«La sustancia»: sangrienta fábula sobre la cosificación del cuerpo femenino
Noviembre, 2024
Una mujer a la que echan de su show televisivo por su edad prueba un nuevo producto que le permite crear un alter ego que es la versión mejorada de sí misma: más joven, más hermosa, más perfecta. Al final, sin embargo, se complican las cosas. A partir de un novedoso guión de su autoría, el segundo largometraje de la cineasta francesa, Coralie Fargeat, es una espeluznante y sanguinolenta cinta de horror, en la cual explora a fondo la hoy tóxica cultura de la belleza y la (eterna) juventud. Alberto Lima posa ‘La Mirada Invisible’ en esta provocadora película.
La sustancia (The Substance)
película de Coralie Fargeat,
coproducción Reino Unido-Francia;
con Demi Moore, Margaret Qualley,
Robin Greer, Dennis Quaid. (2024, 141 min).
Si nos ceñimos a términos estrictamente cinematográficos, el tema de la juventud eterna siempre ha resultado atractivo. El cine de vampiros y otros monstruos abrevan en él, sin dejar de considerar también a la ciencia ficción. Esto lo ha entendido y asimilado perfectamente la cineasta francesa Coralie Fargeat (París, 1976) en su cinta La sustancia —ganadora de la Palma de Oro en el festival de Cannes 2024 al mejor guión original—, la cual se revela, al igual que su personaje principal, como un híbrido voraz.
En un mundo contemporáneo y deshumanizado, la otrora belleza sex symbol Elisabeth Sparkle (Demi Moore) goza de sus últimos días en el ápice de la fama cuando, al término de un estereotipado programa televisivo de aeróbics tipo Jane Fonda donde ella es aún la estrella, y mientras está por necesidad en el interior del sanitario para hombres, se entera casualmente —luego de escuchar una conversación telefónica—, que su jefe, el despiadado y abyecto productor Harvey (Dennis Quaid), ha decidido reemplazarla por alguien joven. Ante la desilusión y depresión obvias, días después sufrirá un accidente automovilístico tras tener una distracción al percatarse que un espectacular de ella, situado en la avenida donde circulaba su auto, estaba siendo retirado, pero del que —de manera milagrosa— no resultará con ninguna consecuencia física. Sin embargo, antes de abandonar el hospital, será atendida por un enfermero (Robin Greer) quien, previo examen de su columna vertebral, dejará en el interior de su abrigo una misteriosa unidad de memoria USB cuya única publicidad aparecerá con el nombre de ‘La sustancia’ y un número telefónico. Luego de averiguar el contenido de dicha unidad en su televisor, Elisabeth tendrá el ofrecimiento de un producto novedoso que altera y duplica el ADN para obtener de él una versión de sí misma más joven, más hermosa, más perfecta, alternado una semana entre cada una. Al cabo de unos días de incertidumbre, recuperará de la basura la unidad USB donde la había arrojado anteriormente, y marcará el número donde una voz le pedirá su dirección, además de proporcionarle otra dirección. Más adelante recibirá un sobre con una tarjeta inteligente marcada con el número 503. Elisabeth entonces irá hacia la dirección dada y allí encontrará una caja con diversos aditamentos y materiales médicos sobriamente explicados y numerados, los cuales más tarde utilizará en su baño para crear así una versión de ella misma que posteriormente se autonombrará Sue (Margaret Qualley) y será más joven, más hermosa, más perfecta, pero también más atroz que la matriz que la ha procreado.
A partir de un novedoso guión que ostenta diálogos minimalistas escrito por la propia cinerrealizadora, el segundo largometraje de Coralie Fargeat es una espeluznante, incómoda, abigarrada y sanguinolenta cinta de horror por momentos brillante, por momentos hilarante y paródica, y por muy breves momentos tediosa quizá a causa de la anécdota reducida, cuyo principal hallazgo es el lograr un tratado desquiciado sobre la otredad, la cosificación y autonegación del envejecimiento del cuerpo femenino, mediante una refinada fotografía de Benjamin Kračun anclada en extraordinarios puntos de fuga imaginativamente alternados con acercamientos grotescos para resaltar la fealdad de los varones, deleitarse con el espléndido cuerpo de Sue siempre con poca ropa, o crear elegantes metáforas visuales mostradas en top shots como la duplicación genética de un huevo o la descomposición de la estrella de la fama de Elisabeth durante el implacable paso del tiempo, lo cual funciona gracias a una dinámica edición de Jérôme Eltabet, Valentin Féron y la propia directora, muy en el estilo noventero de cintas como Réquiem por un sueño (Aronofsky, 2000), Trainspotting: La vida en el abismo (Boyle, 1996) o los primeros filmes de Tarantino, con remate de música techo punchis-punchis del compositor británico Raffertie, para taladrar desde el oído hasta el fondo del inconsciente del espectador pasivo.
Dividida en tres segmentos (“Elisabeth”, ”Sue”, ”Monstruo Elisasue”), la cinta de Fargeat aborda el cuerpo femenino como un objeto meramente experimental, en un principio bello en su desnudez cuando Elisabeth se confronta en el espejo de su baño, pero también horrible en la vejez al ser traicionada por su creatura, en donde ignoramos quién o quiénes producen la mentada sustancia, con qué fines más allá de perversos experimentos sugestivamente atractivos a la vista —como ese fluido verde que semeja al ajenjo, antiguamente considerado bebida del diablo y degustada por escritores como Baudelaire o Mallarmé para escapar de la locura—; esta fórmula es capaz de no sólo duplicar el ADN para crear una versión carnal mejorada y joven de ella misma, sino que además, con el correr de las semanas, el otro yo terminará por revelarse y emanciparse hasta sojuzgar a su creadora cual monstruo Frankenstein.
Porque aquí no nada más es la relectura del mito de Narciso con esa mujer enamorada de sí misma que se resiste a envejecer, sino la convocación de un baile de monstruos donde la nueva Sue será excretada al mundo desde la espina dorsal de Elisabeth, cual referencia a las películas de monstruilios de la primera época de Cronenberg pero sobre todo retomando la asquerosidad viscosa de La mosca (1986), o bien todos los filmes de la saga Alien que van desde Alien, el octavo pasajero (Scott, 1979) hasta Alien: Romulus (Álvarez, 2024), aunque además está muy acorde a la perturbadora filmografía de la también cineasta francesa de horror sci-fi Julia Ducournau con sus cintas Voraz (2016) y Titane (2021). Asimismo, está la versión de la perversa bruja Elisabeth y su más perversa Negra Nieves Sue, quien, con tal de irse apropiando más y más del nuevo mundo que Elisabeth le dio, extraerá desaforadamente los fluidos necesarios de la médula espinal de su progenitora hasta dejarla hecha una viejilla seca y harapienta, lo cual culminará —dado el choque de contrarios suscitado entre ambas— en el nacimiento de un nuevo monstruo traído de La cosa del otro mundo (Carpenter, 1982), y que tendrá su lanzamiento en sociedad en ese carnavalesco show televisivo de fin de año donde se presentará no El hombre elefante (Lynch, 1980), sino la mujer elefanta convertida en una Carrie (De Palma, 1976) igual de sangrienta.
La sustancia, al fin y al cabo, no será más que un vil producto semejante al agua micelar, cuya oportunidad de disfrutar la experiencia —de acuerdo a esa sombría voz telefónica que atiende a sus clientas/conejillos de indias Elisabeth/Sue—, es una parodia de la autosuplantación, autorreferencial y autovampírica del propio personaje principal audazmente interpretado por Demi Moore, que de alguna extraña manera colinda con ese triste y feo maestrito de El profesor chiflado (Lewis, 1963), que recurría a la experimentación química para volverse otro pero mejor, y en donde este Dr. Jekyll y Mr. Hyde femenino con una madura bella que deviene joven bella para terminar en bestia, buscará infructuosamente recuperar una autoestima vapuleada, aferrarse a lo que le queda de autoafirmación, y se arrastre literalmente, cual medusa griega de Caravaggio, para regresar a su confortable estrella de la fama en donde todo felizmente comenzó.