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Guillermo Cabrera Infante, dos décadas después

De contradictorios famosos

Febrero, 2025

No hay duda de que Guillermo Cabrera Infante fue, es, sigue siendo, uno de los más importantes escritores en español del siglo XX. Y es que no sólo fue un excepcional periodista y cronista; fue, también, autor de una rica obra narrativa: suya es la novela Tres tristes tigres, cuya publicación cimbró las letras latinoamericanas. Asimismo, como hombre apasionado por el mundo del cine, ejerció de audaz crítico y fundó la cinemateca en su natal Cuba. En este 2025 se cumplen ahora dos décadas de su partida (nació en Gibara, Holguín, en abril de 1929 y murió en Londres, exiliado por el régimen castrista, en febrero de 2005); en el siguiente texto, Víctor Roura recuerda al escritor cubano.

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De los doce textos incluidos en su libro O (Fondo de Cultura Económica), publicado a raíz de la obtención, en 1997, del Premio Cervantes otorgado a su autor, resalta, acaso por su lúdica conformación, el ensayo sobre el reverendo y matemático británico Charles Lutwidge Dodgson, al que Guillermo Cabrera Infante —nacido en Cuba en 1929, fallecido 75 años después en Londres el 21 de febrero de 2005, ahora hace ya dos décadas— no dudaba en calificar de contradictorio, que no es un adjetivo “sino un nombre común, casi propio”.

Decía Cabrera Infante, cuidadoso de su lenguaje como siempre lo fue, que “los contradictorios pasaban días enteros sin hablar o bien hablaban sin parar durante días. Cuando se les dirigía el saludo no respondían, pero siempre saludaban a alguien que no estuviera en condiciones de responder: un muerto, digamos”.

Para ejemplificar tal cuestión hay un cuento que puntualiza el asunto: “Una vieja sioux pidió a un contradictorio una piel para abrigarse, ya que era el invierno más frío que recordaba la tribu desde el año pasado. El contradictorio no respondió. La vieja se retiró quejosa.

“—¡Qué tiempos éstos!

“Decía en su equivalente indio. Días después, al levantarse, encontró una piel humana ante su tienda. Corta y perezosa (era pequeña y se acababa de despertar) se dirigió al consejo de ancianos a formalizar su protesta. Los elders, por supuesto, reprimieron duramente… a la vieja.

“—¡Insensata! —le dijeron así o palabra aproximada en la traducción—, ¿cómo se te ocurrió pedir algo a un contradictorio? ¿No sabes que ni siquiera podías dirigirle a uno de ellos la palabra? ¡Que sobre ti y los tuyos caiga la maldición de esa alma desollada! Se levanta la sesión”, y a otra cosa que la vida es corta.

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Más que una casta, los contradictorios, decía Cabrera Infante, “son una categoría humana: hay contradictorios donde quiera”, pero tal vez donde más abundan es, sí, en la literatura: “Petronio, por ejemplo, es un contradictorio temprano y Hemingway un contradictorio actual, sin tener en cuenta que una vez me dijo que tenía sangre india. Hay más, allá, de donde vengo. Cientos de ellos: Cervantes, Quevedo, Marlowe, Shakespeare, Byron, Goethe, Gogol, Chejov, Melville, Mark Twain, Baroja, los dos Lawrence, D’Annunzio, Nabokov: miles”.

Sin embargo, para Cabrera Infante el tal Dodgson “es un magnífico ejemplar de contradictorio, sin desdorar los presentes. No lo hay mejor en su peso, y libra por libra es superior a los demás contendientes. Allá en esa esquina de la inmortalidad está el reverendo. Viste traje de clergyman y saluda al público y ahora, con guantes blancos, hace shadowboxing, pelea con su sombra. Es el único pugilato permitido a las sombras”.

Nacido en Oxford en 1832, Dodgson fue toda su vida profesor de matemáticas: “Anhelando ser clérigo, se ordenó diácono en 1861 pero un tartamudeo congénito le impidió dedicarse al sacerdocio”, y, como otros famosos tartamudos ingleses (Somerset Maugham, Arnold Bennett), “echaba al papel las palabras que se le quedaban en la punta de la lengua, o quizás más atrás. La dislalia se hizo logorrea y Dodgson escribió sermones, novelas, cuentos, piezas de teatro, poemas, parodias, anagramas, sátiras, ensayos, panfletos, diarios de viaje, miles de cartas, canciones, canciones de cuna, tratados de matemáticas, de lógica, problemas, acrósticos, criptogramas y un diario personal que no se acaba nunca”.

Soltero empedernido, “aborrecía la soledad y frecuentaba toda clase de reuniones sociales”. Detestaba a los niños “con la misma pasión que amaba a las niñas”, al grado de que en una ocasión “participó en un incidente en que una madre inglesa le pidió que no volviera a frecuentar a su niña, a quien solía sentar en las piernas… a los diecisiete años”.

No obstante, Dodgson “era estimado por su religiosidad, sentido del orden y amor por el código de virtudes victorianas”. Escribió un sinnúmero de paradojas científicas como ésta: “¿Qué es mejor: un reloj que dice la hora exacta sólo una vez al año o uno que lo hace dos veces al día? ‘El último —responde usted—, sin la menor duda’. Muy bien. Ahora atienda. Tengo dos relojes: uno no funciona nada y el otro retrasa un minuto por día: ¿cuál prefiere usted? ‘El que pierde minutos —responde usted—. Incuestionable’. Observe ahora: el que retrasa un minuto cada día retrasará doce horas o setecientos veinte minutos antes de estar correcto de nuevo, consecuentemente no está bien más que una vez cada dos años, mientras que el otro está evidentemente correcto cada vez que la hora que señala llega, lo que ocurre dos veces al día. Así que se contradijo usted una vez. ‘Ah, pero —dice usted—, ¿de qué sirve que esté bien dos veces al día si no puedo saber la hora?’ ¡Vamos! Suponga que el reloj señala las ocho en punto, ¿no ve usted que el reloj está bien a las ocho en punto? Consecuentemente, cuando vengan las ocho su reloj estará correcto”.

Guillermo Cabrera Infante. / Foto: rtve.es-archivo.

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También de Dodgson (que, además, decía Cabrera Infante que era “feo como un cómico bufo o, peor que feo, raro, asimétrico: tenía un ojo más alto que otro y un hombro caído, sordo de un oído aunque era amante de la ópera, pero vivía obsedido con los espejos, que aparecen donde quiera en su literatura”) es esta carta enviada a una de sus amiguitas (y amiguitas no es un despectivo sino un apunte literal: sus amigas eran pequeñas, entre la infancia y la adolescencia): “He estado terriblemente ocupado y he tenido que escribir montones de cartas, carretillas llenas de ellas, casi. Y me cansa tanto que por lo general me meto en cama al minuto siguiente de haberme levantado y a veces me meto en cama un minuto antes de haberme levantado. ¿Oíste alguna vez antes de alguien que estuviera tan cansado?”

De este matemático, asimismo, es la siguiente interrogante: “El gobernador de Kgovjnl quiere dar una cena íntima. Invita al cuñado de su padre, al suegro de su hermano, al hermano de su suegro y al padre de su cuñado. ¿Cuántas personas invitó?”

Los maliciosos de la literatura comparan a menudo a este reverendo “con Humbert Humbert, el psicópata sexual de la Lolita de Nabokov, pero Dodgson —aseguraba Cabrera Infante— era hombre de una increíble pureza de alma y de rara salud mental en un país como el suyo, donde destripar mujeres de mundo, violar niños y estrangular viudas solitarias parece ser un deporte nacional, otro cricket”.

Anticipado siempre, “es uno de los antecedentes de la literatura de ficción científica, al par que algunos le comparan a Kafka y aun llegan a situarlo como un precursor de Albert Camus y de la literatura del absurdo y de la vaciedad, y por lo menos una de sus escenas, un juicio en broma en que la reina, por encima de los jueces y el jurado, exige la sentencia primero y el veredicto después, recuerda penosamente los procesos de Moscú y los castigos políticos de Stalin”.

Por supuesto, ese hombre no llegó nunca a ser conocido por su verdadero nombre sino por su famoso seudónimo: Lewis Carroll, el autor, ¿y quién otro podría haber sido sino él?, de Alicia en el País de las Maravillas.

(La respuesta al gobernador de Kgovjnl es sencilla: invitó a una sola persona.)

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