Septiembre, 2024
Nació el 30 de septiembre de 1924 y partió de este mundo el 25 de agosto de 1984, por lo que dos efemérides se cruzan en la figura de Truman Streckfus Persons en este 2024. “Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”. Así se presentaba Truman Capote en la archiconocida cita de su libro Música para camaleones; sin embargo, Capote fue también uno de los escritores estadounidenses más brillantes del siglo XX, autor de títulos vitales como Desayuno en Tiffany’s y A sangre fría, obra cumbre que abrió las puertas al nuevo periodismo. Escritor y periodista, se cumple su centenario natal, así como el cuadragésimo aniversario de su fallecimiento. Víctor Roura aquí lo recuerda.
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Tom Wolfe (1930–2018), quien junto con Truman Capote (cuyo centenario natal se conmemora este 30 de septiembre, fallecido en Los Ángeles 59 años después el 25 de agosto de 1984, hace justamente cuatro décadas) y Norman Mailer (1923-2007) es uno de los representantes primarios del nuevo periodismo, apunta que Seymour Krim le dijo que esa etiqueta la oyó por primera vez en 1965, cuando era el jefe de redacción de la revista Nugget, y Peter Hamill le había llamado para encargarle un artículo precisamente intitulado “The new journalism” para que reseñara el trabajo de reporteros como James Breslin y Gay Talese. Para ese entonces el propio Wolfe escribió un tratado sobre el nuevo periodismo que a muchos sigue pareciendo excesivo, porque a lo largo de su texto se hallan disparejas ideas brillantes debido justamente a su reiterado gusto por remarcar su admiración por superficialidades (lo pop, lo op, lo kitsch eran géneros que buscaban su instalación en los terrenos del arte, de manera paralela) que ahora nos parecen esnobistas. Wolfe quería emparentar a fuerzas a la literatura realista con esta nueva escritura, pero a la vez reconocía que de no haber él mismo exaltado esta corriente periodística no habría sido posible hallar un camino diferente en las letras diarias.
“El estatus del nuevo periodismo no está asegurado de ninguna forma. En algunas esferas el desdén por él es ilimitado; sin un poco de suerte el nuevo género nunca será santificado, nunca será exaltado, nunca se le dará una teología”, dice Wolfe en su libro El nuevo periodismo.
En los sesenta surgen, de manera sistemática, fluida, continua, las nuevas letras en los diarios. Philip Roth, en 1961, detallaba: “El escritor estadounidense a mediados del siglo XX tiene las manos ocupadas en tratar de comprender, después escribir y luego hacer creíble gran parte de la realidad. Causa estupor, enferma, enfurece y finalmente es incluso una especie de desconcierto para la propia imaginación. La realidad continuamente excede nuestros talentos y la cultura casi diariamente saca a relucir figuraciones que son la envidia de cualquier novelista”, declaración que confirmaran, por ejemplo, las novelas de no ficción A sangre fría (1965) de Truman Capote y La canción del verdugo (1979) de Norman Mailer, dos muestras de ejemplar periodismo elevado a las cotas de la literatura sin por ello hacer a un lado la inventiva: el nuevo periodismo, según lo acotaban sus autores, estaba entrelazado innegablemente con las finas letras, situación que no ocurre, por supuesto, con los periodistas que no saben escribir sino sólo dominan la oralidad, como sucede con frecuencia inusitada en México donde la fama periodística suele provenir de la imagen, no de la costumbre y credibilidad escriturales.
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La mayoría de los analistas de esta corriente periodística, ignorada o poco atendida en México, coincide en ese punto: hay un equilibrio perfecto entre la narrativa de la novela y el lenguaje de los periódicos. Esa endeble cuerda floja entre la literatura y el diarismo, entonces, se tensa para poder sostener sólidamente un nuevo género que asocia sin dificultad ambas artes: el periodismo y la literatura son una y la misma cosa cuando se prioriza el respeto a la escritura, tal como lo fomentaba Manuel Altamira, el inolvidable periodista poblano mas realizado en Nuevo León —donde laboró en los diarios El Porvenir, Tribuna de Monterrey y Diario de Monterrey— y reportero de La Jornada de agosto de 1984 hasta su deceso, ocurrido a sus 38 años de edad durante el sismo del 19 de septiembre de 1985 cuando el edificio donde vivía, ubicado en el número 8 de la calle Bruselas, en la Ciudad de México, donde también vivían, en departamentos diversos, el compositor tamaulipeco Rockdrigo González y el teatrero belga Frederik Vanmelle, los tres por desgracia hallados sin vida bajo los escombros de aquel colapso a causa del terremoto; Altamira ejerció con dignidad, fuera de círculos exaltadores y mafias reconocidas, el nuevo periodismo que tanta falta le hacía, y le hace, a la prensa nacional, no en balde a Altamira le decían, varios de sus amigos, el Capote mexicano. Sin embargo, pese a la relevante pluma de Manuel Altamira —única, distinguida y señera en su sentido de apartada de lo común—, no hay un solo libro en México de su ejercicio periodístico.
Y me refiero aquí exclusivamente al diarismo, no al periodismo en general, que si bien son términos similares, de ningún modo se ejercen de la misma manera en la práctica. Periodistas son probablemente todos aquellos a los que se les edita ocasionalmente un texto en alguna publicación periódica, ahora mismo miles en las plataformas digitales, pero diaristas son aquellos que se enfrentan a diario, valga la redundancia, con su prosa informadora. Y muchos de estos periodistas nuevos, que no nuevos periodistas, no eran de las áreas de redacción sino foráneos; por lo tanto, desconocían los métodos, las tácticas, los embustes, los vicios, las calamidades que se respiran en las zonas periodísticas: desde fuera deseaban cambiar las cosas, lo cual era, y es, imposible.
Para uno de sus más creativos cultivadores, Gay Talese, el nuevo periodismo permite, demanda, de hecho, un enfoque más imaginativo del reportaje. Para Hollowell, la voz del nuevo periodismo es francamente subjetiva (característica incómoda para el generalizado periodismo estadounidense, cuyas reglas “objetivas” son inquebrantables en las empresas informativas), lleva el sello de su personalidad. Escribe Carlos Monsiváis: “Mi reino por un estilo establece, primordialmente, la muerte de la objetividad, elemento que es prácticamente imposible desde el quehacer del nuevo periodismo”.
Para Harold Hayes, antiguo editor del Esquire, publicación que alentó este género, hasta el surgimiento del nuevo periodismo, el artículo de revista era un convencionalismo de la escritura, y triunfaban en él los que entendían la convención. Es más, Naomi Feigelson va hacia terrenos del extremo: “Los representantes del nuevo periodismo se ven a sí mismos como reeducadores de la juventud y como unificadores y solidificadores del movimiento revolucionario. La prensa underground no se limita a informar, sino que está haciendo una revolución”.
En este sentido, Michael L. Johnson distingue el nuevo periodismo del periodismo especializado y observa tres grandes categorías del nuevo periodismo que surge en los sesenta: 1) prensa subterránea; 2) libros o ensayos escritos en estilo periodístico por gente que dentro o fuera del campo del esfuerzo literario ha formulado una respuesta directa, valorativa y por lo común participante empleando o inventando una voz periodística, y 3) los cambios en los medios de comunicación oficiales que incorporan nuevas y distintas maneras de relatar y comentar los sucesos que les interesan.
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Un periodista que por sí mismo decidió abandonar su fuente laboral en el New York Daily Mirror para trabajar en la prensa underground, John Wilcock, dice que mientras los diarios oficiales aceptan estúpida e insidiosamente los cuentos de todo el mundo, desde el autobombo del gobierno hasta los envanecimientos del agente de prensa que llegan a través del cable (ahora aplicación digital), la prensa subterránea se basa en testimonios de hombres procedentes de las guerras, en la evidencia empírica de las calles y los guetos, y en la confrontación personal: Truman Capote basó su novela A sangre fría en el asesinato de los cuatro miembros de la familia Clutter el 15 de noviembre de 1959 en su casa localizada en Kansas.
Ciertamente, la práctica estándar del periodismo ha anclado a sus hacedores en un mar de conservadurismo e intereses privados. Michael J. Arven dice: “La prensa norteamericana descansaba en simples oraciones declarativas. El enfoque de fuera adornos. Quién-dónde-cuándo. Inglés limpio, se le llamó más tarde cuando empezó a enseñarse en las universidades. Prosa escueta”.
Y de ahí que el hecho de que surgieran opositores a la nueva prensa, como Truman Capote, no sorprendiera a los protagonistas de esta novedosa corriente: sabían que tarde o temprano serían vistos con recelo porque los nuevos periodistas, con su peculiar voz, destacaban por encima de sus cientos y repetitivos y encuadrados colegas.
Lester Markel, por ejemplo, exeditor de The New York Times, declaró en esos ya viejos sesenta: “De los doce o catorce artículos en primera plana del periódico promedio, por lo menos diez no pueden cubrirse con el detalle minucioso o con el diálogo y la colorida información incidental que prescribe el nuevo periodismo. Simplemente no se cuenta con el tiempo para efectuar este tipo de trabajo, a pesar de lo deseable que pueda ser, a menos que el periódico esté dispuesto a entregar el campo de las noticias enteramente a la televisión”.
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Pero el lenguaje de la prensa escrita no puede competir con las imágenes noticiosas de la pantalla casera, ya sea televisiva o digital. Es su desventaja pero a la vez su virtud: las palabras tienen que decir más cosas que lo visual, pues un periódico no puede reiterar lo ya concebido por los lectores. La prensa escrita, en este apartado, y ésta es su primorosa ventaja —aunque permanezca recluida, oscurecida, postergada en la actualidad incluso, o sobre todo, por las nuevas generaciones acostumbradas a o educadas en la visualidad—, funge como un recipiente más profundo en su contenido que la pantalla noticiosa, que los medios electrónicos en general. La prensa tendría que generar su propia información, o por lo menos reinterpretarla, recrearla, reinstaurarla, reencauzarla, que era, y es, lo que pedían, y piden, los nuevos periodistas (sin falsas informaciones, sin rumorología, sin fanatismos, sin mentiras), aquellos que se mantienen prudentemente distanciados de los poderes celestiales que domina este mundo que son los económicos y los políticos, que se distancian modestamente de los virajes convenencieros de las redacciones para no contagiarse de los virus, dicen, totémicos. En México, Manuel Buendía (nacido el 24 de mayo de 1926 en Michoacán y asesinado seis días después de haber cumplido 58 años de edad, hace cuatro décadas, el 30 de mayo de 1984 en la Ciudad de México) lo traducía con su peculiar estilo: “No hay enemigo más peligroso que la secreta fraternidad de los mediocres. Están por todas partes y, como cierta clase de individuos, se reconocen entre sí con un leve movimiento de pestañas, y a veces sin pestañear siquiera. De piel a piel se sienten entre ellos. Un mediocre sabe bien quién es otro poca cosa y en cierto tiempo forman una silenciosa pero eficiente y muy pugnaz falange de medianías. De modo instintivo saben descubrir a quien no es de su sindicato y éste automáticamente se convierte en blanco de todas las intrigas y difamaciones. La primera ley de los mediocres es la consigna de destruir a los que no lo son”.
Capote no era igual a otro periodista, ni Mailer, ni Wolfe.