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Las invocaciones y las formas metonímicas del habla

Septiembre, 2024

En el rico y variado mundo del lenguaje, a menudo utilizamos figuras retóricas sin siquiera percatarnos de ello, nos dice Juan Soto en esta nueva entrega de su ‘Modus Vivendi’. La metáfora y la metonimia son dos tipos de lenguaje figurado, en el que el hablante quiere que entendamos una cosa al asociarla con otra; sin embargo, esas asociaciones no funcionan igual en la metáfora y en la metonimia. Y aunque ambas son recursos cotidianos en la vida de los seres humanos y sirven para comprender de manera sencilla cuestiones abstractas y complejas, son diferentes.

La metáfora es, de acuerdo con el Diccionario de análisis del discurso, dirigido por P. Charaudeau y D. Maingueneau, la más importante figura del discurso y, de acuerdo con la retórica tradicional, un tropo por el cual se pone un nombre extraño para un nombre propio, que se toma de una cosa semejante a aquella de la que se habla. Los tropos —del griego tropos, «desvío, «torsión»— son figuras por las que se le hace tomar a una palabra una significación que no es precisamente la propia de ésta.

Tal y como sugirieron los profesores G. Lakoff y M. Johnson en su libro Metáforas de la vida cotidiana, la metáfora surge de la inserción en un determinado contexto de una nota que proviene de otro distinto. Especificaron, además, que las metáforas pueden ser estructurales, orientacionales y ontológicas. Para ellos la metáfora permite, entre otras cosas, que dos campos semánticos interactúen, se encuentren, coincidan. Sin darnos cuenta y de manera cotidiana, utilizamos metáforas en nuestras conversaciones y nuestra habla. Baste que ‘ponga’ una ‘pisca’ de atención a la forma en que usted o los demás hablan —aunque la atención no sea una substancia ni se pueda poner, ni administrar como si fuese pimienta— para que pueda darse cuenta de ello.

Esas ideas del famoso lingüista estadounidense B. L. Whorf de que las metáforas impregnan el lenguaje cotidiano, que afectan la visión del mundo que tienen los hablantes y que impregnan el pensamiento y la acción, nos ayudaron a entender que nuestra comprensión de la realidad, y las formas en que la entendemos, dependen de aquellas. Las metáforas les dan forma a nuestras cosmovisiones y, por supuesto, a nuestro entendimiento del mundo. Hablamos y pensamos con metáforas.

La forma en cómo construimos discursivamente nuestras experiencias, también depende de las metáforas que utilizamos para transmitirlas. Si nuestros relatos, narraciones e historias adquieren una forma épica, lírica o dramática es, entre otras cosas, gracias a las metáforas que seleccionamos, las más de las veces sin pensarlo, para transmitir nuestras vivencias. Los ‘triunfadores’, por ejemplo, se llenan la boca relatando lo mucho que han trabajado y no se olvidan de decir, épicamente, que ‘vienen desde abajo’, donde la privación es una ‘moneda de cambio’. Así, se pueden construir discursivamente como héroes.

Sin embargo, hay que hacer una precisión que no es menor y que está relacionada con el principio de organización de la cultura popular, pues ésta, diría el gran psicólogo J. Bruner, está organizada narrativamente y no conceptualmente. Lakoff y Johnson no se cansan de decir que los conceptos, por ejemplo, se estructuran metafóricamente. Pero, se debe decir, como lo expuso magistralmente Bruner, que si bien es importante que los niños aprendan a hablar, es más importante que aprendan a contar historias. A narrar. A relatar. El desarrollo del talento narrativo, diría el mismo Bruner, es el que nos da la capacidad de encontrar un sentido en las cosas cuando no lo tienen.

Y una vez hecha esta última aclaración, digamos que lo importante aquí no es tanto la metáfora como la metonimia que, en algún sentido, es lo que se opone a aquella. La metáfora es, principalmente, una manera de concebir una cosa en términos de otra, como también lo señalaron Lakoff y Johnson. Pero la metonimia tiene una función referencial sin que esto elimine su importante papel en la comprensión. Una clave para entender la metonimia tiene que ver con la forma en que se le trata a la parte como si fuese el todo. ‘Eres mi mano derecha’, ‘Calienta defensa’, ‘Le gusta leer a Hemingway’ o ‘Pásame un Kleenex’, son algunos buenos ejemplos de cómo la parte termina por constituirse como un elemento referencial. La parte por el todo.

John Shotter, quien fue profesor emérito de Comunicación del Departamento de Comunicación de la Universidad de New Hampshire, reivindicando a B. L. Whorf de otro modo del que lo hicieran Lakoff y Johnson, reconoció el poder «configurador» de las palabras. De hecho fue él quien aclaró, pertinentemente, que no hay usos literales, digamos, del lenguaje, si por «hablar literalmente» se entiende describir lo que existe con independencia de la función modeladora del lenguaje. Y también fue él quien, en su libro de Realidades conversacionales, le dedicó un pequeño apartado a las formas metonímicas del habla, que son evocativas. La parte considerada como representativa o evocativa del todo: si lo que uno piensa —sobre la salud y el crecimiento de determinados vegetales, por ejemplo— es bueno, también lo será para las plantas; lo contrario ocurrirá si es malo.

Pasando a un terreno que va más allá del habla, veremos que las invocaciones metonímicas también impregnan la acción. La brujería, por ejemplo, no sería nada sin las invocaciones metonímicas donde la fotografía se considera como representativa de la persona. Y, por ello, se puede asumir con laxitud que lo que le haga el brujo a la fotografía, le pasará a la persona. Clavar agujas o alfileres en un fetiche, sin la invocación metonímica, no tendría sentido si no se supusiera que dicha acción tendría efectos sobre la persona a la cual representa. Romper las fotografías de alguien después de una separación, no tendría sentido sin las invocaciones metonímicas de por medio que apuntarían a la destrucción de los vínculos que formaban parte de una relación. Incluso, poner una fotografía de ese alguien como ‘blanco’ para lanzarle algunos dardos, tampoco. Quemar una bandera de algún país en medio de una protesta cobra sentido gracias a las invocaciones metonímicas y, de paso, sirve como forma de manifestación pública y simbólica del odio hacia dicho país. Colgar crucifijos o escapularios en los espejos retrovisores de los automóviles para que los conductores se hagan acompañar, simbólicamente, de alguna protección divina, también es una forma de invocación metonímica. Besar pequeñas esculturas de yeso alusivas a los santos, también lo es. Llevar la fotografía de la persona amada en la cartera es, de la misma manera, una forma de invocación metonímica. (Besar la fotografía de la persona amada es, sí, extremadamente absurdo, pero cobra sentido en una sociedad y en una cultura como la nuestra donde las formas de acción y de interacción simbólicas son así de extrañas. Y tome en cuenta que algunas personas más estrafalarias llevan las fotografías de sus mascotas en las pantallas de sus celulares…y las besan. ¡Puf!) Buena parte del razonamiento metafísico no tendría sentido sin las invocaciones metonímicas.

No son pues, solamente, las formas metonímicas del habla las que nos permiten poner en evidencia las maneras en que establecemos vínculos con los otros, con el mundo y con nosotros mismos. También son nuestras acciones. Pero que quede claro, sin los discursos y las formas metonímicas del habla, que sirven como halo protector para dichas acciones, éstas no serían nada, ni tendrían sentido. Sólo alguien que se encuentre dentro de estos pensamientos podría llegar a la conclusión de que en septiembre tiembla porque muchas personas, millones, están pensando en que temblará. Las cosas no ocurren simplemente porque las pensemos. Ni somos iguales por haber nacido en un momento dado como piensan esos seres de espíritu desvencijado que creen en los horóscopos.

El destacado lingüista y semiólogo ruso, Iuri Lotman, nos enseñó que cuando Iván el Terrible ejecutaba, junto con el infortunado boyardo, no sólo a la familia, sino también a toda su servidumbre, eso no estaba dictado por un imaginario temor de la venganza (como si un siervo de una heredad provincial pudiera ser peligroso para un zar), sino por la idea de que jurídicamente todos ellos consistían en una sola persona con el cabeza de la familia, y, por tanto, el castigo, naturalmente, se extendía a ellos (si un miembro de la familia es de tal forma, todos son iguales). Recomendación: no piense como Iván El Terrible…

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