Enero, 2025
A primera vista tenía la pinta de ser un tipo huraño. Sus facciones y mirada dura —y sus largos silencios antes de responder cuando uno platicaba con él profesional o personalmente— reforzaban esa percepción. Sin embargo, detrás de esa primera impresión, en realidad estaba un hombre sumamente generoso, atento, amable, desde luego inteligente. (Y sí: a veces también obstinado). El pasado 8 de enero, a los 76 años, se marchó de este mundo Eduardo Monteverde: médico, científico, documentalista, marinero, periodista, profesor, poeta, novelista y editor. Nacido en la Ciudad de México en 1948, Monteverde dedicó su vida a la búsqueda y difusión del conocimiento. Imperdible era su columna ‘La Morgue de Uranio’ en la desaparecida sección cultural de El Financiero —a cargo de Víctor Roura—, la cual, una parte de ella, se convertiría en el libro Los fantasmas de la mente. También publicó Lo peor del horror, un libro de crónicas imprescindible para entender la violencia y la nota roja en México; además, suya es la novela Las neblinas de Almagro y el lúcido ensayo Historias épicas de la medicina. Víctor Roura ha redactado estas líneas, a manera de despedida y homenaje.
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Veinte días antes de festejar su septuagésimo séptimo aniversario natal, Eduardo Monteverde, narrador y periodista, falleció el pasado 8 de enero. Nacido en la Ciudad de México el 28 de enero de 1948, Monteverde estudió medicina en la UNAM para luego dar clases de filosofía e historia de la medicina en ese mismo recinto universitario además de ocuparse de escribir sus novelas, hacer periodismo y acabar como editor de ciencia en el Fondo de Cultura Económica.
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Después de una pasmosa experiencia en Canal 40 (antes de ser apropiada por Televisión Azteca), esa televisora que decía una cosa en el aire pero —tal como los otros emporios electrónicos en el país— actuaba de otro modo fuera de los reflectores, empresa mediática que, además, le acumulara una cuantiosa deuda laboral por más de seis meses, Eduardo Monteverde empezó a llamarse, y quizás con justificada desazón luego del amargo desengaño, ex periodista, lo cual, evidentemente, era una atribulada equivocación suya. Porque, sencillamente, Monteverde había sido, y lo fue durante el resto de su vida, uno de los mejores periodistas contemporáneos que ha dado México. Con él, la catalogación de “nuevo periodista”, en su sentido amplio, literario e informativo, no era una llamarada esnobista. Y Lo peor del horror (Ediciones B, 2005) corrobora tal calificación: en 364 páginas despliega 43 reportajes de la zona policiaca con una puntillosa destreza que los convierte, debido a ese portentoso don de su escritura, en fatídicos y deslumbrantes cuentos del género negro. Monteverde, documentalista, médico, científico y marinero —no precisamente en ese orden—, se introduce en las venas de la nota roja con la sagacidad del periodista capaz de rebatir al judicial más experto para, con sus observaciones y conocimiento, evidenciarle sus abultados yerros.
“Como tantos otros —dice Monteverde—, el muerto del cuartito podía quedar como uno de los centenares de casos en los que se presume un delito y queda sin resolver. De cada mil actos ilícitos, 925 quedan sin respuesta en la ciudad”.
Y, con esa espeluznante cifra, el reportero se sumergía en las aguas turbulentas de los circuitos negros del México de hoy. Aunque esto no es algo nuevo, ya que el valle donde vivimos siempre ha sido peligroso (y que no redujo su temeridad, como se esperaba, en el obradorismo): “La sangre ha corrido por lo menos desde el siglo XIV, cuando en 1325 los aztecas encontraron el águila sobre el nopal devorando una serpiente. Fue el sino funesto para los acolhuas y otros pueblos ribereños en el lago de ‘la región más transparente del aire’, cuyas aguas y tierras se empezaron a volver tintas. El emperador Tizoc, artífice del Templo Mayor, ejecutó una vez a veinte mil esclavos en honor al dios Huitzilopochtli”.
Y también estaba el serio cuestionamiento de la higiene prehispánica, “al calcular la cantidad de residuos humanos y basura para una población de más de un millón de gentes. No había letrinas ni drenaje y todo se vertía en el lago”. Y la “hermosa cultura del maíz era la predominante y hasta las tortillas se usaban como servilletas y papel higiénico. El excremento debió ser prolijo. La raíz del nombre del emperador azteca Cuitláhuac quiere decir mierda negra, porque su piel estaba cubierta por una enfermedad que le daba ese aspecto; tal vez era sarna. Es la misma raíz de cuitlacoche o huitlacoche, el hongo que se come en quesadillas”.
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Su libro es un [el atrofiado] espejo de la [in]justicia mexicana. Asesinatos, corrupción, suicidios, violaciones, torturas, agravios, injurias, cinismo, insolencias, vejámenes, violencias, brutalidad, barbarie, saña: el maquiavélico espejismo de la política nacional. Que ahora mismo, en este momento, ante la indiferencia de las autoridades, los encargados de las leyes están matando en vida no sé a cuántos ciudadanos.
Jacinto Garza Dávila tenía, cuando lo visitó Eduardo Monteverde, 57 años, y cumplía una sentencia de cuatro décadas tras la prisión y llevaba [apenas] encerrado dos lustros. “Empezó a delinquir tarde, a los 46 años. El oficio lo aprendió en el Reclusorio Oriente, donde pasó nueve meses acusado de fraude. Salió absuelto, el juez no tuvo elementos para sentenciarlo”.
¿Y cómo iban a castigarlo si el hombre nada había hecho?
“Había sido gerente de una sucursal de Sumesa, en el Distrito Federal —cronica Monteverde—. Los patrones formaron un sindicato blanco, priista, que maltrataba a los empleados. Aunque estaba vetado, se lanzó como tesorero de su planilla y ganó a pesar de los trucos que la CTM [Confederación de Trabajadores de México] usó en su contra. Los dueños le recomendaron que no se metiera en la política. Le restregaron que lo habían hecho ejecutivo aunque sólo tenía el cuarto de primaria. No lo atemorizaron. Llevaba doce años trabajando para el supermercado y tenía buenas posibilidades de crear un sindicato independiente. Dos meses antes de las elecciones le fincaron un fraude por veinte mil pesos. Su gerencia tenía ventas diarias por trescientos mil. Lo encarcelaron durante todo el proceso electoral y lo soltaron cuando acabó. De buena manera le explicaron que la cárcel había sido para evitar borlotes de los trabajadores. Se disculparon, pero le dijeron que no lo podían contratar de nuevo por sus antecedentes penales”.
Le habían destrozado su vida, de modo que el hombre, ayudado por los amigos que conoció en el reclusorio, se internó en la delincuencia con el mismísimo Alfredo Ríos Galeana, el poderoso asaltabancos. Se enriqueció pronto, pero en un atraco cayó. Murió en la cárcel.
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A pesar del horror de los relatos, todos ellos verídicos, la buena literatura de Monteverde hace crecer la tensión, hace sentir la angustia ajena como propia, queda uno extenuado después de leer los capítulos del libro.
¿Por qué somos los humanos enemigos de los humanos?
Eduardo Monteverde nos proporciona algunas claves e incluso nos hace sentir nudillos en la garganta por tanta ciega justicia que reina en el país. Ahí está el triste caso de Carlos Francisco Castañeda de la Fuente, el fallido asesino del presidente Gustavo Díaz Ordaz, para quien fue construido, expresamente, un pabellón solitario en la granja psiquiátrica Samuel Ramírez Moreno, en la cual vivió confinado, “sin proceso, bajo la vigilancia de celadores, militares y agentes de la Policía Judicial Federal”. El pabellón ya fue demolido, pero ahí estuvo encerrado durante 16 años: “Entrevisté a Carlos Francisco, el solitario converso, fantasma viviente del manicomio —dice Monteverde—. Lo habían trasladado al pabellón 5, el de los asesinos inimputables. Otro búnker, pero éste no era clandestino, aunque la violación a lo más endeble de la decencia humana era la regla para decenas de enfermos”.
El reportero lo vio cuando Castañeda de la Fuente “ya no era importante”, aunque, viéndolo bien, “nunca lo había sido” ya que su acto fue inexistente, silenciado, callado por la prensa mexicana: “Carlos Francisco no ocupa ningún lugar en los anales de la política —dice Monteverde—. Su nicho en la historia está vacío. Díaz Ordaz ha muerto. Era uno más entre los internos sin cargo legal por el deterioro de la mente. De sesenta y tres años, rebasaba el cuarto de siglo encerrado”.
Cuando el reportero se acercó, el errado conspirador “se alzó con la Biblia como Moisés con los diez mandamientos”, y le dijo: “El 5 de febrero de 1970 yo intenté matar al presidente Gustavo Díaz Ordaz en el Monumento a la Revolución, como a las 11 de la mañana. Tenía una pistola Luger calibre .38”.
Lo quiso asesinar por la matanza del 2 de octubre, pero su tiro (¿héroe infortunado, criminal sin tino?) pegó en la carrocería en lugar de entrar por la ventana del coche…
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Se fue el buen Eduardo, mi amigo, a quien ya no me fue posible ver por dificultades mías de ineludibles e inesperadas discapacidades alojadas en mi cuerpo, pero su voz aún me retumba en mis sentidos. Sé que últimamente ya había caído bajo síntomas dolorosos de atrofia corporal.
Pronto nos daremos un largo abrazo, amigo mío.