ConvergenciasEl Espíritu Inútil

La nostalgia

Agosto, 2024

La nostalgia es la tristeza que sabe más rica, como un dolor dulce; sin embargo, es también algo más raro: no es un recuerdo, ni una memoria, sino como un hueco vacío que sólo se puede mirar pero no se puede describir ni platicar, escribe en esta nueva entrega Pablo Fernández Christlieb. Y es que, la nostalgia no es un pasado que se fue, sino un futuro que no vino: se tiene nostalgia de lo que nunca se tuvo y de lo que no sucedió; uno se coloca mentalmente en ese momento en que sí la iba a hacer y sí iba a ser feliz, justo en el momento en que podía haberlo hecho y estaba a tiempo de lograrlo, pero no pasó nada.

La nostalgia es la tristeza que sabe más rica, como un dolor dulce, y son dos. Hay nostalgia de la infancia, y por eso todos se inventan eso de que eran felices, pero la única razón es que los niños son eternos, es decir, que no tienen noción del tiempo, ni pasado ni futuro, y entonces de lo que se acuerdan es nada más del lugar donde sucedió, y de ahí le viene su etimología que quiere decir dolor por la tierra perdida, de donde sale luego la ilusión de volver a casa. Es la misma nostalgia que la de los inmigrantes y los exiliados. Y si de casualidad regresaran, ya no habría nada, porque lo que ya no habría es la eternidad.

Pero la otra nostalgia que se atesora es de cuando se tenían veinte años, cuando uno ya no era eterno pero, como dice Manuel Vicent, todavía era inmortal, que quiere decir que los años que le quedaban eran más o menos inacabables, y por eso los podía despilfarrar y de todos modos le iba a dar tiempo de todo; y estaba cínicamente seguro de que la iba a hacer, de que se iba a comer el mundo, de que la felicidad iba a llegar, aunque siempre se pueda dejar para después, porque siendo inmortal no hay prisa. La curva del horizonte que vislumbraba era siempre para arriba, como una sonrisa. Y no era cosa de hacer nada, de prepararse para el mañana o ponerse a trabajar o a estudiar y esas cosas que recomiendan, sino nada más dejar pasar el tiempo, y el futuro llegaría.

Y sí, pasó el tiempo, pero el futuro no llegó, que es cuando entra la nostalgia, por ahí de los treinta o cuarenta años, o sea, cuando uno ya no es ni eterno ni inmortal, sino nada más efímero, y se aparece de pronto en la forma de una canción, como ésa de los Bee Gees que decía no me preguntes por qué el tiempo nos rebasó. O en la de una imagen quieta que se queda para siempre, estática, como, por ejemplo, la de un mosaico flojo que al pisarlo en tiempo de lluvias le brinca un chorrito de agua y lodo. O la de un olor o un sabor, como la que se le apareció a Marcel Proust en la forma de una magdalena sopeada en el té y lo dejó nostálgico e inútil, contemplando todo el tiempo perdido.

Sin embargo, la nostalgia no es un recuerdo, ni una memoria, sino algo más raro, como un hueco vacío que sólo se puede mirar pero no se puede describir ni platicar. Más bien, su definición sería la siguiente: la nostalgia no es un pasado que se fue, sino un futuro que no vino: se tiene nostalgia de lo que nunca se tuvo y de lo que no sucedió; uno se coloca mentalmente en ese momento en que sí la iba a hacer y sí iba a ser feliz, justo en el momento en que podía haberlo hecho y estaba a tiempo de lograrlo, pero no pasó nada. La nostalgia se encuentra donde todavía no empieza la memoria, y por eso no tiene nada que contar.

Ya lo que sucede después (de la infancia o) de los veinte años se llama la vida, que, ésta sí, ya tiene todos los defectos del tiempo, y que es sobre todo una talachita al ái se va según se presenten las circunstancias y como vaya llegando, cuyo resultado es que después a uno le entran las nostalgias que lo hacen preguntarse qué fue lo que falló o qué hubiera querido hacer en lugar de lo que hizo, porque no importa lo que haya hecho pues siempre pudo haber hecho otra cosa, haber tenido otro futuro y no el que le tocó. La nostalgia es el futuro que existió en el pasado, pero ya no existe en el presente. Es el territorio del hubiera. Por eso da curiosidad: adivinar un futuro que ya no tiene caso.

Es como una historia al revés, no la de los hechos sino la de los desechos, como la historia de las cosas que nunca pasaron. Y así, también las ciudades tienen nostalgia, de las que la más intensa ha de ser la que tiene la Ciudad de México, que se aparece como la imagen inmóvil y callada de un lago luminoso con islotes en un valle civilizado, y lo que hubiera podido llegar a ser eso si se estuviera de nuevo en ese momento de hace quinientos años y no en esta porquería entubada y para colmo, con charcos. Y hay nostalgia de los países, cuya imagen en Latinoamérica y África puede ser la del año de sus independencias, que fue el momento en que tenían un futuro dispuesto que ya después tiraron. O la que dice Ezra Pound de su país: “El pensamiento de lo que los Estados Unidos serían si los clásicos tuviesen mayor circulación, me quita el sueño”. A lo mejor la política consiste en postular que las ciudades y los países tienen el derecho a una tercera nostalgia, para que vuelvan a tener el futuro entre las manos, ahora mismo, a ver qué hacen con él.

La imagen ésa de arriba del agua entre las ranuras del mosaico flojo también es de Proust, sólo que está en el Tomo 7, y los que sí lo leen no pasan del primero que es donde viene la magdalena, pero es hasta aquí donde él se da cuenta que de grande quería ser escritor, y no hacía nada, y entonces se pone a contar cómo perdió el tiempo, con lo que se vuelve escritor, y por eso este último volumen se titula El tiempo recobrado.

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