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La amante del Parking Lot

Dice la nota de su deceso que entró al mar, y que, voluntariamente, se quedó ahí hasta que la corriente la deposito en una rivera cercana

Julio, 2024

Hoy murió en Loreto, Baja California Sur, Esmirna Yilmaz de Parker, la mujer que conocí hace una vida en la ciudad de Nueva York. Dice la nota de su deceso que entró al mar por cuenta propia, y que, voluntariamente, se quedó ahí hasta que la corriente la deposito en una rivera cercana, escribe aquí Fernando de Ita. 54 años sin saber de ella, y de pronto la esquela me revive sus enormes y expresivos ojos que la convirtieron en mi Sheherezada, en los meses que atendí por las noches el estacionamiento de Lexington Avenue.

Hoy murió en Loreto, Baja California Sur, Esmirna Yilmaz de Parker, la mujer que conocí hace una vida (1970) en la ciudad de Nueva York. Dice la nota de su deceso que entró al mar por cuenta propia, y que, voluntariamente, se quedó ahí hasta que la corriente la deposito en una rivera cercana siete horas más tarde. 54 años sin saber de ella, y de pronto la esquela que me mandó su esposo la revive en la precaria caseta del parking lot de la avenida Lexington y la calle 53 de Manhattan, enfadada por la borrachera que traía su primer marido aquel sábado de primavera en que llovía a cantaros. Sé de memoria que era sábado porque era el día de la semana en que las mujeres de los suburbios de la ciudad de hierro se emborrachaban y llegaban al estacionamiento que yo atendía por las noches en estados lamentables. Como Esmirna era de ascendencia turca, el alcohol que ella no tomaba se lo bebía su marido a quien acomodábamos en su gran automóvil a dormir la mona mientras nosotros platicábamos de nuestros pueblos originales y de los textos que sacábamos de la fabulosa librería pública de la Quinta Avenida.

Con Esmirna comenzó mi interés por el imperio Otomano desde sus orígenes tribales hasta el conflicto que mantenía dividida la isla de Chipre entre turcos y griegos, como pude atestiguar en el viaje que hice a Turquía y el mar Egeo, guiado por los relatos de Esmirna, al año siguiente de conocerla. Las mil y una noche en la traducción de Burton fue, por cierto, uno de los libros que comentamos varios sábados, de manera que los enormes y expresivos ojos de Esmirna la convirtieron en mi Sheherezada los meses que atendí por las noches el estacionamiento de Lexington Avenue. Aunque no fue ahí, en el parking lot, donde conocí a Esmirna a la manera bíblica. Para quien no conozca la librería pública de Nueva York en la Quinta Avenida de Manhattan le sonará inverosímil, pero fue ahí, en la sección de libros traducidos del español al inglés, donde fui suyo porque quien se prendó de Sheherezada fui yo pues ella tenía una preocupación más inquietante: su esposo.

Aquel WASP (anglosajón blanco y protestante) le llevaba 10 años y aprovechaba el pretexto del alcohol para exhibir al patán que llevaba dentro: ya fuera para reprocharle a Esmirna su impureza étnica, para celarla absurdamente, o lo contrario, hacer el don Juan aprovechando su buen físico. Aunque el reproche principal era que ya tenían dos años de casados y Esmirna no se había embarazado. Algún sábado por la noche ella me contó que una tía turca, a quien veía a escondidas, le daba un remedio para evitar ese estado porque ya era evidente para ella que había sido un error casarse con aquel gringo tan diferente en su educación, su cultura, su temperamento, sólo para escapar de la casa paterna. Entre el patriarcado otomano y el machismo texano, Esmirna veía en el divorcio la oportunidad de una tercera vía porque ya la sociedad estadounidense les daba a las mujeres por lo menos la mitad del patrimonio del esposo y ella tenía en el alcoholismo de su marido un gran aliado. Que tan bien era el mío porque nos daba entre dos o tres horas sabatinas para hablar de lo que no hablábamos con nadie, para comentar los libros que leíamos y, luego del acoplamiento bíblico de la librería, la oportunidad de la ternura amorosa que ambos requeríamos como un sediento en el desierto por razones muy distintas.

“De Apan a Nueva York”, puso en ocho columnas mi padre en El Sol de Ciudad Sahagún para festejar mi arribo a la ciudad en la que ya estaba sucediendo el futuro. Álvaro de Ita y Valerdi era el apuesto y locuaz doctor de los llanos de Apan cuyas rancherías recorría como el Fernando Soler de las películas de los años cincuenta, saludando a la cantidad de chiquillos que no sólo había ayudado a traer al mundo sino sobre todo a ponerlos en el vientre de sus madres, pero entre pulque y pulque era el director del diario mencionado y tenía una columna muy leída que en el título llevaba una confesión: “No soy monedita de oro”.

El 1 de enero de 1970 arribé a Nueva York con cinco dólares en la bolsa, porque cuando le pedí ayuda para el viaje mi padre me mandó tres cuartillas a renglón cerrado para explicarme por qué era mejor que me fuera por mis propios medios. Como yo estaba en bancarrota económica y amorosa llegué con cinco dólares, pero con visa de estudiante, departamento compartido en Brooklyn y trabajo seguro en una cadena de estacionamientos. Entre el viernes 15 de agosto y la mañana del lunes 18 de 1969 sucedió el concierto de Woodstock que inauguró real y simbólicamente la era de Acuario, la imaginación al poder y el pasón psicodélico. Para las familias wasp de los suburbios neoyorkinos fue una aberración que apuntalaba la rigidez mental del establishment y el marido de Esmirna se encargó de que su mujer desconfiara de los jóvenes greñudos y mal vestidos que ya pululaban por el Village de Manhattan que se había poblado de artistas, disidentes, roqueros y derivados. De no ser por los libros, la joven esposa no me habría tenido la confianza de contarme su historia ni de ceder al deseo de yacer con un joven extraño y además extranjero en el templo del saber que deberá ser para siempre la biblioteca pública de Nueva York en la Quinta Avenida.

Yo conocí la saudade o nostalgia de algo o de alguien que cantan los fados, en Portugal, muchos años después que sin darme cuenta la había adivinado en la añoranza de Esmirna por sí misma. El patriarcado de su familia paterna y el de su primer marido alimentaron esa desesperanza del ser que conduce al suicidio, ya sea real o metafísico. Ignoro qué fue de la vida de Esmirna porque nos dijimos adiós en el mismo pasillo lleno de libros en el que estuvimos uno dentro del otro. Por la nota del señor Parker supongo que se casó con él y que al final de su vida se fueron a refugiar a Loreto, una ciudad mágica que visité en los años ochenta gracias a un reportaje sobre Baja California Sur que hice para el diario unomásuno. Ignoro también cómo halló mi correo electrónico, aunque los que manejan la red me dicen que es pan comido. De haber sabido que aquella joven turca que me hizo feliz sin compromiso alguno en la ciudad que me abrió literalmente las puertas del mundo, estaría ahí al final de su vida, acaso habría regresado en la Misión de Loreto, fundada en 1697, para leer con ella uno de los cuentos de Las mil y una noche. En cambio, sólo queda el vacío, la ausencia. La saudade.

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