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La ironía

Agosto, 2024

En esta era de la hiperconciencia, ¿puede sobrevivir la ironía a nuestra nueva moralidad polarizada? Si hoy la ironía se ve como una amenaza, una burla, como una forma de violencia o es usada de manera trivial, es porque ha sido desposeída de toda forma y manifestación culturales, escribe Juan Soto en esta nueva entrega. Sin embargo, más que ser un insulto, como mal suponen los guardianes de la moral de nuestra era, la ironía puede ser utilizada hoy para socavar descripciones factuales. Como ya lo demostraron Molière o William Hogarth, la ironía ha servido para criticar y parodiar a los poderosos. Sigue siendo una buena aliada para promover la crítica social.

Todo ironista se dirige a un lector presuntuoso en cuyo espejo se mira, sentenció el poeta francés Paul Valery. Más allá de su siempre acertado tino, hoy podemos decir que el concepto de la palabra aún conserva algo del significado que lo ligaba a su origen latín īronīa y a su estirpe griega eirōnéia, disimulo. Ya no indica, propiamente, una ‘interrogación fingiendo ignorancia’, aunque este significado se acerque a la idea del disimulo. Como derivación de éromai, ya no se vincula tanto con la idea de ‘yo pregunto’.

Por ironía, hoy día, se entiende una burla fina y disimulada. También significa una expresión que lleva un tono burlón o una que pretende dar a entender algo contrario a lo que alguien ha dicho como una burla disimulada. Y sí, parece ser que la cuestión del disimulo es lo que ha caracterizado su significado por al menos unos cuatro siglos.

Pero más que ser un insulto, como mal suponen los guardianes de la moral de nuestra sociedad actual, la ironía puede ser utilizada para socavar descripciones factuales. Y en este sentido se puede sostener la idea de que es algo más que tratar de dar a entender algo contrario o diferente de lo que se ha dicho.

El filósofo británico John Austin no se cansó de decir que la ironía era una de las formas parásitas del lenguaje, una especie de acto discursivo venido a menos a la altura de la poesía y las citas. Sin embargo, como bien lo señaló el profesor de la Universidad de Loughborough, Jonathan Potter, en la sociología del conocimiento la ironía tiene un sentido más específico pues designa una manera de abordar el discurso como un producto. Entre los intereses y las estrategias, el discurso ironizador, dijo Potter, es aquel que, hablado o escrito, socava el carácter descriptivo literal de una versión. Y en ese sentido es lo opuesto al discurso cosificador pues le devuelve su condición de habla a algo que se ha hecho pasar por un objeto material como si ‘realmente existiese’. Debido a su gran poderío de producir ‘desvíos de atención’, la ironía puede resultar una buena aliada para persuadir o ganar una discusión. Pero para los lelos, la ironía siempre será una forma de ninguneo. Quizá porque se sienten aludidos cuando la leen o escuchan.

Vladimir Jankélévitch, el filósofo y musicólogo francés, decía que la ironía era mortal para las ilusiones. Y obviamente también lo es para los ilusos. En sus redes, afirmaba, quedaban atrapados los pedantes, los vanidosos y los necios. Y a partir de sus palabras pudimos saber también que la ironía tiene la posibilidad de poner en tela de juicio cualquier cosa que se haya dicho, por muy elaborada o sofisticada que sea. Cualquier cosa que se haya dicho y que se haya querido hacer pasar por factual, puede cuestionarse gracias a la ironía. Los discursos ironizadores permiten arruinar cualquier definición, significado u orden establecido. Es, gracias a la ironía, que el discurso puede convertirse en una especie de juego de espejos donde las palabras se desvíen de su significado convencional. La ironía juega con las expectativas de quien se convertirá en su víctima, devolviéndole con desdén un significado entre lo que dijo y lo que quiso decir. Este ‘juego de palabras’ no sólo desafía la forma en que se han construido las versiones factuales de algún suceso o acontecimiento, sino que también permite la elaboración de formas inteligentes de evasión en materia de asumir responsabilidades, pues, gracias a ella, es fácil desviar la atención de los problemas centrales hacia las sutilezas del discurso y sus interpretaciones.

Quienes han aprendido a utilizar la ironía como estrategia de desvío de atención saben que pueden evadir verdades y responsabilidades. Y así como Jankélévitch sabía que no hay ironía sin risa, Charles Baudelaire, el célebre poeta maldito, supo que la caricatura y la sátira utilizaban la ironía para exponer las hipocresías y hasta las contradicciones de la sociedad. En su bonito libro sobre Lo cómico y la caricatura, consideraba que lo cómico y lo irónico tenían una relación estrecha y que, mediante la exageración, podían servir para revelar verdades ocultas, así como para exponer las debilidades humanas. Puestas así las cosas, la ironía, más que un insulto o una forma de ninguneo, puede ser una manera de cuestionar el poder, su ejercicio y a todos aquellos que lo detentan en detrimento de quienes no lo tienen. Mediante la ironía se puede ridiculizar a los adversarios autoritarios y puede funcionar como una buena aliada en el proceso de transformación, así como en el cuestionamiento del orden social.

Las sátiras de Molière —el dramaturgo francés— y las ‘caricaturas’ de William Hogarth —el grabador, ilustrador y pintor británico— son bonitos ejemplos de cómo la ironía sirvió para criticar y parodiar a los poderosos. Pensar que la ironía sólo es una burla amenazante o, incluso, una forma de violencia, es, irónicamente, ridículo. Sólo los incultos se atreverían a decir que la ironía es una forma de agresión psicológica.

Henri Bergson, otro filósofo francés, situó el humor y la ironía más allá del simple entretenimiento. En su libro de La risa, estableció que fuera de lo propiamente humano no existe nada cómico, que no podríamos gustar de lo cómico si nos sintiéramos aislados pues la risa parece necesitar de una especie de eco —de las otras risas, pues. Dijo con mucho tino que nuestra risa siempre es la risa de un grupo y que debe tener un significado social. O al menos todo lo que la origina. Y gracias a estas reflexiones podemos decir que la comprensión de la ironía se refleja en la risa. Los lelos no deben sentirse nunca amenazados por la ironía porque no son capaces de comprenderla. Se debe tener lucidez, aunque sea poca, para sentirse amenazado por una ironía mordaz que ha sido dirigida especialmente a alguien. Sin embargo, como en el caso de los chistes, no todos tienen la capacidad de captar las ironías cuando son lanzadas contra ellos. La risa que produce la ironía no es una respuesta espontánea, sino el resultado de la comprensión y el reconocimiento de las incongruencias y absurdos que se han revelado gracias a ella. Si hoy la ironía se ve como una amenaza, como una burla —ya no digamos elegante—, como una forma de violencia e, incluso, como una forma de agresión, será porque ha sido exorcizada ya de tantos siglos de historia y ha sido desposeída de toda forma y manifestación culturales. La ironía, en manos de los incultos, sólo puede adoptar una forma burlesca. Algo desprovisto de historia y cultura. Y entonces sí, es cuando queda degradada y viene a menos.

Usada de manera, digamos superficial, en lugar de ser una herramienta de crítica social y de invitación a la reflexión, deviene un recurso para crear sensaciones de superioridad y para evadir, como hemos dicho, las discusiones sustantivas. La ironía, hoy día, se ha convertido en una especie de adorno —quizás sobra decir superficial— que se utiliza para provocar efectos elementales de risa fácil. En el cine y la literatura de masas, en el denominado stand up, en los memes y en las caricaturas, en las series de televisión, en las ‘barras de comedia’, en muchas conversaciones cotidianas, etc., la ironía está tan estereotipada que es predecible y se le utiliza no con esa elegancia de su definición de diccionario, sino de forma trivial, perdiendo así su significado cultural, aunque no su fuerza perlocucionaria. Ciertamente la ironía sigue siendo una buena aliada para promover la crítica social, pero en las sociedades actuales ha ido perdiendo su potencial gracias a la trivialización de la que ha sido objeto. Si la ironía no fuese capaz de subvertir los significados y desafiar el orden social, nadie se sentiría aludido al leer palabras que le hicieran cuestionarse algunas certezas con las que tranquilamente ha vivido y se ha familiarizado. ¿No es irónico que algunas personas compartan frases célebres de libros que jamás han leído con el único objetivo de recibir likes? ¿No es irónico que existan personas que compartan frases de los libros de Bukowski con el abominable sentido que le puede imprimir la psicología positiva?

Epílogo: Todos tenemos un contacto en Facebook que hace esto último y que, cuando lee un texto como este, piensa que está inspirado en sus publicaciones y su vida. Qué irónico, ¿no? Ahora sí, a despotricar contra la ironía y sus defensores que somos bastantes, pero no mayoría…

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