibre la tierra, pero nada de eso sucede.

De algo estás segura: Calcetines se iría con el hombre de traje negro.

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